—Vale. Dejemos el tema.
—¿Dónde has estado esta mañana? —preguntó Stone.
Adoptó una expresión avergonzada.
—He ido a descansar un poco. En los últimos dos días he dormido unas dos horas y el jet lag me ha dejado destrozada. Estaba un poco hecha polvo. Y me pareció que no sería de gran ayuda si apenas me mantenía despierta.
Stone le lanzó una mirada y vio que el agente Garchik se acercaba a ellos a paso ligero.
—Tal vez él tenga algunas respuestas.
Fueron a su encuentro y le siguieron hasta la zona cero. La expresión del agente de la ATF era una mezcla de curiosidad y preocupación.
—¿Hay alguna novedad? —preguntó Stone.
Garchik asintió mientras observaba el cráter.
—Más o menos. Los fragmentos de cuero que encontramos proceden de una pelota de baloncesto Wilson.
—¡Una pelota de baloncesto! —exclamó Chapman.
—¿Estás seguro de que tiene que ver con la explosión? —inquirió Stone.
—No se me ocurre otro motivo por el que en Lafayette Park pueda haber fragmentos de una pelota de baloncesto. Y las marcas de quemadura ponen de manifiesto que estaba bastante cerca del origen de la explosión. Podría decirse que encima, vamos.
Todos se quedaron contemplando el boquete.
—¿Conclusión? —preguntó Stone.
—Creo que es muy probable que la bomba estuviera en el balón y que lo colocaran en el cepellón del arce. Esta ubicación concordaría con el alcance de los escombros y otros indicadores encontrados.
—¿Una bomba en una pelota de baloncesto? —preguntó extrañada Chapman.
—Funcionaría —dijo Garchik—. Unas cuantas personas, todas muertas ya, lo han hecho con anterioridad. Se le hace un corte, se introduce la bomba, se vuelve a sellar, se infla para que si alguien la coge parezca normal. Aunque yo no aconsejaría driblar a quien la bote.
—¿Cómo la detonaron? —preguntó Stone.
—Ahora mismo diría que por control remoto, no con un temporizador.
—Pero sabemos que los perros detectores de bombas habían patrullado este lugar la noche del atentado. ¿No la habrían olido? Dijiste que era imposible engañarles.
—Es imposible, pero tienen límites.
—¿Cuáles son esos límites exactamente? —preguntó Chapman.
—El típico radio olfativo de los perros es de un metro en todas direcciones en la superficie y son capaces de oler explosivos enterrados a más o menos la misma distancia. —Garchik señaló el cráter—. Antes de que explotara la bomba este boquete tenía más de un metro con veinte de profundidad y más de dos metros y medio de ancho.
—Pero estaba destapado —señaló Stone.
—Sí, pero el cepellón era enorme. Dos metros de ancho por uno y medio de alto.
Stone se percató de una cosa.
—Y había una cinta amarilla que acordonaba esta zona, por lo que es probable que los perros no se acercaran a dos metros de ella.
—Eso es —convino Garchik—. O sea que, independientemente de que la bomba estuviera aquí o no cuando pasaron, es probable que no la detectaran salvo que sus portadores los hicieran cruzar al otro lado de la cinta y subirse encima del cepellón. Lo cual es más que dudoso.
Stone dirigió la mirada inmediatamente hacia la Casa Blanca.
—Entonces tenemos que hablar de inmediato con quienes lo colocaron, pero antes tenemos que ver el vídeo.
—¿El vídeo? —dijo Chapman.
—Las imágenes de vídeo mostrarán cuándo y quién colocó el árbol. También mostrarán si alguien volvió más tarde. Y qué llevaba. Como por ejemplo una bolsa lo bastante grande para meter un balón de baloncesto.
—Sería bastante difícil meter una pelota de baloncesto dentro del cepellón sin que nadie se diera cuenta —dijo Garchik—. Está dentro de un saco de arpillera para contener la tierra y las raíces juntas, pero seguro que sería complicado. Habría que introducir ahí la pelota de algún modo, bajar al agujero, rajar el saco, meter la pelota y volver a cerrar el saco de alguna manera.
—Y no sería precisamente fácil hacer todo eso delante de los guardas de la Casa Blanca —añadió Chapman—. Supongo que los trabajadores tienen que pasar por puestos de control.
—Sí, así es —repuso Stone—. Y me imagino que con una radiografía de la pelota de baloncesto se vería la bomba, ¿no?
—Por supuesto —dijo Garchik.
—Entonces si alguien de la brigada de jardinería participó, no pasó la pelota por los sistemas de seguridad de la Casa Blanca —miró a su alrededor—, sino que vino directamente al parque para empezar a trabajar en el árbol. Es posible que entonces alguien le diera la pelota. La Casa Blanca no habría participado para nada.
—Lo cual aparecería en el vídeo —apuntó Garchik—. Tendremos que comprobar esa hipótesis, pero lo más normal es que lo hubiéramos detectado.
