La Estrella (14 page)

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Authors: Javi Araguz & Isabel Hierro

Tags: #Juvenil, Romántico

BOOK: La Estrella
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Lan guardó silencio. Seguía sin comprender. Acto seguido, el Secuestrador hizo girar algunos de los remaches de su coraza, activando una especie de garras retráctiles que hasta entonces habían permanecido ocultas bajo sus guantes, botas y rodilleras.

—¡Vaya! ¿Yo también tengo eso? —se sorprendió.

El Errante le señaló uno de los salientes del pecho y ella no dudó un instante en presionarlo. Al momento, surgieron sus garras, chirriando como un cuchillo rascando un plato.

—¡Hummm…! Están algo oxidadas.

—Ya lo creo —bufó Lan—. ¡Espero que aguanten!

El chico cedió el paso a su compañera y después le enseñó a clavar las zarpas en la roca.

—Como puedes ver, no es nada complicado.

Lan asintió y después empezó a ascender sin demasiada confianza. Se sentía como un oso trepando por el tronco de un árbol. Aun así debía admitir que, aunque el traje no dejaba de ser un montón de chatarra vieja, su robustez le daba cierta sensación de seguridad.

El Errante le seguía de cerca, vigilando todos y cada uno de sus pasos. Cuando se encontraron lo suficientemente lejos del suelo para comprender que una caída tendría consecuencias letales, el muchacho se detuvo y llamó la atención de su acompañante.

—¡Eh! Mira, ¡aquí! ¿Lo ves?

—No veo nada —respondió Lan.

—Normalmente no deberíamos ascender más que unos pocos metros, pero los numerosos desprendimientos han esculpido la ladera y cada vez es más difícil conseguir el sustrato. Fíjate, la pared de roca ha cambiado, su textura es… diferente.

La muchacha examinó la pared a la que permanecía sujeta y comprobó que, efectivamente, la sólida roca por la que habían subido estaba ahora cubierta por enormes placas de piedra porosa.

—Tiene… agujeritos —observó.

—Sí, ahí es donde se ocultan los
zímbalos
—explicó.

—¿
Zímbalos
? ¿Qué es eso?

—Los insectos que segregan nuestro sustrato.

Lan quedó pensativa durante unos instantes, hasta que al fin comprendió.

—¿Segregan? Quieres decir que…

—Exacto —la interrumpió—, vamos a recoger excrementos —desveló con una sonrisa burlona.

La muchacha puso los ojos en blanco y observó de nuevo la pared, esta vez arrugando la nariz con gesto desagradable.

—Así que esto es lo que Embo me ocultaba…

—Vamos, ¡no seas tan escrupulosa! Parece coral.

—¿En serio? Nunca he visto un trozo de coral. ¡Y no creo que huela tan mal!

El muchacho se acercó a ella, procurando no tocarla, y le mostró uno de los pedazos que acababa de extraer.

—¿Ves? Se fosiliza muy rápido.

Lan contempló el sustrato, que se asemejaba a un fragmento de carbón azulado, repleto de agujeritos y con cientos de diminutos cristales brillando sobre su superficie.

—Está adherido a la roca. Sólo tienes que arrancarlo con una de las zarpas y guardarlo en el contenedor trasero de tu traje.

Lan comprobó que su coraza también poseía dicho compartimiento y después empezó a buscar el material entre los múltiples recovecos.

—Visto de esa forma, Embo tenía razón; no es tan distinto a recoger setas —bromeó la muchacha.

El chico le devolvió una sonrisa y ambos prosiguieron con la trabajosa tarea.

—Según mi padre, es el mejor abono que existe —explicó—. Dice que es una especie de… «multiplicador de vida» —citó, haciéndose el misterioso.

—¿Y eso qué quiere decir?

—No tengo ni idea —se encogió de hombros.

De pronto escucharon un ruido, como si una tormenta lejana se acercara con rapidez, y la pared empezó a temblar ligeramente.

—¡Un desprendimiento! ¡Cuidado! —gritó él.

