—Convence a Quinspar para que venga con nosotros, Rega.
La mujer mantuvo los ojos y la sonrisa fijos en el elfo.
—¿No tienes que ir a algún sitio, Roland?.
—Tienes razón. Estoy lleno de esa maldita cerveza.
Roland se incorporó y salió de la taberna en dirección al patio trasero.
La sonrisa de Rega se ensanchó. Paithan vio unos dientes afilados, muy blancos, entre unos labios que parecían teñidos con el zumo de alguna baya. Quien besara aquellos labios, probaría la dulzura...
—Me gustaría que nos acompañaras. No vamos lejos. Conocemos la mejor ruta, atajando por las tierras de los reyes del mar pero por las regiones más agrestes. Por donde vamos, no hay guardas fronterizos. El camino es a veces traicionero, pero no pareces un tipo a quien moleste un poco de riesgo. —La mujer se le acercó un poco más y el elfo captó un leve aroma almizclado que envolvía su piel lustrosa de sudor. Su mano se deslizó sobre la de Paithan—. Mi esposo y yo nos aburrimos tanto en nuestra mutua compañía...
Paithan advirtió premeditación en su actitud seductora. Era lógico que se diera cuenta: su hermana, Aleatha, era una verdadera maestra en aquel arte y le hubiera podido dar lecciones a aquella tosca humana. Al elfo, todo aquello le resultó muy divertido y, desde luego, un verdadero entretenimiento después de los largos días de viaje. Con todo, en algún rincón de su mente, no dejó de preguntarse si la mujer estaría dispuesta a entregar lo que estaba ofreciendo.
«No he estado nunca en el reino de los enanos», reflexionó Paithan. «Ningún elfo ha estado allí. Tal vez merezca la pena ir.»
Ante él apareció una imagen de Calandra; los labios apretados, la nariz huesuda muy pálida, los ojos llameantes. Se pondría furiosa. Un viaje como aquél retrasaría su regreso un mes, por lo menos.
«Pero Cal, escucha», se oyó decir a sí mismo. «He establecido contacto comercial con los enanos. Contacto directo. Sin intermediarios que se lleven tajada...»
—Di que vendrás con nosotros. —Rega le apretó la mano. El elfo advirtió que la humana poseía una fuerza impropia de una mujer, y que tenía la piel de la palma de la mano áspera y encallecida.
—Entre los tres no podríamos dominar a tantos tyros... —respondió evasivamente.
—No los necesitamos todos. —La mujer era práctica, eficiente. Su mano se demoró unos instantes entre los dedos del elfo—. Supongo que has traído juguetes de verdad como tapadera, ¿no? Deshazte de ellos. Véndelos. Luego cargaremos las... hum... la carga más valiosa en sólo tres tyros.
Bien, aquello podía dar resultado. Paithan tuvo que reconocerlo. Además, la venta de los juguetes pagaría de sobra el viaje de regreso de su capataz, Quintín. Los beneficios podían moderar la furia de Calandra.
—¿Cómo podría negarte nada? —contestó, pues, apretando un poco más su mano cálida.
En el otro extremo de la taberna sonó un portazo y Rega retiró la mano, sonrojada.
—Mi marido —murmuró—. ¡Es terriblemente celoso!.
Roland cruzó de nuevo el local mientras se ataba la correa de la bragueta. Al pasar por la barra, se apropió de tres jarras de cerveza destinadas a otros parroquianos y las llevó a la mesa. Las dejó caer sobre ella con estrépito, salpicándolo todo y a todos, y sonrió.
—Bueno, Quinsinard, ¿te ha logrado convencer mi esposa? ¿Vendrás con nosotros?.
—Sí —confirmó Paithan, pensando que Hojarroja no se comportaba en absoluto como los maridos celosos que el elfo había conocido—. Pero tengo que enviar de vuelta a mi capataz a y los esclavos. Mi familia los necesitará en Equilan. Y me llamo Quindiniar.
—Buena idea. Cuanta menos gente conozca nuestra ruta, mejor. Oye, ¿te importa que te llame Quin?.
—Mi nombre es Paithan.
—Estupendo, Quin. Un brindis por los enanos. Por sus barbas y su dinero. ¡Que se queden las unas, que yo me quedaré el otro! —Roland se echó a reír—. Vamos, Rega. Deja de beber ese zumo de uva. Ya sabes que no lo soportas.
Rega volvió a sonrojarse. Con una mirada de desaprobación a Paithan, apartó el vaso de vino. Llevándose una jarra de cerveza a los labios teñidos de jugo de bayas, dio cuenta de su contenido a grandes tragos con aire experto.
«¡Qué diablos!», pensó Paithan, y apuró su cerveza de un trago.
