Haplo alzó la vista hacia el hechicero, con los ojos entrecerrados.
—¡Al fin y al cabo, eres un dios! —insistió Zifnab, guiñándole el ojo repetidamente.
¿Un dios? Qué diablos, ¿por qué no? Haplo estaba demasiado cansado, demasiado débil para preocuparse de adonde le llevaría aquella deificación.
—Buen chico. —Dio unas palmaditas al perro y lo hizo apartarse. El animal miró a su alrededor con preocupación y emitió un gruñido—. Todo va bien.
El patryn levantó la mano izquierda y la colocó, con las runas boca abajo, sobre la diestra. Cerró los ojos, se relajó y dejó que su mente fluyera por los canales de la renovación, el renacimiento y el descanso.
El círculo estaba formado. Notó que los signos mágicos del revés de las manos se volvían cálidos al tacto y brillaban mientras realizaban su trabajo, curando y aliviando. El resplandor se esparcía por todo su cuerpo, reponiendo la piel dañada por otra intacta. Un murmullo de voces le indicó que la escena no había pasado inadvertida a los presentes.
—¡Thillia bendita, mirad eso!.
En aquel momento, Haplo no podía pensar en los mensch, no podía ocuparse de ellos. No se atrevía a romper su concentración.
—Muy bien hecho —graznó Zifnab, lanzándole una mirada radiante, como si el patryn fuera una obra de arte que él, el hechicero, hubiera conjurado—. Se le podría dar un retoque más a esa nariz...
Haplo se llevó las manos al rostro y lo palpó con los dedos. Tenía la nariz rota y un corte en la frente, goteándole sobre el párpado. También parecía fracturado uno de los pómulos. De momento, tendría que hacer unas reparaciones superficiales. Para conseguir una cura más completa, tendría que sumirse en un sueño curativo.
—Si es un dios —preguntó de pronto Drugar, que era la segunda vez que abría la boca desde el rescate—, ¿cómo es que no ha podido detener a los titanes? ¿Por qué ha huido?.
—Porque esas criaturas son engendros del mal —respondió Paithan—. Y todos sabemos que la Madre Peytin y sus hijos se han pasado la eternidad combatiendo al mal.
Lo cual le ponía en el bando del bien, se dijo Haplo con cansada ironía.
—Pero luchó con ellos sin ayuda, ¿no es cierto? —Prosiguió el elfo—. Los mantuvo a raya para que pudiéramos escapar y ahora utiliza el poder del viento para llevarnos a lugar seguro. Ha venido a salvar a mi pueblo...
—¿Y por qué no al mío? —quiso saber Drugar, ceñudo—. ¿Por qué no ha salvado a mi pueblo?.
—Y al nuestro —intervino Rega con un temblor en los labios—. Ha dejado que todo nuestro pueblo muera...
—Todo el mundo sabe que los elfos son la raza escogida... —soltó Roland, lanzando una agria mirada a Paithan. Éste se sonrojó; un leve rubor bañó sus delicados pómulos.
—¡No me refería a eso! ¡Es sólo que...!.
—¡Eh! ¡Callad todos un momento...! —ordenó Haplo. Una vez aliviado el dolor, volvía a pensar con claridad y decidió que iba a tener que ser sincero con aquellos mensch, no porque fuera un gran partidario de la sinceridad, sino porque mentir parecía llevarlo a un montón de problemas—. El viejo se equivoca. No soy ningún dios.
El elfo y los humanos se pusieron a balbucear a la vez y el enano frunció aún más el entrecejo. Haplo levantó una de sus manos tatuadas, pidiendo silencio.
—No importa quién soy, ni lo que soy. Esos trucos que habéis visto son un tipo de magia. Una magia diferente a la de vuestros hechiceros, pero magia al fin y al cabo.
