La estancia azul (8 page)

Read La estancia azul Online

Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: La estancia azul
12.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Gillette estaba de acuerdo:

—Todo manipulador de ingeniería social que se precie se viste para el engaño. Tengo amigos que se han cosido ellos mismos uniformes de guardalíneas de Pac Bell.

—Eso es bueno —le dijo Tony Mott a Bishop, como si estuviera almacenando toda esta información en un curso mental de educación continuada.

Anderson asintió ante el consenso provocado por esta sugerencia. Shelton llamó a la Central de Homicidios de San José y lo preparó todo para que unos agentes comprobaran si las muestras de adhesivo eran o no de goma teatral.

Frank Bishop se quitó la chaqueta de su traje barato y la colocó con cuidado en el respaldo de una silla. Miró fijamente la foto y la pizarra blanca, con los brazos cruzados. La camisa volvía a escapársele del pantalón. Vestía botas con puntera. Cuando Gillette estaba en la universidad, algunos amigos de Berkeley alquilaron una película obscena para una fiesta: una cinta de machos de la década de los años cuarenta o cincuenta. Uno de los actores vestía exactamente igual que Bishop.

Bishop arrebató el informe de las manos de Shelton y le echó una ojeada. Luego alzó la vista:

—El camarero comentó que la víctima había tomado un martini y el asesino una cerveza light. Pagó el asesino. Si pudiéramos localizar la factura podríamos encontrar alguna huella.

—¿Y cómo va a hacer eso? —era el corpulento Stephen Miller quien hacía la pregunta—. Lo más seguro es que el camarero las tirase al cerrar el bar anoche.

Bishop miró a Gillette:

—Pondremos a unos cuantos agentes a hacer lo que él sugirió: husmear basuras —y le dijo a Shelton—: Diles que busquen una nota de un martini y una cerveza light en los cubos de basura del bar, con la hora fechada alrededor de las siete y media.

—Eso les llevará años —dijo Miller.

Bishop ya había cumplido con su parte y quedó en silencio, sin prestar atención al policía de la UCC. Shelton llamó a los agentes de la Central para que se pusieran manos a la obra.

Entonces Gillette se dio cuenta de que nadie quería tenerlo cerca. Vio que todo el mundo llevaba la ropa limpia, el pelo oliendo a champú y las uñas libres de mugre.

—Oiga, ya que contamos con unos minutos antes de que el ordenador esté listo —le dijo a Anderson—, me pregunto si no habrá una ducha por aquí…

Anderson se tocó el lóbulo que mostraba el estigma de una vida anterior y se echó a reír:

—No sabía cómo traerlo a colación —le dijo a Mott—: Llévalo al vestuario de empleados. Pero quédate cerca: recuerda que es un recluso.

El joven policía asintió y condujo a Gillette por el pasillo. No paró de comentar las ventajas del sistema operativo Linux, una variante del Unix clásico, que mucha gente empezaba a utilizar en vez de Windows. Conversaba con entusiasmo y sabía de lo que hablaba. Hizo algunas bromas sobre los hackers que habían detenido y escuchó con atención los comentarios de Gillette. No obstante, el joven policía conservaba la mano muy cerca de su enorme pistola en todo momento.

Mott le explicó que la «Patrulla geek» necesitaba al menos otra media docena de policías a tiempo completo, pero no había presupuesto. No podían dar abasto con todos los casos que se les presentaban (desde hackers hasta acosadores cibernéticos, pasando por pornografía infantil y pirateo de software) y el volumen de trabajo aumentaba mes a mes.

—¿Por qué entraste en el cuerpo? —le preguntó Gillette—. ¿En la UCC?

—Creía que iba a ser apasionante. Me gustan las máquinas y supongo que se me dan bien pero andar revisando códigos en un caso de violación de copyright no es tan excitante como esperaba. No es como bajar las pistas de esquí de Vail. Creo que soy un adicto a la velocidad.

