Durante todo el día siguiente, y también el otro, se abrió camino con esfuerzo descendiendo por una encrespada ladera cubierta con densa maleza; dos veces se perdió en el boscoso valle que yacía a los pies, y por fin logró ascender a la otra cumbre. Desde el fondo del valle, no tenía manera de saber hacia qué lado debía ir, y desde lo alto, no distinguió ningún indicio de habitantes humanos o de otra clase. Una vez se topó con los restos, muy deteriorados, de una cerca, y perdió un par de horas siguiéndola —la existencia misma de una cerca significaba algo que debía ser confinado o mantenido fuera—. Pero sólo le condujo hasta unos espesos viñedos enmarañados, y decidió que fuera cual fuese la clase de ganado para el que se había construido el corral, tanto los animales como el dueño se habían ido mucho tiempo atrás. Cerca del lugar donde había hallado la valla divisó un arroyo seco, y supuso que tal vez ese cauce le condujera montaña abajo. Las civilizaciones, especialmente las agrícolas, siempre han construido las poblaciones cerca de los cursos de agua, y consideró que este planeta no iba a ser la excepción. Si seguía el lecho de la corriente, seguramente saldría de las montañas y llegaría hasta las moradas de la gente que había construido la cerca y pastoreado el ganado. Pero al cabo de unos pocos kilómetros, el lecho seco desaparecía bajo un derrumbamiento de rocas y, por más que lo intentó, no logró hallar la continuación del otro lado. Tal vez por eso los constructores de la cerca se habían llevado el ganado.
Hacia el final del segundo día encontró unas pocas frutas marchitas que pendían de un árbol raquítico. Parecían manzanas a la vista y al gusto, secas y duras pero comestibles; se comió casi todas las que había y se llevó las otras para comerlas más tarde. Era probable que crecieran más plantas comestibles a su alrededor, desde la corteza de ciertos árboles hasta los hongos que había observado sobre los troncos caídos. El problema era que no sabía distinguir las plantas comestibles de las venenosas, y por lo tanto sólo lograba confundirse y complicarse al pensar en eso.
Esa misma noche, más tarde, mientras buscaba algún lugar para dormir, la nieve empezó a caer de nuevo, con una persistencia extraña que lo inquietó. Había oído hablar de las tormentas de las montañas, y la idea de quedar atrapado en una de ellas, sin comida, ropa protectora ni refugio, le hizo enloquecer de temor. Al poco rato, la nieve caía tan densa que casi no podía distinguir su mano si la alzaba delante del rostro, y tenía los zapatos empapados y embarrados en esa masa fría y pegajosa.
Estoy acabado
, pensó con desespero.
Ya estaba acabado cuando se estrelló el avión, sólo que no tuve el buen criterio de darme cuenta.
La única carta que tenía, la única oportunidad que tuve nunca, era el buen tiempo, y ahora también eso se ha arruinado.
Lo único que tenía sentido ahora era elegir un lugar confortable, a ser posible resguardado del condenado viento que aullaba como un alma perdida por entre las grietas rocosas de arriba, acostarse, ponerse cómodo y quedarse dormido bajo la nieve. Ése sería el fin. Teniendo en cuenta el carácter desértico de esta parte del planeta, era probable que pasaran muchos años antes de que alguien diera con su cadáver, y ya no sería posible distinguir si él había sido un terráqueo o un nativo del planeta.
¡Condenado viento! Aullaba como una docena de máquinas de viento, como el coro de las almas perdidas del
Infierno
de Dante. Había en ese viento una curiosa ilusión. Sonaba como si, desde muy lejos, alguien le llamara por su nombre.
¡Andrew Carr! ¡Andrew Carr!
Era una ilusión, por supuesto. Nadie en quinientos kilómetros a la redonda sabía siquiera que él yacía aquí, salvo tal vez la muchacha espectral que le había visitado cuando se estrelló el avión. Si es que ella
estaba
en realidad a menos de quinientos kilómetros de aquí. Y de hecho, no tenía idea de si ella sabía su nombre o no. Maldita fuera la muchacha, de todos modos, si es que existía. Cosa que él dudaba.
Carr tropezó y cayó de bruces sobre la nieve apilada. Empezó a incorporarse y entonces pensó:
«Oh, diablos, para qué».
Volvió a dejarse caer.
Alguien le
estaba
llamando por su nombre.
¡Andrew Carr! ¡Ven por aquí, rápido! Puedo mostrarte el camino hacia un refugio, pero no puedo hacer más. Debes ir por ti mismo.