—Lo cual significa que nos falta algo para encajar todas las piezas del rompecabezas. —Bajó la mirada hacia el cráter—. Vayamos a ver el vídeo ahora mismo.
Al cabo de unos minutos estaban en el puesto de mando del FBI de Jackson Place. Habían llamado a dos agentes del Servicio Secreto, que se apiñaron con ellos alrededor de una pantalla de televisión grande. Las imágenes que iban a ver procedían de los archivos del Servicio Secreto.
—Guardamos las imágenes un mínimo de quince años —explicó uno de los agentes del Servicio Secreto.
—Pero no sois la única agencia con ojos electrónicos en el parque —comentó Stone.
El mismo agente sonrió.
—Todos tenemos quien nos mira en nuestro pequeño trozo del Infierno. En un mundo ideal, todos compartimos lo que vemos, pero esto no se parece en nada al mundo ideal.
—¿Qué estáis buscando exactamente? —preguntó el otro agente.
Stone explicó lo del árbol que habían plantado y también lo del perro que había pasado cerca del árbol.
El agente Garchik se había quedado en el parque para seguir revisando la escena del atentado, pero Tom Gross les acompañaba porque Stone le había llamado.
—Necesitamos ver la grabación completa desde el momento de la entrega del árbol hasta el momento en que estalló la bomba —indicó el agente del FBI.
Vieron la grabación desde tres ángulos distintos. Les llevó mucho tiempo, aunque el guarda de seguridad consiguió pasar las imágenes a velocidad rápida sin que se perdieran detalles importantes. Al final se quedaron mirando la pantalla con los mismos interrogantes sin resolver.
—Los perros pasaron por ahí, pero permanecieron al otro lado de la zona acordonada. Eso fue un fallo muy grave de seguridad. En el Servicio Secreto rodarán cabezas.
Los dos agentes intercambiaron una mirada e hicieron una mueca, pero no dijeron nada.
—Y no se ve a nadie que coloque algo en el agujero —añadió Chapman.
—¿Estás seguro de que aquí están todas las imágenes? —preguntó Stone.
—Sí —respondió uno de los agentes.
Gross, Stone y Chapman se marcharon del centro de mando. De regreso al parque, Gross se sinceró con ellos.
—No recuerdo el último caso en el que no solo no avanzara nada, sino que también retrocediera.
Stone cerró los ojos y recordó lo que había visto en el vídeo. Una grúa había levantado el enorme árbol en el aire. Luego había aparecido un grupo de trabajadores del Servicio Nacional de Parques con su uniforme verde y caqui y habían ayudado a dirigir la colocación del arce en el agujero.
Abrió los ojos.
—Tuvieron que preparar el árbol en algún sitio. ¿Dónde lo guardaban antes de plantarlo? Eso no aparece en el vídeo.
—Es cierto —dijo Gross con expresión esperanzada.
—Y el indicador de la hora de la grabación muestra que colocaron el árbol el día antes del estallido de la bomba. Así pues, ¿por qué seguía destapado el agujero?
—Creo que debemos averiguar la respuesta a estas preguntas —dijo Gross.
Al cabo de unos instantes le sonó el teléfono. Habló unos momentos.
—Tenemos información sobre el hombre del chándal. Hace unas horas llamaron al servicio de personas desaparecidas. Un familiar. Concuerda con la descripción y estaba en las proximidades del parque.
—¿Por qué han tardado tanto en llamar? —preguntó Stone.
—Eso lo tendremos que averiguar cuando hablemos con ellos.
—Creo que deberíamos dividirnos —propuso Stone—. Tú y tus hombres podéis encargaros de la gente de jardinería, y Chapman y yo hablaremos con los familiares. ¿Tienes la dirección?
Gross se la dio. Cuando ya se estaban separando el agente del FBI añadió:
—Ahora solo nos falta localizar al hombre trajeado.
Stone no se giró.
—Sí —dijo por encima del hombro mientras Chapman caminaba a su lado.
Cuando llegaron al coche ella dijo:
—Sabes que podrían acusarte de ocultar información en una investigación. De obstrucción, incluso.
—Si crees que es el caso, delátame.
Los dos se miraron desde ambos lados del coche de alquiler.
Al final, Chapman exhaló un suspiro.
—No creo que el hecho de dejar a mi jefe en la estacada favorezca mi carrera. Así que entremos en el coche de una puta vez.
Arrancó en cuanto cerraron las puertas.
—¿Adónde vamos?
Stone echó un vistazo al trozo de papel que le había dado Gross.
—Anacostia. Asegúrate de tener la pistola a mano.
—¿Es peligrosa la tal Anacostia?
Stone caviló unos instantes antes de responder.
—Supongo que menos peligrosa que Lafayette Park.
Carmen Escalante vivía en un dúplex a unas pocas manzanas del río. El barrio quedaba cerca del campo de béisbol de los Washington Nationals, pero no se había beneficiado del aburguesamiento que se estaba produciendo en otras zonas que rodeaban el estadio.