—¿Y qué pasa con Linda? —dijo Gillette—: ¿Es también ella una geek?

—No. Es lista pero no lleva las máquinas en la sangre. Fue pandillera en Lechugalandia, ya sabes, Salinas. Luego se metió en Trabajo Social y se inscribió en la academia. Hace unos años le pegaron un tiro a su compañero en Monterrey, lo dejaron malherido. Linda tiene una familia de la que ocuparse (la hija embarazada y otra que está en el instituto) y su marido nunca para en casa. Es agente de inmigración. Así que decidió moverse al lado más tranquilo del oficio.

—Justo lo contrario que tú.

—Eso parece —dijo Mott, riendo.

Mientras Gillette se secaba tras la ducha, Mott puso unas cuantas de sus prendas de deporte sobre una banca. Una camiseta, unos pantalones de chándal negros y un impermeable. Mott era más bajo que Gillette pero más o menos tenían la misma talla.

—Gracias —dijo Gillette, poniéndose la ropa. Se sentía de maravilla después de haber borrado de su cuerpo delgado un tipo particular de mugre: el residuo de la cárcel.

Cuando volvían a la sala principal, pasaron por una pequeña cocina. Tenía una cafetera, una nevera y una mesa sobre la que había un plato de donuts. Gillette se paró y miró los dulces: se sentía hambriento. Vio que también había un armario.

—Supongo que no tendréis Pop–Tarts por aquí, ¿no?

—¿Pop–Tarts? No, pero come un donut.

Gillette se acercó a la mesa y se sirvió café. Luego tomó un donut de chocolate.

—No, uno de ésos no —dijo Mott. Se lo arrebató a Gillette de la mano y lo tiró al suelo. Botó como si fuera una pelota.

Gillette se quedó perplejo.

—Los ha traído Linda. Es una broma —cuando Gillette se le quedó mirando, añadió—: ¿Es que no lo pillas?

—¿Qué es lo que no pillo?

—¿Qué día es hoy?

—No tengo ni idea.

—Es
April's Fool
, el 1 de abril: nuestro Día de los Inocentes —apuntó Mott—. Son donuts de plástico. Linda y yo los hemos puesto esta mañana aquí y estábamos esperando que Andy viniera a hincarles el diente, pero aún no lo ha hecho. Parece que está a dieta —abrió el armario y sacó una caja de donuts de verdad—. Toma.

Gillette lo comió en un abrir y cerrar de ojos.

—Vamos, toma otro —dijo Mott.

Le siguió otro, que tragó con enormes sorbos de café del tazón que se había servido. Era lo mejor que había probado en mucho tiempo.

Mott agarró un bote de zumo de zanahoria de la nevera y volvieron a la zona principal de la UCC.

Gillette echó una ojeada al corral de dinosaurios, a los cientos de boas desconectadas que dormían en las esquinas y a los conductos del aire acondicionado, con la mente revuelta. Pensaba en algo. Frunció el entrecejo.

—Uno de abril, ¿eh? ¿Así que el asesinato tuvo lugar el 31 de marzo?

—Así es —respondió Anderson—. ¿Es algo significativo?

—Lo más seguro es que sea una coincidencia —dijo Gillette, dubitativo.

—Desembucha.

—Bueno, es sólo que el 31 de marzo es un día señalado en la historia de la informática.

—¿Por qué? —preguntó Bishop.

Una voz grave de mujer habló desde el pasillo:

—¿No es la fecha de la aparición del primer Univac?

Capítulo 00000110 / Seis

Al volverse se toparon con una treintañera desenfadada de pelo castaño, que vestía un desafortunado chándal gris y unos gruesos zapatos negros.

—¿Patricia? —preguntó Anderson.

Ella hizo un gesto afirmativo y entró en la sala, saludando con la mano.

—Ésta es Patricia Nolan, la consultora de la que os he hablado. Trabaja en el Departamento de Seguridad de Horizon On–Line.

