—Siempre lo estoy —Lara miraba la puerta con desasosiego mientras se encaminaban hacia ella.
Se dijo que todo eso era una paranoia. Por un momento pensó que debía buscarse un trabajo serio, como toda esa gente del bar. Que no debía estar tan metida en el mundo de la violencia.
Eso, todo era una paranoia…/p>
Pero, aunque así fuera, ¿por qué había acelerado el joven de las trenzas rastafaris cuando ella se había introducido en el aparcamiento y lo había mirado?
Will salió y abrió su paraguas, colocándolo de tal forma que los cubriera a los dos.
Lara recordó otra regla para la protección urbana: «Nunca seas demasiado orgullosa ni demasiado vergonzosa a la hora de solicitar ayuda».
Y, no obstante, cuando Lara estaba a punto de pedirle que la acompañara hasta su coche tras haber recogido las fotos, pensó que si el chaval de la furgoneta fuera de verdad una amenaza, ¿no sería egoísta por su parte pedirle a él que se pusiera en peligro? Al fin y al cabo estaba casado y acababa de ser padre, tenía gente que dependía de él. Parecía injusto hacerle…/p>
—¿Algo va mal? —preguntó Will.
—No, de verdad.
—¿Estas segura? —insistió él.
—Bueno, creo que alguien me ha seguido hasta el restaurante. Un muchacho.
Will miró a su alrededor.
—¿Lo ves por algún lado?
—Ahora no.
Él preguntó:
—Tienes una página web, ¿no? Para ayudar a las mujeres a protegerse solas.
—Sí, así es.
—¿Crees que él la conoce? Quizá te esté acosando.
—Podría ser. Te sorprendería la cantidad de correo lleno de odio que me llega.
Él sacó el teléfono móvil.
—¿Quieres llamar a la policía?
Ella lo sopesó.
Nunca seas demasiado orgullosa ni demasiado vergonzosa a la hora de solicitar ayuda.
—No, no. Sólo que…¿te importaría acompañarme hasta mi coche cuando me hayas dado las fotos?
Will sonrió.
—Claro que no. No es que sepa kárate, pero a la hora de pedir auxilio puedo gritar como el que más.
Ella rió.
—Gracias.
Caminaron por la acera del restaurante y ella comprobó los coches. Como en cualquier otro aparcamiento de Silicon Valley, había docenas de automóviles Saab, BMW y Lexus. No obstante, no se veían furgonetas. No había chavales. No había manchas de sangre.
Will señaló el lugar donde había aparcado, en el espacio de atrás. Dijo:
—¿Lo has visto?
—No.
Fueron por el callejón hasta su coche, un Jaguar inmaculado.
Dios, ¿es que en Silicon Valley tenían que estar forrados todos salvo ella?
El sacó las llaves del bolsillo. Caminaron hasta el maletero.
—Sólo saqué dos rollos en la boda. Pero algunas fotos son muy buenas —abrió el maletero, se detuvo y miró alrededor. Ella hizo lo mismo. Estaba completamente desierto. Ahí no había ningún coche aparte del suyo.
Will la miró.
—Seguro que andabas pensando en las greñas.
—¿Greñas?
—Sí —dijo él—. Las greñas de rastafari.
Su voz era distinta, más grave, abstraída. Él aún sonreía pero ahora su rostro era distinto. Parecía hambriento.
—¿Qué es lo que quieres decir? —apuntó Lara con calma, aunque el miedo se había apoderado de ella. Se fijó en que una cadena bloqueaba el acceso al aparcamiento. Y supo que él la había amarrado después de haber aparcado su coche: de esta manera, nadie más podía aparcar ahí.
—Era una peluca.
«Dios mío, Dios mío», pensó Lara Gibson, que no había rezado en veinte años.
Él la miró a los ojos, rastreando su miedo.
—Hace ya rato que aparqué el Jaguar aquí. Después, robé la furgoneta y te seguí desde tu casa. Con la ropa de camuflaje y la peluca puesta. Ya sabes, para que estuvieras nerviosa y paranoica y quisieras tenerme cerca…Conozco tus reglas, todo eso de la protección urbana. Nunca vayas a un aparcamiento vacío con un hombre. Un hombre casado es más seguro que un hombre soltero. ¿Y qué opinas de mi retrato de familia? —Hizo un gesto señalando su billetera—: Bajé una foto de la revista Padres y la retoqué un poquito.
—¿Tú no eres… —susurró ella desesperada.
—¿El primo de Sandy? Ni siquiera lo conozco. Escogí a Will Randolph porque es alguien a quien tú conoces de refilón y que se me parece algo, o esa impresión me dio, al menos. Y ya puedes sacar esa mano del bolso.
Él sostenía un tubo de spray antiagresores.
—Lo tomé mientras salíamos.
—Pero…—ahora gimoteaba con desesperación, con los hombros caídos—. ¿Quién eres? Ni siquiera me conoces…/p>
—Eso no es cierto, Lara —susurró él, que estudiaba su angustia de la misma manera que un maestro tiránico de ajedrez examina el rostro de su vencido oponente—. Lo sé todo sobre ti. Todo, todo, todo.