EN ALGÚN LUGAR SOBRE PRYAN
Los lametones de una lengua áspera y húmeda y unos insistentes gañidos sacaron a Haplo de su estado inconsciente. De inmediato, se incorporó hasta quedar sentado con aire pensativo y con sus sentidos pendientes del mundo que lo rodeaba, aunque su mente seguía tratando de recobrarse de los efectos de la sacudida que lo había dejado sin sentido.
Advirtió que estaba en la nave, tendido en el camarote del capitán; había un colchón extendido sobre una litera de madera clavada al casco de la nave. El perro se echó en el catre junto a él, con los ojos brillantes y la lengua colgando. Por lo visto, el animal se había cansado y había decidido que su dueño ya llevaba suficiente tiempo inconsciente.
Al parecer, lo habían conseguido. De nuevo habían cruzado la Puerta de la Muerte.
El patryn no se movió y contuvo su respiración, aguzando el oído y los demás sentidos. No percibió ningún peligro, al contrario que la última vez que atravesara la Puerta. La nave se mantenía equilibrada y, aunque no tenía la menor sensación de movimiento, dio por sentado que estaba volando porque no había efectuado las modificaciones necesarias en sus instrucciones mágicas para que aterrizara. Observó que varias runas emitían su resplandor, anunciando que se habían activado. Las estudió y vio que sus signos mágicos estaban relacionados con el aire, la presión y el mantenimiento de la gravedad. Le pareció extraño y se preguntó por qué se habrían puesto en acción.
Haplo se relajó y acarició las orejas del perro. Una brillante luz solar entraba por la escotilla del techo. Volviéndose perezosamente, el patryn curioseó por la portilla para observar el nuevo mundo al que había accedido.
No distinguió nada, salvo el cielo y, muy lejos, como un círculo de llamas brillantes a través de la calina, el sol. Al menos, aquel mundo tenía un sol; de hecho, tenía cuatro. Recordó que su amo y señor había mostrado sus dudas sobre aquel punto y se preguntó brevemente por qué los sanan no habían incluido aquellos soles en sus mapas. Tal vez fuera porque, como Haplo había descubierto, la Puerta de la Muerte estaba localizada en el centro de aquel cúmulo de soles.
Se levantó de la cama y se dirigió al puente. Las runas del casco y de las alas evitarían que la nave se estrellara contra nada, pero no estaría de más asegurarse de que no estaba flotando ante algún farallón gigantesco de granito.
Pronto comprobó que no era así. La visión desde el puente siguió mostrándole una enorme extensión de aire vacío hasta donde alcanzaba su vista, en todas direcciones: arriba, abajo y a ambos lados.
Haplo se agachó en cuclillas, rascando la cabeza del perro con aire ausente para que el animal se quedara quieto. Aquello no entraba en sus cálculos y no estaba seguro de qué hacer. De alguna manera, aquel vacío brumoso y de un tono azulado ligeramente teñido de verde resultaba tan aterrador como la feroz tormenta perpetua a la que se había visto arrojado al penetrar en el mundo de Ariano. El silencio que lo envolvía ahora resultaba tan atronador como el estruendo ensordecedor del Torbellino. Al menos, la nave no se veía sacudida como un juguete en manos de un niño revoltoso y la lluvia no azotaba el casco, ya dañado por el paso a través de la Puerta de la Muerte. Esta vez, el cielo estaba sereno, sin nubes... y sin un solo objeto a la vista, salvo el sol ardiente.
Aquel cielo despejado producía un efecto casi hipnótico sobre Haplo, y el patryn se obligó a apartar la mirada de él. Luego, avanzó hasta la piedra de gobierno de la nave. Colocó las manos sobre ella, una a cada lado, y completó así el círculo: la mano derecha sobre la piedra, la piedra entre las manos, la mano izquierda en la piedra, la mano unida al brazo, el brazo al cuerpo, el cuerpo al brazo derecho, y el brazo a la mano otra vez. Pronunció las runas en voz alta. La piedra empezó a emitir un resplandor azul entre sus manos y la luz fluyó a través de ellas. Haplo pudo ver las venas rojas de su vida. La luz se hizo más brillante, hasta que casi no pudo seguir resistiéndola, y entrecerró los ojos. El resplandor aumentó aún más y, de pronto, unos rayos de potente luz azul surgieron de la piedra como radios, en todas direcciones.
Haplo se vio obligado a apartar la mirada, volviendo a medias la cabeza para protegerse de los destellos cegadores. Pero tenía que seguir mirando hacia la piedra, tenía que seguir observando. Cuando uno de los rayos de navegación encontrara una masa sólida, una posible tierra donde atracar, rebotaría, volvería a la nave y encendería otra runa de la piedra, que adquiriría un color rojo. Haplo podría entonces dar un rumbo preciso a la nave.
Confiado y expectante, el patryn esperó.
Nada.