Se encogió de hombros y dio un respingo. Le dolía la cabeza. Le pareció que aquellos mensch no sabrían deducir, por lo que acababa de contarles, que estaban ante su enemigo. Ante su antiguo enemigo. Si aquel mundo se parecía en algo a Ariano, sus pobladores habrían olvidado todo lo referente a los oscuros semidioses que una vez habían pretendido dominarlos. Pero, ¡ay de ellos si lo averiguaban y llegaban a darse cuenta de quién era él en realidad! Haplo estaba demasiado magullado y cansado para andarse con remilgos. No le sería difícil librarse de ellos antes de que causaran más perjuicios. Y, de momento, necesitaba respuestas a una serie de interrogantes.
—¿Qué rumbo? —preguntó. No era aquélla la pregunta más importante, pero los mantendría ocupados a todos.
El elfo levantó un artilugio, lo manipuló con gestos nerviosos y señaló en una dirección. Haplo puso la nave en el rumbo indicado. Habían dejado muy atrás el golfo de Kithni y la escabechina de su ribera. La nave dragón sobrevolaba los árboles, y su sombra se deslizaba sobre el tapiz de mil tonos de verde como un oscuro reflejo de la nave real.
Los humanos y el elfo permanecieron en pie, muy juntos, acurrucados en el mismo rincón y mirando con arrebatada fascinación por la claraboya. De vez en cuando, alguno de ellos dirigía una mirada penetrante hacia Haplo. Sin embargo, éste advirtió que, en ocasiones, también se miraban entre ellos con idéntica suspicacia. Ninguno de los tres se había movido desde que subieran a bordo, ni siquiera mientras discutían, sino que se mantenían tensos, rígidos. Probablemente temían que el menor movimiento dejara la nave fuera de control y la lanzara contra las copas de los árboles. Haplo podría haberlos tranquilizado, pero no lo hizo. Prefería tenerlos allí paralizados, pegados a la cubierta, donde pudiera vigilarlos.
El enano continuó agachado en su rincón. Tampoco él se había movido. En cambio, mantenía su sombría mirada fija en Haplo, sin volverla en ningún momento hacia la claraboya. Sabedor de que los enanos preferían estar bajo tierra siempre que fuera posible, el patryn comprendió que surcar los aires de aquel modo debía de ser una experiencia traumática para Drugar. Con todo, no advirtió temor o inquietud en su expresión. Lo que encontró en ella, extrañamente, fue una gran confusión y una rabia amarga y contenida. Una rabia que, al parecer, iba dirigida contra él.
Alargó la mano como si fuera a acariciar las orejas sedosas del perro y obligó a éste a volver la cabeza, dirigiendo su inteligente mirada hacia el enano.
—Vigílalo —ordenó Haplo en un susurro. El perro levantó las orejas y movió lentamente el rabo a un lado y a otro. Instalándose a los pies de su amo, el animal apoyó la cabeza sobre las patas delanteras, muy atento, con la vista fija en Drugar.
Quedaba el anciano. Un ronquido le indicó a Haplo que no debía preocuparse por Zifnab, de momento. El hechicero estaba tendido boca arriba en la cubierta, con las manos cruzadas sobre el pecho y el rostro cubierto con el sombrero hecho trizas, profundamente dormido. Aunque estuviera fingiendo, sabía que no iba a intentar nada. El patryn meneó su dolorida cabeza.
—Esos seres... ¿Cómo los habéis llamado? ¿Titanes? ¿Qué son? ¿De dónde proceden?.
—Ojalá lo supiéramos —respondió Paithan.
—¿No lo sabes? —Haplo miró al elfo con suspicacia, convencido de que mentía. Después, volvió la vista hacia los humanos—. ¿Vosotros tampoco?.
Los dos movieron la cabeza en gesto de negativa. El patryn buscó con la mirada a Drugar, pero el enano no estaba dispuesto a decir nada.
—Lo único que sabemos —dijo Roland, optando por hablar tras el codazo en las costillas que le propinó su hermana— es que han llegado del norint. Oímos rumores de que habían destruido el imperio Kasnar, y ahora les damos crédito.