«Despacio, despacio…
«No los estropees, no los rompas.»
Uno por uno, los diminutos tornillos salían de la carcasa negra de la pequeña radio y caían en los dedos largos y extremadamente musculosos del joven. En una ocasión estuvo a punto de desbastar la cabeza de uno de esos minúsculos tornillos y tuvo que parar, arrellanarse en la silla y observar por el ventanuco el cielo nublado sobre el condado de Santa Clara, hasta que se hubo relajado. Eran las ocho de la mañana y ya llevaba dos horas con esa faena tan trabajosa.
Los doce tornillos que protegían la carcasa de la radio salieron por fin y quedaron pegados en la lengua adherente de un post–it amarillo. Wyatt Gillette extrajo el armazón de la Samsung y se puso a estudiarlo.
Su curiosidad, como siempre, lo empujaba hacia delante como si de una carrera de caballos se tratara. Se preguntó por qué los diseñadores habían permitido que hubiera tanto espacio entre las distintas placas, por qué el sintonizador había utilizado un cable de ese determinado calibre, cuál sería la mezcla de metales utilizada en la soldadura.
Quizá éste fuera el diseño óptimo, quizá no.
Tal vez los ingenieros habían actuado con pereza o se habían distraído…/p>
¿Existía una forma mejor para construir una radio?
Siguió desmantelándola, desatornillando las diferentes placas.
«Despacio, despacio…
A los veintinueve años, Wyatt Gillette tenía el rostro enjuto de un hombre que mide uno ochenta y cinco y sólo pesa sesenta y nueve kilos, un hombre del que la gente siempre pensaba: «Alguien tendría que engordarlo un poco». Tenía el cabello muy oscuro, casi azabache, y hacía tiempo que no se lo había lavado ni peinado. En su brazo derecho lucía un tatuaje chapucero, una gaviota que vuela sobre una palmera.
Sintió un escalofrío repentino provocado por el fresco de la mañana de primavera. Una convulsión hizo que sus dedos malograran la ranura de la cabeza de uno de los pequeñísimos tornillos. Jadeó con rabia. Gillette tenía mucho talento para la mecánica, pero nadie puede ir muy lejos sin las herramientas adecuadas, y él estaba usando un destornillador hecho de un clip de sujetar papeles. No poseía más herramientas que eso y sus propias uñas. Hasta una navaja habría sido de más ayuda, pero no cabía encontrar tal cosa allí donde se hallaba, en la residencia temporal de Gillette: la cárcel masculina de media seguridad de San José, California.
«Despacio, despacio…
Una vez que hubo desmantelado la placa de circuitos, localizó el Santo Grial que andaba buscando (un pequeño transistor gris) y dobló sus menudos cables hasta que se quebraron. Acto seguido, montó el transistor en otra plancha de circuitos, trenzando los extremos de los cables con mucho cuidado para que hicieran contacto (habría dado lo que fuera por un poco de estaño de soldadura, pero eso tampoco estaba a disposición de los reclusos).
Justo cuando acababa de hacerlo se oyó un portazo y unos pasos resonaron en la galería. Gillette alzó la vista, alarmado.
Alguien se acercaba a su celda. «Cristo bendito, no», pensó Gillette. Los pasos estaban a seis metros. Escondió la plancha de circuitos en la que había estado trabajando entre las páginas de un ejemplar de la revista Wired y devolvió los componentes restantes a la carcasa de la radio. La dejó pegada a la pared.
Se tumbó en el catre y comenzó a hojear otra revista, 2600, la gaceta de los hackers, mientras rezaba al Dios multiusos, a aquél con quien incluso los reclusos ateos hacen tratos al poco tiempo de estar entre rejas: «Por favor, que no registren la celda. Y, si lo hacen, por favor, que no encuentren el circuito».
El guardia puso el ojo en la mirilla y dijo:
—En posición, Gillette.
El recluso se levantó y fue al fondo de la cámara, con las manos en la cabeza.
El guardia penetró en la pequeña celda en penumbra. Pero no se trataba de un registro. Esposó las manos extendidas de Gillette y lo sacó afuera.
En el cruce de corredores entre la galería de reclusión administrativa y la galería de presos comunes, el guardia torció y condujo al interno a un pasillo que a éste no le resultó familiar. Se oían sonidos apagados de música y gritos provenientes del patio de ejercicios, y en unos instantes se adentraban en un habitáculo provisto de una mesa y dos bancos, todo ello anclado al suelo. Sobre la mesa había anillas para las esposas del recluso pero el guardia no amarró las de Gillette en ellas.
—Siéntate.
Gillette así lo hizo. ¿A qué venía todo esto?
El guardia salió y la puerta se cerró tras él, dejando a Gillette a solas con su curiosidad. Se sentó temblando en aquel habitáculo sin ventanas que en ese momento le parecía menos un lugar del Mundo Real que una escena de un juego de ordenador, uno de esos que están ambientados en la Edad Media. Decidió que ésa era la celda en la que se amontonaban los cuerpos rotos de los herejes tras el potro de tortura, a la espera del hacha del verdugo.