Horizon era el mayor proveedor de servicios comerciales por Internet del mundo, incluso mayor que America Online. Tenía decenas de millones de suscriptores registrados y cada uno de ellos podía contar con hasta ocho nombres diferentes de usuarios, para amigos o familiares, y durante un tiempo fue habitual que un gran porcentaje del mundo que miraba las cotizaciones en bolsa, engañaba a otra gente en los chats, leía los últimos cotilleos de Hollywood, compraba cosas, comprobaba el pronóstico del tiempo, escribía o recibía correos electrónicos o se descargaba porno suave de la red lo hiciera vía Horizon On–Line.

Nolan escudriñó el rostro de Gillette durante un instante. Echó una ojeada a su tatuaje con la palmera. Y a sus dedos, que tecleaban de forma compulsiva en el aire.

—Horizon nos llamó cuando oyeron que la víctima era una de sus clientes y se ofrecieron a enviarnos ayuda —explicó Anderson—. Por si alguien había entrado en sus sistemas.

El detective le presentó al grupo y ahí fue donde Gillette la examinó a fondo. Las modernas gafas de sol de diseño, probablemente compradas en un impulso, no ayudaban mucho a hacer que su rostro, algo masculino y bastante vulgar, pareciera un poco menos vulgar. Pero los feroces ojos verdes detrás de esas gafas eran muy rápidos, y supo que ella también estaba entusiasmada por encontrarse en un antiguo corral de dinosaurios. Su complexión era floja, viscosa y oscurecida por un maquillaje muy grueso que podría haber estado de moda, aun incluso siendo entonces excesivo, en la década de los años setenta. Tenía la piel muy pálida, y Gillette apostó a que ella no habría salido al aire libre más que unas pocas horas en el mes pasado. Su pelo castaño era muy grueso y le caía en medio de la cara.

Después de los apretones de manos, ella se acercó inmediatamente a Gillette. Jugó con un mechón de su cabello enroscándolo entre los dedos y, sin preocuparse de si les podrían oír o no, dijo de pronto:

—He visto cómo me has mirado cuando has oído que yo trabajaba para Horizon.

Los verdaderos hackers despreciaban a Horizon On–Line, como despreciaban a todos los grandes proveedores comerciales de servicios de Internet (AOL, CompuServe, Prodigy y los demás). Los wizards usaban programas de telnet para saltar directamente desde su ordenador a otros y surcaban la red con browsers customizados diseñados para el viaje interestelar. Nunca se les ocurriría usar proveedores de Internet exiguos y de pocos caballos de potencia como Horizon, que estaban diseñados para el entretenimiento familiar.

A los subscriptores de Horizon se les conocía con nombres como «HOdidos» o «HOpardillos». O, siguiendo la última denominación de Gillette, simplemente como los «HO».

—Y, para poner todas las cartas sobre la mesa —prosiguió Nolan, hablando para Gillette—, te diré que estudié la carrera en el Tecnológico de Massachusetts y que me gané el master y el doctorado en Informática en Princeton.

—¿En el IA? —preguntó Gillette—. ¿En Nueva Jersey?

El laboratorio de Inteligencia Artificial de Princeton era uno de los mejores del país. Nolan hizo un gesto afirmativo:

—Eso mismo. Y también he pirateado un poco.

A Gillette le chocó que ella se justificara ante él (el recluso del grupo, a fin de cuentas) y no ante la policía. Había percibido un tono algo tajante en su voz, y la escena parecía ensayada. Supuso que eso se debía al hecho de que fuera mujer: la Comisión para la Igualdad en las Oportunidades de Empleo no tenía potestad para acabar con los perennes prejuicios de los hackers varones contra las mujeres que buscaban hacerse un sitio en la Estancia Azul. No sólo se las expulsa de los chats y de los boletines de noticias, sino que a menudo se las insulta y hasta se las amenaza. Las chicas que quieren dedicarse a la piratería informática tienen que ser más listas y diez veces más duras que sus homólogos masculinos.