Se oyó decir con voz preocupada, en contra del tenue susurro que era como un eco dentro de su mente:
—No. Estoy demasiado cansado. No puedo ir más lejos.
—¡Carr! ¡Levanta la vista y mírame!
Con resentimiento, protegiéndose los ojos del viento que aullaba y de las afiladas agujas de la nieve, Andrew Carr se incorporó y miró. Ya sabía qué iba a ver. Era la muchacha, por supuesto.
En realidad, no estaba allí. ¿Cómo podía estar allí, con un tenue vestido azul que parecía un camisón desgarrado y descalza? El cabello ni siquiera se le agitaba en la cruel ventisca cargada de nieve.
Se oyó decir unas palabras en voz alta, y se dio cuenta de que el viento se las arrancaba de la boca y las llevaba lejos, de modo que era imposible que la muchacha las oyera a tres metros de distancia:
—¿Qué estás haciendo ahora? ¿De verdad estás aquí? ¿Dónde estás?
Ella habló con precisión, con esa voz de tono bajo que parecía llegar solamente hasta su oído, y ni un centímetro más allá.
—No sé dónde estoy, y si lo supiera no estaría aquí, ya que no se trata de un lugar que me guste. Lo importante es que sé dónde estás tú, y cuál es el único lugar seguro para ti. ¡Sígueme, rápido! ¡Levántate, tonto, levántate!
Carr se puso en pie con dificultad, aferrado al abrigo. Ella parecía permanecer a unos dos metros y medio delante de él, en medio de la tormenta. Llevaba el fino camisón desgarrado, pero aunque los pies y los hombros desnudos resplandecían pálidamente a través de las desgarraduras de la ropa, ella no parecía tener frío.
Le hizo un gesto —ahora había captado la atención de Andrew, al parecer no quería esforzarse más por hacerse oír— y empezó a caminar con ligereza sobre la nieve. Los pies, advirtió él con una extraña sensación de irrealidad, no tocaban el suelo.
Sí, eso concuerda con la idea, es un fantasma.
Con la cabeza gacha, él avanzó a trompicones en pos de la figura de la joven. El viento golpeaba contra el abrigo y lo hacía flamear salvajemente detrás de él. Los zapatos eran espesos terrones semicongelados de nieve húmeda, y el pelo y la barba crecida eran heladas asperezas en su rostro. Ahora que la nieve había convertido el suelo en una blancura indistinta, cubriendo las rocas y las sombras, dos o tres veces tropezó con alguna raíz o hueco ocultos, y cayó de bruces; pero en cada ocasión luchó por incorporarse y seguir a la sombra que lo precedía. Ella ya le había salvado la vida una vez. Seguramente sabía lo que hacía.
Le pareció haber tropezado a través de la nieve durante mucho tiempo, aunque después pensó que probablemente no hubieran transcurrido más de tres cuartos de hora, antes de toparse con lo que al parecer era un muro de ladrillo. Lo tocó con la mano, incrédulo.
Era un muro de ladrillo. O, en cualquier caso, eso le indicaba el tacto. Reconoció el costado de una construcción y, palpando un poco más, halló una puerta de madera, ya lisa y asegurada con rígidas fajas de cuero que pasaban por un rústico pestillo de madera y luego se anudaban.
Le llevó un tiempo desatar los nudos, y al fin tuvo que quitarse los guantes y manipularlos con los dedos desnudos. Cuando los nudos cedieron finalmente, tenía ya las manos rígidas, azules y sangrantes. La puerta se abrió con un crujido y Carr entró con cautela. Por lo que sabía, podría haber encontrado luz, fuego y gente sentada en torno a la mesa, dispuesta a cenar; pero el lugar estaba oscuro y frío y abandonado. Sin embargo, no reinaba ni con mucho tanto frío como al aire libre, y al menos estaba seco. Había algo así como paja sobre el piso, y la tenue luz que reflejaba la nieve exterior le permitió distinguir vagas formas que podían ser bancos de ordeñar o muebles. No tenía modo de encender luz, pero todo estaba tan silencioso que supo que ni los animales alojados en este lugar, ni sus dueños, habitaban ya el refugio.
Una vez más, la muchacha lo había conducido hasta un lugar seguro. Se hundió en el piso piadosamente seco y formó un lecho confortable con la paja. Se quitó los zapatos empapados, se secó los pies helados e insensibles con la paja y se tendió a dormir. Miró a su alrededor en busca de la forma espectral de la muchacha que lo había guiado hasta aquí, pero tal como esperaba, había desaparecido.
