La Estrella (31 page)

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Authors: Javi Araguz & Isabel Hierro

Tags: #Juvenil, Romántico

BOOK: La Estrella
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—Escalaremos —contestó el Errante con suficiencia.

—No tenemos arneses, ni corazas, ni siquiera una cuerda con la que…

—Tendremos que valernos por nosotros mismos.

El muchacho y la chica ascendieron por el tramo de escalera que aún se mantenía en pie. Para alcanzar el siguiente peldaño tendrían que dar un salto demasiado largo, así que decidieron buscar otra solución.

—¿No pretenderás saltar hasta allí?

—Hummm… —pensó el Errante—. Espérame aquí.

El chico bajó de nuevo dando ágiles saltos y luego salió apresuradamente al exterior. Minutos después, aparecía cargando algunas de las lianas que cubrían los muros del Cubo.

—Trénzalas con cuidado y asegúrate de que resistirán.

—Pero…

—Vamos, ¡date prisa! Cuando hayas terminado, lánzamelas.

—Pero ¿cómo vas a…

Antes de que Lan pudiera terminar la frase, el Errante ya había saltado al otro lado y se encontraba colgando de un peldaño. Podría haberse precipitado hacia el suelo, pero su estupenda forma física le permitió levantar su propio peso sin problemas, consiguiendo trepar hasta el siguiente escalón.

—¿Aún estás así? —la regañó en tono burlón.

Lan salió de su asombro y obedeció a su compañero. Segundos después, había tejido la cuerda que fijarían a una y otro lado para tender una especie de pasarela.

Una vez superado el tramo peligroso, ascendieron el último trecho de escalera hasta alcanzar el pedestal, que se mostró como un podio de piedra circular con una estrella cincelada en la parte superior, rodeada por cientos de surcos, similares los de las paredes, que se ramificaban hasta conectarse unos con otros.

La muchacha se aferró al podio y miró hacia abajo. Una caída desde esa altura sería mortal, pensó.

—¿Para qué debe de servir esto? —dijo Lan, intentando situarse en el estrecho espacio que quedaba libre entre el pedestal y el Caminante.

—Creo que es bastante obvio —respondió el Secuestrador, señalando un hueco semicircular en el centro del pedestal.

—¿La Esfera?

—Es más o menos del mismo tamaño. Tiene sentido —concluyó.

El muchacho la sacó de su morral y la situó cuidadosamente en el hueco. Encajaba a la perfección, como si siempre hubiera pertenecido a ese lugar.

—Confirmado: es una pieza más del Templo.

—Exacto, es como si fuera una llave o… el corazón de la máquina.

El chico activó el artilugio presionando el círculo superior. Ambos esperaron, llenos de expectación, y…

…no pasó nada.

—Vaya, qué decepción —lamentó la muchacha.

La Esfera se estaba reconfigurando una vez más, pero nada había cambiado desde la última vez. El mismo traqueteo, las mismas vibraciones; consultar el mapa sobre aquel pedestal no cambiaba las cosas.

—¿Y ahora qué? —preguntó Lan con un hilo de voz.

—Yo… no… no lo sé —contestó el chico con aire derrotado.

La muchacha percibió que el Errante estaba a punto de venirse abajo.

—¡Vamos! No hemos llegado hasta aquí para rendirnos ahora, ¿no crees?

—Claro que no, pero… se me han terminado las ideas. ¿Sabes? Creí que… que al entrar aquí se nos revelaría la solución casi como por arte de magia. Esperaba que este lugar nos mostrara claramente cómo salvar al Linde o… ¡No sé! Que simplemente seríamos capaces de ver algo que al resto de Caminantes se les había pasado por alto —confesó—. Pero… tal vez he sido un iluso.

—No, claro que no. Tenías esperanza y debes mantenerla hasta el final —trató de animarlo Lan.

—¿Y de qué sirve la esperanza? No existe, no se puede tocar. Es sólo una idea, un sueño… ¡una mentira! Es un eufemismo como cualquier otro. La esperanza es únicamente una palabra bonita con la que maquillar la realidad —se defendió, recordándole a Lan la actitud derrotista de su primer encuentro.

La muchacha permaneció en silencio, dejando que el Errante se calmara, y después le dijo con voz pausada:

—Significa mucho más que eso. La esperanza es creer más allá de lo que podemos controlar. Es un sentimiento, como la alegría, el miedo o el odio, al que te puedes aferrar incluso en los momentos más difíciles, cuando sabes que ya no puedes hacer nada por ti mismo. Incluso cuando todo está perdido, siempre queda la esperanza.

El Secuestrador la miró con incredulidad. Aunque había perdido a su familia y rozado los dedos de la muerte en más de una ocasión, Lan conservaba la esperanza. Admiraba su valentía y se convenció a sí mismo de que él no era quién para arrebatársela. Las palabras de aquella humana le habían llegado a lo más profundo de su ser; le había dado una lección digna de un Guía, de un maestro. El Errante se sintió avergonzado.

—Gracias.