Pero para entonces Lan ya había recibido el impacto de una enorme roca en el casco que le protegía la cabeza.

—¿Estás bien? —se preocupó.

—Sí, creo que… sí —respondió ella, algo mareada.

Un nuevo torrente de rocas cayó sobre la armadura de la muchacha, haciéndole perder el equilibrio.

—¡LAAAN! —gritó el Errante, asustado.

La joven consiguió agarrarse a uno de los salientes de la pared, pero aún estaba algo aturdida. No contestó.

—¡Aguanta!

Los cascotes seguían desprendiéndose de la ladera. Lan cerró los ojos, intentando no mirar abajo. Temía precipitarse por el barranco, el saliente donde se encontraba colgada podía desmoronarse de un momento a otro. Asustada, abrió los ojos de nuevo, comprobando que las garras de su coraza se habían deslizado algunos centímetros.

—No… no voy a poder aguantar… mucho… más —dijo por fin, con la respiración entrecortada.

Estaba perdida, el peso de la armadura le imposibilitada saltar hacia donde se encontraba el chico y él no podía sujetarla porque era un Errante.

Las garras se deslizaron unos centímetros más. El saliente no tardaría en ceder.

—No, no, no… —sollozó, aterrada.

—¡Eh! ¡Mírame! —le gritó el chico, tratando de mantenerla concentrada—. ¡Aguanta! ¿Vale? No voy a dejar que… —Y, sin terminar la frase, empezó a balancearse hacia uno y otro lado. Luego, con agilidad felina, soltó sus garras retractiles y saltó hasta conseguir quedarse clavado a tan sólo unos palmos del lugar donde ella se encontraba.

—¿Cómo lo has…?

Para su sorpresa, el chico la rodeó por la cintura con un rápido movimiento y la atrajo hacia su pecho, agarrándola con fuerza.

Instantes después, el saliente se desmoronó montaña abajo. Acababa de salvarla de una muerte segura.

El bombeo de su corazón casi le impedía oír el estruendo de las rocas estrellándose contra el suelo. No sabía si estaba asustada porque había estado a punto de despeñarse o porque se encontraba pegada, muy pegada, a un Errante. Se había librado de la caída, pero ahora estaba convencida de que moriría por el contacto con aquel chico. Inspiró hondo, preparándose para sentir el mismo horrible dolor que le había desgarrado los músculos en la ruptura de Salvia.

—¿Estás bien? —preguntó el Secuestrador con aire preocupado.

«No lo sé» pensó. Pero sus labios no respondieron. La muchacha esperó el hormigueo eléctrico, que esta vez no llegó.

—Abre los ojos, Lan, no pasa nada —intentó tranquilizarla.

Enfrentándose al miedo, ella le hizo caso y miró hacia abajo. Aunque sus cuerpos estaban juntos, su piel no entraba en contacto en ningún sitio con la del Errante; sólo algunas piezas de sus armaduras se encontraban apoyadas. Lan se hallaba encajonada entre la pared y la coraza del chico. Sus pies descansaban sobre los de él. Sintió alivio.

Permanecieron así, pegados el uno al otro, hasta que lograron recuperar el aliento.

—Voy a subir. Esta ladera no soportará nuestro peso durante mucho más tiempo —pensó el muchacho en voz alta—. Tú no tienes que hacer nada, sólo agárrate a mí, ¿vale?

Lan no se atrevió a rechistar, así que asintió y luego se agarró bien fuerte a su espalda.

El miedo desapareció de golpe; ahora se sentía protegida, aunque sabía que, de no haber sido por esas corazas, habría muerto igualmente.

«
Tranquila
», le susurró al oído, haciendo uso de su extraño poder.

Unos minutos después llegaron a la cima. Lan se sintió afortunada y agradeció que el Secuestrador se encontrara en forma, ya que no le había supuesto un problema cargar con ella. Luego, se dejó caer al suelo boca arriba y trató de calmarse mientras respiraba con dificultad.

El chico se sentó a su lado y dijo:

—Igual que recoger setas, ¿eh? —bromeó.