—Han barrido a los enanos —añadió Paithan— y... bien... ya has visto lo que han hecho con el reino de Thillia. Y ahora se mueven hacia Equilan.
—¡No puedo creer que hayan salido de la nada! —Haplo insistió en su escepticismo—. ¡Seguro que habíais oído hablar de ellos alguna vez!.
Rega y Roland se miraron y la mujer se encogió de hombros.
—Había algunas viejas leyendas... —dijo—. Cuentos de comadres, de esos que se cuentan por la noche en torno al fuego, cuando todos compiten por explicar la historia más espeluznante. Había una sobre una niñera...
—Cuéntamela —la instó Haplo.
Rega, pálida, dijo que no con la cabeza y apartó el rostro.
—¿Por qué no la dejas en paz? —exclamó Roland con aspereza.
Haplo se volvió hacia Paithan y le preguntó:
—¿Qué profundidad tiene el golfo? ¿Cuánto tardarán en cruzarlo?.
Paithan se pasó la lengua por los labios resecos y exhaló un jadeo entrecortado.
—El golfo es muy profundo, pero podrían rodearlo. Y hemos oído que vienen también por otras partes, por el est.
—Será mejor que me lo contéis todo, creo. Siempre se ha dicho que las viejas comadres guardan la sabiduría de las anteriores generaciones.
—Está bien —dijo Roland con voz resignada—. La leyenda dice que una vieja aya se quedó a cargo de los hijos del rey mientras éste y la reina estaban ausentes, dedicados a los asuntos propios de la realeza. Los pequeños, por supuesto, eran unos niños traviesos y malcriados; muy pronto, consiguieron dejar al aya atada a una silla y se dedicaron a poner el castillo patas arriba.
»Al cabo de un rato, sin embargo, les entró hambre. La vieja aya les prometió prepararles unas galletas si la desataban. Así lo hicieron y la mujer fue a la cocina a hornear las galletas, a las que dio forma humana. La vieja era en realidad una poderosa hechicera y, cuando las tuvo hechas, cogió una de las galletas en forma de hombre y le insufló vida. La galleta creció y creció hasta hacerse mayor que el propio castillo. Entonces, el aya ordenó al gigante que vigilara a los niños mientras ella echaba la siesta. Llamó al gigante titán y...
—Ese término,
titán
—lo interrumpió Paithan—. No es una palabra élfica, ni tampoco humana. ¿Será enana? —inquirió, volviéndose hacia Drugar. El enano movió la cabeza negativamente.
—Entonces, ¿de dónde procede? —Continuó el elfo—. Si supiéramos su sentido original y su procedencia, tal vez nos daría alguna pista.
Era un dardo disparado al azar, pero podía ir a clavarse demasiado cerca del blanco. Haplo conocía la palabra, y su origen. Era un vocablo de su propio idioma, el mismo que hablaban los sartán. Procedía del mundo antiguo y se refería en un principio a los antiguos forjadores de ese mundo. Con el paso del tiempo, el sentido del término se había ampliado hasta convertirse en un sinónimo de gigante. Sin embargo, aquello sugería una idea muy inquietante. Los únicos que podían haber llamado titanes a aquellos monstruos eran los sartán... y ello abría todo un abanico de posibilidades.
—No es más que una palabra —respondió a Paithan—. Continúa con el relato, humano.
—Al principio, los niños tenían miedo del titán, pero pronto descubrieron que era dócil, amable y cariñoso. Entonces empezaron a burlarse de él. Le enseñaron las galletitas con forma humana, las decapitaron a mordiscos y amenazaron al gigante con hacerle lo mismo. El titán terminó tan enfadado que huyó del castillo y... —Roland hizo una pausa y frunció el entrecejo, pensativo—. Qué extraño. No me había dado cuenta de este detalle: en la leyenda, el titán se extravía y va preguntando a la gente con la que se encuentra...