La paciencia era una virtud que su raza había aprendido a practicar en el Laberinto, que había asimilado a base de golpes y de penalidades. Si uno perdía la calma, si actuaba impulsivamente o con precipitación, el Laberinto daba cuenta de él. Si era afortunado, uno moría. Si no, si lograba sobrevivir, se llevaba una lección que le perseguía el resto de sus días. Pero aprendía. Sí, uno aprendía...
Haplo aguardó, con las manos en la piedra.
El perro se sentó a su lado con las orejas levantadas, los ojos alerta y la boca abierta en una sonrisa de expectación. Pasó algún tiempo. El perro se tumbó en el suelo con las patas delanteras extendidas y la cabeza erguida, sin dejar de mirarlo y barriendo el suelo con su cola plumosa. Pasó más tiempo. El perro bostezó y apoyó la cabeza entre las patas; sus ojos miraron a Haplo con aire de reproche. Haplo siguió esperando, con las manos sobre la piedra. Los rayos azules habían cesado hacía un buen rato. El único objeto que podía apreciar era el cúmulo de soles, reluciente como una moneda sobrecalentada.
El patryn empezó a preguntarse si la nave seguía volando. Era incapaz de decirlo. Bajo el control de la magia, los cabos no crujían, las alas no vibraban y la nave no producía el menor ruido. Haplo carecía de puntos de referencia, pues no había nubes ni tierra alguna a la vista. No había ningún horizonte por el cual guiarse.
El perro se tumbó de costado y se quedó dormido.
Las runas permanecieron apagadas y sin vida bajo sus manos. Haplo notó que los afilados dientecillos del miedo empezaban a roerle por dentro. Se dijo que estaba reaccionando como un estúpido y no había absolutamente nada que temer.
«Precisamente se trata de eso», respondió una voz dentro de su cabeza. «No hay nada.»
¿Acaso la piedra no funcionaba como era debido? La pregunta cruzó su mente, pero Haplo la rechazó de inmediato. La magia no fallaba jamás. Podían fracasar quienes la utilizaban, pero Haplo estaba seguro de haber activado los rayos correctamente. Los imaginó viajando a increíble velocidad en el vacío, alejándose hasta una distancia tremenda. Si no volvía ninguno, ¿cómo debía interpretarlo?.
Haplo le dio vueltas al asunto. Un rayo de luz que brilla en la oscuridad de una caverna ilumina el camino hasta cierta distancia, hasta que se debilita y termina por difuminarse completamente. El rayo es brillante y concentrado cuando surge de su fuente. Pero cuando se aleja de ella, empieza a descomponerse, a disgregarse. Un escalofrío recorrió la piel de Haplo y le erizó el vello de los brazos. El perro se incorporó de pronto, se sentó sobre los cuartos traseros y enseñó los colmillos con un ronco gruñido en la garganta.
Los rayos azules eran increíblemente poderosos. Tendrían que viajar a una distancia tremenda antes de debilitarse hasta el punto de no poder regresar. ¿O acaso habían encontrado algún tipo de obstáculo? Haplo retiró lentamente las manos de la piedra.
Se acomodó junto al perro y lo acarició. El animal, percibiendo la inquietud de su amo, lo miró con ansiedad, golpeando la cubierta con la cola y preguntando qué hacer.
—No lo sé —murmuró Haplo, oteando el aire vacío y deslumbrante.
Por primera vez en su vida, se sentía totalmente impotente. En Ariano, había librado una batalla desesperada por su vida y no había experimentado el terror que ahora sentía. En el Laberinto se había enfrentado a incontables enemigos muy superiores a él en tamaño y en fuerza —y, a veces, en inteligencia— y nunca había sucumbido al pánico que empezaba a bullir en su interior.
—¡Ya basta de tonterías! —dijo en voz alta, incorporándose de un salto con una energía que acobardó al perro y lo hizo retroceder, apartándose del paso.
Haplo recorrió la nave asomándose a todas las portillas, mirando por todas las rendijas y resquicios, con la desesperada esperanza de ver algo, lo que fuera, en el cielo azul verdoso iluminado por aquellos malditos soles cegadores. Subió a la cubierta y salió junto a las enormes alas de la nave. La sensación del viento azotándole el rostro le proporcionó la primera indicación de que estaba moviéndose realmente por los aires. Agarrado a la borda, asomó la cabeza fuera del casco y contempló el infinito vacío que se extendía debajo de él. Y de pronto se preguntó si estaría mirando realmente hacia abajo. Tal vez estaba volando del revés y lo que veía estaba
arriba.
El patryn no tenía modo de saberlo.
El perro se quedó al pie de la escalerilla, levantó la cabeza hacia su amo y lanzó un gañido. El animal tenía miedo de subir. Haplo se imaginó por un instante cayendo de la cubierta, cayendo y cayendo interminablemente, y comprendió que el perro no quisiera correr tal riesgo. Las manos del patryn, asidas a la borda, estaban bañadas en sudor. Con un esfuerzo, las retiró y volvió abajo corriendo.