Lan se carcajeó, casi sin fuerza, e impulsivamente desvió su mirada. No sabía cómo actuar, se sentía desconcertada. Poco a poco iba cambiando la concepción que tenía de él. Ya no era el mismo Errante al que una vez consideró un engreído y un traidor; ahora, el muchacho que permanecía a su lado con la mirada perdida en el horizonte era alguien que le importaba. Por fin lo entendió todo: había quebrantado las reglas para salvarle la vida en la ruptura y era el único Errante que había osado desvelar el secreto del mapa. ¿Era valiente o un inconsciente? No estaba segura; aún tenía que responderle a muchas otras preguntas, pero sentía que debía agradecerle su compañía. Como un amigo o, en el mejor de los casos, lo más parecido a un amigo que un Errante podía llegar a ser de una salviana.

Lan contempló las vistas, que desde allí arriba eran magníficas. Las montañas se alzaban esplendorosas a su alrededor, dueñas y señoras del agreste paisaje. Se respiraba tranquilidad. Sus crestas formaban una curiosa secuencia similar a la espina de un reptil, y las nubes de gases emanados por el volcán se limitaban a volar a baja altura, cubriendo casi por completo la ciudad de Rundaris.

Intentó imaginar un mundo donde imperara la Quietud, donde uno no se perdiera nunca, por largo que fuera el paseo, y los pueblos pudieran crecer a sus anchas sin miedo a cualquier tipo de Límite o frontera. Un lugar utópico donde las familias y sus amigos pudieran caminar grandes distancias sólo para saludarse, sin correr ningún tipo de riesgo.

La muchacha desenfocó la vista y se preguntó cómo había llegado hasta allí. ¿Por qué las cosas no podían ser igual de sencillas que cuando sólo era una niña? ¿Volvería a ver a su madre? ¿Seguiría vivo Nao? ¿O tal vez tenía razón el chico… y ya era demasiado tarde para el Linde?

11

Los caminantes de La Estrella

P
ara volver al invernadero decidieron atajar descendiendo por uno de los numerosos caminos que rodeaban la montaña. Aunque ninguno de los dos se encontraba malherido, el cansancio había empezado a hacer mella en sus cuerpos, reduciendo considerablemente la velocidad con que avanzaban.

Llegaron a las instalaciones con la puesta de sol. Había sido un día muy largo, pero se sentían reconfortados porque habían cumplido su objetivo y porque el incidente en que Lan casi pierde la vida había tenido un final feliz. Embo se dirigió a ellos, aliviado, y les dio una calurosa bienvenida.

—¡Habéis vuelto! —celebró—. Empezaba a pensar que os había ocurrido algo; esas montañas son muy traicioneras —murmuró aliviado—. ¡La verdad es que me habéis dado un buen susto!

El muchacho dejó caer el casco de su traje al suelo y entonces dijo:

—No te preocupes. Hemos sufrido un pequeño accidente, pero no ha ido a mayores.

El anciano dio un respingo, dirigiendo rápidamente la mirada hacia la joven.

—¡Oh!, no hay de qué preocuparse. He vuelto de una pieza —le restó importancia Lan.

Embo suspiró y después se frotó las manos lleno de emoción.

—¿Y los sustratos? Habéis conseguido recoger suficien…

El Errante volcó el contenido de su depósito en una cubeta de hierro, dejando pasmado a su interlocutor.

—¡Increíble! Con esa cantidad podremos abonar los distintos niveles durante meses —aplaudió.

—Y eso no es todo. Ella también ha hecho un buen trabajo —reconoció.

—¿En serio? —se sintió orgulloso.

Lan buscó el remache adecuado de su traje para liberar el compartimento, pero no fue capaz de encontrarlo. Finalmente, el Errante se acercó y presionó el botón por ella.

—¡ja, ja, ja! —rio el viejo, emocionado—. ¡Maravilloso! —exclamó, mientras sostenía una de las piezas de sustrato entre los dedos para examinarla de cerca.