—¿Gracias? ¿Por qué? —sintió curiosidad la muchacha.

—Por intentar abrirme los ojos cada vez que me ciego. Por estar a mi lado cuando me rindo, como siempre he hecho. Por darme una razón para seguir adelante… porque…

Lan tragó saliva, el chico se había callado y la miraba fijamente. No había acabado la frase. Era evidente que le estaba hablando con el corazón. En ese momento, no le pareció tan alocada la idea de que el Errante pudiera llegar a sentir algo por ella. La muchacha quiso leer en sus ojos las palabras que sus labios no se atrevían a pronunciar, pero él se le adelantó.

—Gracias por… por… —titubeó— por haberme salvado la vida ayer — continuó, dejando en el aire lo que estuviera a punto de decir—. Fuiste muy valiente al enfrentarte a aquella apestosa roca viviente —reconoció, intentando desviar el tema de conversación.

—Sí, claro… —mustió Lan, casi sin voz, intentando no mostrar su decepción. Esperaba otras palabras en boca del muchacho—. Por una vez te he salvado yo —dijo al fin, e intentó mostrarle su mejor sonrisa.

El Errante retiró la mirada disimuladamente. No había sido capaz de confesarle que ya no sabía cómo dirigirse a ella sin sentir la necesidad de rodearla con sus brazos y protegerla con su propia vida. Suspiró y volvió a repetirse quién era y de dónde provenía. Su vida no tenía nada que ver con la de aquella salviana, sólo la casualidad les había unido. Era un Caminante sin nombre y sin tierra, algo que no podía ignorar.

Ensimismada, Lan removió con sus botas la gravilla, precipitando algunas piedrecitas sobre la cabeza del guardián. El eco de las piedras rebotando en el metal reverberó varias veces por el Templo. La joven tragó fuerte y se asomó asustada, temiendo haber despertado a la criatura mecánica.

Pasaron unos segundos y no ocurrió nada. Ni un traqueteo, ni un zumbido; ningún mecanismo se había activado.

—¡Bufff! —suspiró aliviada.

El Secuestrador no dijo nada, pero la censuró con la mirada. Debía andarse con más cuidado o no lograrían salir vivos de allí.

—¿Y qué más podemos hacer?

—No sé… esperar, supongo —respondió ella—. ¿Quién sabe? Quizá al caer la noche este lugar nos muestre…

—¿Es que no te has dado cuenta? —la interrumpió—. Aquí no existe ni el día ni la noche. Es como si…

—… el firmamento estuviera roto —comprendió ella.

En ese instante, el Secuestrador dirigió afligido su mirada hacia la Esfera.

—¿Qué te ocurre?

—Tú lo has dicho. Quizá esté roto —repitió.

—¿Roto? Era sólo una metáfora.

—Ha pasado demasiado tiempo —bufó el Errante, como si hubiera entrado en un callejón sin salida—. Ya no podemos hacer nada.

—Pero… si la Esfera sigue funcionando, ¿por qué no va a ponerse en marcha este lugar? —pensó Lan en voz alta, llena de optimismo.

El muchacho alcanzó el mapa para mostrárselo de cerca. Lan los sostuvo en sus manos.

—A la Esfera le cuesta cada vez más reconfigurarse, por eso los Caminantes la utilizamos tan poco. Ese molesto traqueteo indica que tarde o temprano también dejará de funcionar. Es como si estuviera demasiado oxidada y, puesto que no conocemos su funcionamiento exacto ni el material con que fue fabricada, tampoco podemos intentar repararla.

La muchacha acarició los numerosos surcos y cicatrices que se habían formado en la superficie de aquel artilugio.

Roto.

Todo estaba perdido.

Lan y el Errante se sentaron cada uno a un lado del pedestal apoyando sus espaldas en el podio mientras dejaban las piernas colgando en el vacío. Se quedaron así, en silencio, cada uno perdido en sus propias disertaciones, iluminados por el potente haz de luz que descendía como una cascada para proyectar sus sombras en el suelo del Templo.

Esperaban que algo sucediese. Habían llegado hasta el lugar más recóndito del Linde y se resistían a darse por vencidos, pero habían concluido que no había cura posible. El planeta estaba condenado. Aquel maldito cubo… estaba roto.

22

Tu nombre

O
bservaron durante horas los murales de la pared, los dibujos del suelo y el pedazo de cielo que se mostraba a través de la abertura del techo. Sentados allí arriba, escuchando los relajantes ecos del Templo, parecía posible olvidarse del caos que se cernía a su alrededor. Por fin, Lan cayó presa del sueño y, sin darse cuenta, sus dedos se aflojaron, soltando el morral que contenía la Esfera.

Se escuchó un sonido, como de cristales rotos, probablemente la campana que utilizaban para convocar a las luciérnagas de tierra se había hecho añicos.

—¡Cuidado! —exclamó el Errante.

Demasiado tarde… Cuando el chico se dio cuenta, el mapa ya estaba rodando escaleras abajo.

—¡Oh! ¡No!