—¿Qué era eso que decías sobre Univac? —preguntó Tony Mott.

—Es todo un acontecimiento en el Mundo de la Máquina —contestó Gillette.

—31 de marzo de 1951 —completó Nolan—. La primera Univac se construyó para la Oficina del Censo para llevar a cabo operaciones regulares.

—Pero ¿qué es Univac? —preguntó Bob Shelton.

—Significa Universal Automatic Computer, Ordenador Automático Universal.

—En informática las siglas están a la orden del día —comentó Gillette.

—Quizá queda más claro si decimos que el Univac es uno de los primeros superordenadores modernos que conocemos —añadió Nolan—. Claro que ahora uno puede comprarse un portátil que es mucho más rápido y hace un millón de cosas más.

—¿Y eso de la fecha? —inquirió Anderson—. ¿Creéis que es una coincidencia?

—No lo sé —Nolan se encogía de hombros.

—Quizá nuestro asesino siga algún esquema —sugirió Mott—. Vamos, que tenemos la fecha de un acontecimiento en el mundo de los ordenadores y un asesinato sin motivo en el corazón de Silicon Valley.

—Desarrollemos eso —dijo Anderson—. Hay muchas más fechas, así que busquemos si ha habido otros crímenes sin resolver en otras áreas de concentración de altas tecnologías. En el año pasado, por ejemplo. Buscad en Seattle, Portland… Allí tienen un Silicon Forest. Y Chicago tiene un Silicon Prairie. Y la 128 a las afueras de Boston.

—Austin, Texas —añadió Miller.

—Vale. Y la carretera de peaje al aeropuerto de Dulles a las afueras de Washington D. C. Empecemos por ahí y veamos con qué nos topamos. Enviad la petición al VICAP.

Tony Mott introdujo algunos datos y en unos minutos conseguía respuesta. Leyó la pantalla y dijo:

—Hay algo en Portland. El 15 y el 17 de febrero. Dos asesinatos sin resolver, un mismo modus operandi y además muy similar al que nos ocupa: las dos víctimas fueron acuchilladas en el pecho y murieron de las heridas. Se supone que el sospechoso es blanco, de unos veintitantos. Las víctimas fueron un ejecutivo de una rica corporación y una atleta profesional.

—¿15 de febrero? —preguntó Gillette.

Nolan lo escrutó.

—¿ENIAC?

—Justo —apuntó el hacker antes de explicarse—. ENIAC fue un proyecto parecido al de Univac pero más antiguo. Salió en los cuarenta. Se celebra el 15 de febrero.

—¿Y qué significa esa sigla?


Electronic Numerical Integrator and Calculator
. O sea: calculadora e integradora numeral electrónica —como todos los hackers, era un loco de la historia de la informática.

Llegó otro mensaje de VICAP. Gillette le echó una ojeada y aprendió que esas letras significaban «Programa de Aprehensión de Criminales Violentos» del Departamento de Justicia.

Así que los policías usaban tantas siglas como los hackers.

—Tíos, hay uno más —dijo Tony Mott leyendo la pantalla.

—¿Más? —preguntó Stephen Miller, desanimado. Estaba ordenando con la mirada perdida el montón de disquetes y papeles que atiborraba su mesa, de una altura de varios centímetros.

—Un diplomático y un coronel del Pentágono (ambos con escolta) fueron asesinados en Herndon, Virginia, hace aproximadamente dieciocho meses. En sólo dos días. Ese es el pasillo de alta tecnología de la carretera del aeropuerto de Dulles… Voy a pedir el informe completo.

Other books

Unwritten by Lockwood, Tressie
Falling More Slowly by Peter Helton
Dispossession by Chaz Brenchley
Howl for It by Laurenston, Shelly; Eden, Cynthia
Backlash by Sally Spencer
Losing Ladd by Dianne Venetta
Fatal Exposure by Lia Slater
PHANTOM IN TIME by Riley, Eugenia