—«... ¿Dónde está el castillo?»—completó la frase Paithan.
—«... ¿Dónde está la ciudadela?»—lo corrigió Haplo.
Paithan asintió, excitado:
—«¿Dónde está la ciudadela? ¿Qué debemos hacer?»
—Sí, eso es lo que preguntaba ese monstruo. ¿Cuál es la respuesta? ¿Dónde está la ciudadela?.
—¿Qué es una ciudadela? —Replicó Paithan, gesticulando como un loco—. ¡Nadie sabe con seguridad qué significa esa palabra!.
—Si alguien tuviera la respuesta a sus preguntas, sería un verdadero salvador —declaró Rega con voz grave y los puños apretados—. ¡Si, al menos, supiéramos qué buscan!.
—Corren rumores de que los hombres y mujeres más sabios de Thillia se pasaban los días y las noches estudiando los libros antiguos, buscando desesperadamente una pista.
—Tal vez deberían haber preguntado a las viejas comadres —apuntó Paithan.
Haplo se frotó las manos con gesto ausente sobre la piedra de gobierno cubierta de runas. Ciudadela significaba «pequeña ciudad». Era otra palabra en el idioma de los Patryn y de los sartán. Ante él, el camino se abría, liso y despejado, en una dirección. Titanes: una palabra sartán para llamar a unos seres que utilizaban la magia sartán y preguntaban por las ciudadelas sartán. Y, en aquel punto, el camino lo conducía de cabeza a un muro de piedra.
Los sartán no habrían creado o adoptado nunca a unos seres tan malévolos y brutales. No los habrían dotado jamás de facultades mágicas... a menos, tal vez, que tuvieran la seguridad de poder controlarlos. Aquellos titanes desmandados, presas de aquella furia asesina... ¿eran tal vez una clara indicación de que los sartán habían desaparecido de aquel mundo como lo habían hecho (con una excepción) de Ariano?.
Haplo observó al hechicero. Zifnab dormía con la boca abierta y el sombrero se le deslizaba lentamente más abajo de la nariz. Un ronquido más potente que el resto hizo que el viejo aspirara el ajado fieltro, casi sofocándose. Entre toses y carraspeos, se incorporó de golpe y miró a su alrededor con aire suspicaz.
—¿Quién ha sido?.
Haplo apartó la vista y empezó a reconsiderar el asunto. Hasta aquel momento, el patryn sólo había conocido a un sartán, el torpe hombrecillo de Ariano que se hacía llamar Alfred Montbank. Y, aunque no se había dado cuenta de ello en aquel instante, más adelante había alcanzado a comprender que había sentido cierta afinidad con Alfred. Aunque mortales enemigos, los dos eran extraños para el resto del mundo..., pero no lo eran entre sí.
Aquel viejo hechicero era un extraño. Para ser más preciso,
era
extraño. Probablemente, no era más que un chiflado, otro de aquellos profetas desquiciados e iluminados. Había desbaratado la magia de Haplo, pero era sabido que los locos hacían muchas cosas insólitas e inexplicables.
—¿Cómo terminaba la leyenda? —se le ocurrió preguntar mientras guiaba la nave en busca de un punto donde posarla.
—El titán encontraba el castillo, regresaba y se zampaba las cabezas de los niños —explicó Roland.
—¿Sabéis? —Intervino Rega en un murmullo—. Cuando era pequeña y oía esa historia, siempre sentía lástima del titán. Siempre me pareció que los niños se merecían su horrible destino. Pero ahora... —Sacudió la cabeza y unas lágrimas corrieron por sus mejillas.
—Nos acercamos a Equilan —anunció Paithan, adelantándose con cautela para asomarse por la claraboya—. Distingo el lago Enthial. Al menos, creo que es eso que brilla a lo lejos, ¿me equivoco? Vista desde arriba, el agua tiene un aspecto extraño.