* * *
Thomas Frederick Anderson era un tipo con muchos nombres.
Tom o Tommy cuando estaba en la escuela primaria.
Una docena de motes como Stealth o CryptO cuando era estudiante de instituto en Menlo Park y actualizaba tableros de anuncios y programaba en antiguos Trash–80, en Commodores y en los primeros Apple.
Había sido T. F. cuando trabajó para los departamentos de seguridad de AT&T, Sprint y Cellular One, localizando a hackers, a perturbados y a acosadores telefónicos; sus colegas decidieron que esas iniciales respondían al apelativo de «Tenaz Follador», dado el noventa y siete por ciento de éxito que tuvo a la hora de ayudar a la policía a detener maleantes.
Había tenido otros nombres ya como detective de la policía en San José: usó, en chats de Internet, apodos como Lolita334, LonelyGirl o BrittanyT cuando escribía extraños mensajes atribuibles a niñas de catorce años para pedófilos. Éstos elaboraban estrategias para seducir a estas ficticias chicas de ensueño y las conducían hasta centros comerciales del extrarradio, donde pretendían mantener con ellas encuentros galantes, para acabar comprobando que sus citas eran, a la hora de la verdad, con media docena de policías provistos de órdenes de detención y armas.
Últimamente se referían a él como Dr. Anderson (al presentarlo en jornadas o charlas sobre informática) o como Andy a secas.
En los documentos oficiales se leía: teniente Thomas E. Anderson, jefe de la Unidad de Crímenes Computerizados de la Policía del Estado de California.
Era larguirucho, de pelo castaño muy rizado y cuarenta y cinco años de edad, y ahora marchaba junto a un alcaide mofletudo por el fresco y desolado pasillo de la Institución Correccional de San José: o San Ho, como se la conocía entre delincuentes y policías. Los acompañaba un guardia latino muy musculoso.
Caminaron por el pasillo hasta llegar a una puerta. El alcaide hizo un gesto de asentimiento. El guardia la abrió y Anderson entró, al tiempo que le echaba un ojo al preso.
Wyatt Gillette estaba muy blanco, lucía «moreno de hacker», que es como se designaba de forma irónica esa extremada palidez, y también estaba muy delgado. Tenía el pelo mugriento, lo mismo que las uñas. Daba la impresión de que no se había duchado ni afeitado en varios días.
El policía advirtió que los ojos castaños de Gillette lo miraban de forma un tanto rara: como si lo hubieran reconocido.
—Usted es…Es Andy Anderson, ¿no? —preguntó.
—Querrás decir «detective» Anderson —le corrigió el alcaide.
—Dirige la Conferencia Anual de la División de Crímenes Informáticos del Estado —dijo Gillette.
—¿Me conoces?
—Escuché su ponencia en la Comsec hace unos años.
La asistencia a la Conferencia Comsec, sobre informática y seguridad en la red, estaba restringida: sólo entraban profesionales del sector de la seguridad y defensores de la ley y no se permitía el acceso a extraños. Anderson sabía que colarse en el ordenador del registro y agenciarse las acreditaciones pertinentes era uno de los pasatiempos de todo hacker joven en el ámbito nacional. Sólo dos o tres de ellos habían sido capaces de conseguirlo en toda la historia de la conferencia.
—¿Cómo lograste entrar?
Gillette se encogió de hombros.
—Encontré una acreditación que alguien había tirado.
Anderson asintió con escepticismo.
—¿Qué te pareció mi ponencia?
—Estoy de acuerdo con lo que dijo: los chips de silicio quedarán obsoletos en unos cuantos años. Los ordenadores funcionarán con electrónica molecular. Y eso significa que los usuarios tienen que empezar a buscar nuevas formas de protección frente a los hackers.
—Nadie más pensó eso en la conferencia.
—Lo abuchearon —recordó Gillette.
—¿Tú no?
—No. Tomé notas.
El alcaide se apoyó en una pared mientras el policía se sentaba frente a Gillette y abría un fichero para echarle una ojeada y refrescarse la memoria.
—Te queda un año de la condena de tres a cinco que se te impuso bajo el Acta Federal de Privacidad Informática. Entraste en los ordenadores de la Western Machine y les robaste los códigos originales de la mayor parte de sus programas.
El código original es la cabeza y el cerebro del software, y su propietario lo guarda como oro en paño. Si se lo roban, significa que el ladrón puede quitar la identificación y los códigos de seguridad sin grandes problemas y así reembalar el software y venderlo a su nombre. La piratería, la copia de discos de software ajeno, resulta muy fácil de identificar y, por tanto, de probar ante un juez. Pero tratar de probar que un software muy parecido al de aquel que posee los derechos de copyright está basado en realidad en códigos robados es una auténtica pesadilla, y a veces incluso imposible. Los mayores activos de Western Software eran, de hecho, los códigos originales de los juegos, de las aplicaciones para negocios y de los programas utilitarios de la empresa: si un hacker con pocos escrúpulos los hubiera robado, ello habría significado la ruina para esa compañía billonaria.