El chico permaneció a su lado. Lan levantó la barbilla para verle el rostro mientras él conversaba con el anciano. Era tan alto que ni de puntillas podría ponerse a su nivel. Se quedó mirándolo con aire pensativo, ya que no había mediado palabra desde que habían decidido volver al invernadero.

El Secuestrador desprendió algunas de las piezas de su coraza. Se deshizo de los guantes, las grebas y los protectores de los antebrazos. Después, se dirigió a Embo con curiosidad.

—¿Dónde está mi padre?

El anciano borró la sonrisa de su rostro y le respondió:

—La verdad es que… no lo sé —admitió encogiéndose de hombros—. Se marchó hace horas para llevar a cabo no sé qué experimento en uno de los jardines exteriores, pero aún no ha vuelto.

El muchacho se masajeó las sienes con gesto pensativo.

—¿Tenéis jardín exterior? —se extrañó Lan, recordando que en los alrededores del invernadero no había nada, sólo tierra y rocas.

—No exactamente. En esta montaña hay pequeños bosques, reductos de vegetación que, gracias a su ubicación estratégica, lograban subsistir a pesar de este clima tan poco favorable. A menudo, El Verde los utiliza para llevar a cabo sus investigaciones —explicó el anciano.

El chico se quitó el resto de la armadura y encajó sus piezas unas con otras hasta formar una especie de cubo que dejó recogido en el suelo.

—Estoy cansado, voy a tomar un baño. Embo, por favor, avísame cuando llegue mi padre.

—Claro que sí —asintió conforme.

Lan trató de hacer lo mismo, pero le resultó imposible desmontar su caparazón. Era demasiado aparatoso.

—Déjame ayudarte. —se ofreció el anciano amablemente.

La muchacha observó cabizbaja las armaduras amontonadas en el suelo. Por extraño que le pareciera, le apenaba desprenderse de ellas.

***

Al caer la noche, Lan salió de su habitación en busca de aire fresco, ya que allí hacia un sofocante calor húmedo. Subió hasta el mirador, que se encontraba en el tejado, y se sentó sobre los paneles de ámbar durante largo rato para contemplar el horizonte, empeñado en cambiar de forma una y otra vez. De vez en cuando, se distinguía en la lejanía una cordillera que se transformaba en enormes bloques de hielo, o un hermoso océano azul extendiéndose hasta convertirse en un desierto plegado de dunas. La muchacha pensó que, en ocasiones, aquel desconcertante paisaje morfocambiante podía resultar realmente bello.

En Salvia nunca había tenido la oportunidad de presenciar algo así. Lo máximo que alcanzaba a ver desde el tejado de su casa eran las estrellas y el Bosque de los Mil Lagos, pero nunca el horizonte de forma tan clara, ya que su madre no le permitía acercarse tanto al Límite Seguro. Sin embargo, ahora se encontraba en una montaña que le ofrecía el privilegio de contemplar las constantes rupturas de la Quietud a las que se veía sometido el Linde…

Lan decidió tenderse de la misma forma que lo hacía en el tejado de musgo de su casa y después se dedicó a observar las estrellas. Por una parte, se sentía orgullosa de haber sobrevivido al desierto, aunque con algo de ayuda, de haber aguantado un largo viaje lleno de inclemencias junto a los Errantes y, ahora, de encajar en una ciudad desconocida que no dejaba de abrumarla; pero, por otra, se sentía terriblemente sola. Cada hora, cada minuto y cada segundo debía luchar por su vida, por su futuro, por su familia. No podía relajarse, no debía rendirse por agotador que todo aquello le resultara. Recordó con cariño las aventuras que imaginaba junto a Nao mientras tomaban el sol tras un baño en el lago, las experiencias que vivirían cuando él se hiciera Corredor y ella lo acompañara en alguno de sus viajes, convirtiéndose así en rebeldes que no temerían a las fronteras, sintiéndose libres. Sin embargo, sabía que aquello era cosa de niños y que ahora se enfrentaban a la realidad.

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