Llegaron a la dirección de Escalante y Stone llamó a una puerta que tenía marcas viejas de al menos tres balas, a ojo. Oyeron unos sonidos curiosos. Pasos y algo más. Algo muy estrepitoso. Cuando se abrió la puerta vieron a una mujer menuda de veintitantos años que llevaba unas muletas en cada brazo para apoyar las piernas torcidas. De ahí los sonidos extraños.
—¿Carmen Escalante? —preguntó Stone.
La mujer asintió.
—Soy Carmen.
Stone primero y Chapman después le enseñaron las insignias.
—Estamos aquí porque ha avisado usted de la desaparición de una persona —dijo Chapman.
—No parece americana —dijo Carmen picada por la curiosidad.
—No lo soy.
Carmen se quedó confundida.
—¿Podemos entrar? —preguntó Stone.
La siguieron por un pasillo corto hasta una habitación diminuta. El mobiliario era de tercera mano y el suelo estaba lleno de trastos. Stone olía a comida en mal estado.
—Últimamente no he podido limpiar —dijo Carmen sin atisbo de disculpa en la voz. Se dejó caer en el sofá y apoyó las muletas en el brazo del sillón. A ambos lados había pilas de lo que, siendo educado, Stone calificaría de porquería.
Stone y Chapman se quedaron de pie porque no había donde sentarse.
—¿Supongo que está preocupada por …? —dijo Stone con la intención de hacerla hablar.
—Mi tío, Alfredo, pero nosotros le llamamos Freddy.
—¿Nosotros?
—La familia.
—¿Están aquí? —Stone miró a su alrededor.
—No, están en México.
—¿Entonces vive usted aquí con él?
Ella asintió.
—¿Y su apellido? —preguntó Stone.
—Padilla.
—¿Cuándo lo vio por última vez? —preguntó Chapman.
—Hace dos noches. Salió a cenar.
—¿Sabe adónde?
—A un sitio de la calle Dieciséis, cerca de F. Mi tío es de España. La familia de mi padre, los Escalante, también es de España, hace mucho tiempo. Buenas paellas en España. A mi tío le gustaban las paellas. Y en este sitio al que va preparan buenas paellas.
Stone y Chapman intercambiaron una mirada porque obviamente estaban pensando lo mismo.
«Eso lo situaría cerca de Lafayette Park.»
—¿Puedo preguntarle por qué tardó tanto en llamar a la policía? —preguntó Stone.
—Aquí no tengo teléfono. Y no me resulta fácil moverme sin el tío Freddy. Pienso que volverá a casa en cualquier momento. Pero no. Entonces le pido a una vecina que llame por mí.
—Vale. ¿Recuerda qué llevaba cuando salió?
—El chándal azul. Se lo ponía aunque no le gustaba hacer deporte. Me parecía curioso.
—¿No estaba en forma? —preguntó Chapman.
Carmen hizo un gesto con ambas manos para indicar una barriga grande.
—Le gustan sus buenas comidas y la cerveza —se limitó a decir.
—¿Cómo volvía a casa normalmente? ¿Tenía coche? —preguntó Stone.
—No tenemos coche. Cogemos el autobús o el tren.
—¿Le dijo que después de cenar igual iba a dar un paseo? —preguntó Chapman.
Carmen empezó a temblar y señaló el pequeño televisor situado encima de un tablero.
—Vi lo que pasó. La bomba. El tío Freddy, ¿está muerto? —Una lágrima le surcó la mejilla.
Stone y Chapman volvieron a intercambiar una mirada.
—¿Tiene aquí alguna foto de su tío?
Carmen señaló una estantería torcida apoyada contra una pared. Había media docena de fotos enmarcadas. Stone se acercó y las miró. Alfredo Padilla, Freddy , estaba en la tercera empezando por la derecha. Llevaba vaqueros, pero también la misma sudadera azul con la que había saltado por los aires. Stone la cogió y se la enseñó a Chapman, quien asintió al reconocer al instante al hombre después de haberlo visto tantas veces en el vídeo. Stone dejó la foto donde estaba y se volvió hacia Carmen.
—¿Tiene algún familiar que pueda venir a quedarse con usted?
—¿Entonces es que está muerto?
Stone vaciló.
—Me temo que sí.
Se llevó una mano a la boca y empezó a sollozar en silencio.
Stone se arrodilló delante de ella.
—Sé que es muy mal momento, pero ¿se le ocurre algún motivo por el que su tío quisiera ir a dar un paseo al Lafayette Park aquella noche?
La mujer acabó serenándose y encontró una fuerza interna que sorprendió a Stone.
—Amaba este país —dijo—. Habíamos venido aquí recientemente. Yo por los médicos para ayudarme con las piernas. Tío Freddy vino conmigo. Mis padres están muertos. Él consiguió trabajo. No cobraba mucho, pero hacía todo lo que podía.
—Habla muy bien inglés teniendo en cuenta que lleva poco tiempo aquí —comentó Chapman.