La Esfera golpeó uno a uno todos los peldaños, produciendo un estridente sonido metálico. El secuestrador no se lo pensó dos veces y fue tras ella, pero poco después se detuvo para comprobar que estaba dejando un extraño rastro.

—Es… la sustancia —murmuró aterrado.

El último vial que quedaba había estallado sobre el mapa.

—No… no, no-no, ¡No! —maldijo mientras se apresuraba a bajar el resto de la escalinata.

La Esfera por fin llegó al suelo y empezó a rodar a lo largo de la sala. El muchacho corrió tras ella para evitar que se golpeara contra una pared, pero instantes después un fuerte sonido metálico anunció lo inevitable.

El Errante se acercó al artilugio jadeando, con la esperanza de que no se hubiese roto. Lo recogió con sumo cuidado y entonces se quedó boquiabierto.

—No es posible —murmuró.

No tenía ni un solo roce, muy al contrario, la sustancia se estaba extendiendo a lo largo de su superficie oxidada, devolviéndole su brillo original. Ahora, la Esfera parecía haber sido fabricada en oro, plata y cobre.

La había curado.

—¡Lan! ¡Ja, ja, ja! —rio—. ¡Lan! ¡Es increíble!

—¿Qué ocurre?

—¡La Esfera!

Lan abrió los ojos estupefacta. El mapa que el chico sostenía entre sus manos ahora relumbraba como metal bruñido.

—Se ha… reparado —trató de explicar, mientras subía de nuevo las escaleras.

—¡¿Qué?!

—Observa esto. Es como si… como si la sustancia la hubiera devuelto a su estado original.

La chica se acercó todo cuanto pudo para comprobar que el Errante estaba en lo cierto.

—¡Rápido! Vuelve a probarlo. Quizás ahora el pedestal se ponga en funcionamiento.

Sin demora, el Secuestrador introdujo la Esfera en el hueco, descubriendo al instante que ahora encajaba con mayor facilidad. Acarició su superficie hasta llegar al círculo superior, presionó el botón y… el mapa empezó a vibrar. Ya no había rastro de los traqueteos, parecía que todas sus piezas estuvieran perfectamente engrasadas y que las placas que se desplazaban por su superficie encajaran suavemente unas con otras.

***

Cuando la Esfera hubo terminado de reconfigurarse, los surcos cincelados alrededor del pedestal se iluminaron de un color azul intenso que no tardó en extenderse por el resto de la sala.

Y entonces el templo entero empezó a vibrar.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Lan, asustada.

El muchacho siguió con la mirada el brillo azul que recorría los conductos dibujados en el suelo y las paredes. Al principio no estaba seguro de lo que significaba, pero cuando una de las ramificaciones invadió un trozo de pared revestido por el sustrato, comprendió al instante lo que estaba sucediendo.

—Es la sustancia… está «curando» el Cubo de la misma forma que ha reparado la Esfera.

—¿Curándolo? —repitió Lan, incrédula.

De pronto, las paredes, el suelo y el techo se volvieron transparentes, dejando ver el paisaje exterior.

La muchacha no salía de su asombro. El Cubo se había elevado en el aire algunos metros y ahora flotaba como una burbuja.

—Estamos… ¿Volando? Pu… puedo ver a través de las paredes.

—Lan —la llamó el chico—. ¡Mírate las manos! —dijo impresionado.

La salviana, aún con la boca abierta, descubrió que en sus manos aparecieron unas extrañas líneas de color azulado.

—¿Qué nos está ocurriendo? —se asustó.

Los dibujos recordaban claramente los motivos con los que el Cubo estaba decorado. Siguieron extendiéndose por su piel hasta detenerse a la altura del codo y, de pronto, empezaron a brillar de un intenso color turquesa. Tanto el Errante como Lan lucían ahora la misma señal.

—No lo sé, pero no duele. Es como si el Templo nos hubiera marcado — respondió el, siguiendo con sus dedos las líneas que recorrían uno de sus brazos.

—Bien —bufó—, de todas formas… no creo que éste sea nuestro mayor problema —dijo la muchacha, señalando el exterior.

A lo lejos, la Herida seguía supurando toda clase de horrores: criaturas monstruosas, nubes de insectos y Partículas se dirigían en estampida hacia su posición.

—Se siente atraídos por el Cubo. ¡Vienen hacia aquí! —chilló asustada.

El muchacho observó una vez más el dibujo del mural y entonces dio con la clave.

—No la está sosteniendo.

—¿Qué? —dijo, sin dejar de vigilar a las bestias, que cada vez estaban más cerca.

—No está sosteniendo la Esfera. ¡Fíjate! —Señaló el mural—. El rey no la está sujetando —dijo, claramente emocionado—. Está… accionándola.

—No te entiendo.

—Es una llave. ¡El mando de control!

De pronto, algo golpeó una de las paredes del Cubo. Lan estuvo a punto de perder el equilibrio, pero tuvo suficientes reflejos como para aferrarse al pie del pedestal. Segundos después, un enorme come-tierra prendido en llamas mordió una de las esquinas inferiores.

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