Se despertó, horas más tarde, del profundo sueño del agotamiento, para encontrarse con un mundo blanco donde la nieve rugía, soplaba un aullante infierno de hielo y cellisca que azotaba el edificio en el que se encontraba. Pero a través de los postigos cerrados se filtraba suficiente luz como para distinguir el interior del edificio donde estaba: vacío salvo por la paja y la estructura de los establos. Olía muy tenuemente a bosta animal seca, un olor acre, pero no desagradable.
En el rincón más apartado descubrió una masa oscura, que exploró con curiosidad. Halló algunos harapos de ropas de extraño diseño. Una de ellas, una capa que parecía una manta, confeccionada con una tela de tartán desteñida y ya vieja, le sirvió para abrigarse. Debajo de la pila de ropa —que estaba andrajosa pero, a causa de la sequedad del edificio, a salvo de la humedad o el moho— descubrió un pesado baúl cerrado con un gancho, pero no con llave. Al abrirlo encontró comida; los dueños de las bestias que alguna vez habían estado allí tal vez la habrían olvidado o, más probablemente, dejado para otra temporada de pastoreo. Había una especie de pan seco, en realidad más parecido a una galleta o una torta, envuelto en papel encerado. Había una sustancia irreconocible, que parecía cuero, que finalmente catalogó como carne seca, pero ni sus dientes ni su paladar pudieron soportarla. Una pasta fragante le recordó la mantequilla de cacahuete, y casaba bien con la galleta, hecho con granos molidos o nueces y con frutos secos en la masa. Descubrió cierta clase de fruta seca, pero también estaba tan dura que, aunque olía bien, seguramente necesitaría un buen remojo, preferiblemente en agua caliente, para transformarse en algo mínimamente comestible.
Sació el hambre con la galleta y la pasta mantecosa, y después de explorar un poco, encontró un rústico grifo que daba a un recipiente, destinado al parecer a abrevar las bestias. Bebió y se salpicó el rostro con un poco de agua helada. Hacía demasiado frío para un lavado más meticuloso, pero incluso así se sintió algo mejor. Después, envuelto en la manta de tartán, se dedicó a explorar el sitio de punta a punta. Sintió un gran alivio al hallar lo único que le faltaba, una rústica letrina burdamente cerrada en un extremo de la habitación. No le agradaba la idea de tener que aventurarse en la tormenta, ni siquiera por un momento, ni tampoco la posibilidad de ensuciar el lugar, pensando en un posible retorno de sus dueños. Se le ocurrió que esas comodidades, así como la comida acumulada, debían estar dispuestas precisamente en previsión de tormentas como ésta, durante las cuales ni hombres ni bestias podían sobrevivir sin resguardo.
De modo que este mundo no sólo estaba habitado, sino que también, de cierta manera, era civilizado.
Todas las comodidades del hogar
, pensó, de vuelta a su lecho de paja apilada. Ahora todo lo que tenía que hacer era esperar a que pasara la tormenta.
Estaba tan cansado, después de días de trepar y caminar, tan cálido y arropado en su gruesa manta, que no tuvo ningún problema en volver a dormirse. Cuando se despertó, la luz declinaba, y el ruido de la tormenta se había atenuado un poco. Supuso, por la oscuridad creciente, que había dormido la mayor parte del día.
Y sólo estamos a principios de otoño. ¿Cómo será esto en invierno? Este planeta podría convertirse en un gran lugar para deportes de invierno, pero no sirve para nada más. ¡Compadezco a la gente que vive aquí!
Hizo otra austera comida de galletas, pasta de fruta y nueces (bastante buena, pero aburrida si no se podía variar), y como hacía frío y estaba demasiado oscuro para hacer ninguna otra cosa, volvió a envolverse en la manta y se tendió una vez más sobre la paja.
Había dormido bastante, y ya no tenía frío, ni tampoco mucha hambre. Estaba demasiado oscuro como para ver gran cosa, pero en cualquier caso no había mucho para observar. Pensó al azar:
Lástima que no soy un experto xenólogo. Ningún terráqueo se había perdido solo en este mundo, hasta ahora.
Sabía que había sociólogos y antropólogos expertos que, con los datos que él había visto (y comido), podrían analizar hábilmente el nivel exacto de cultura de este planeta, o al menos de la gente que vivía en esta área. Las rústicas paredes de ladrillo o de piedra, unidas con cemento, los compartimentos del establo construidos con maderas clavadas, el grifo de madera dura que daba a un recipiente de piedra, las ventanas sin cristales, cubiertas solamente por postigos de madera, sugerían algo acerca de esta cultura, todo ello concordaba con la cerca y la rústica letrina para indicar una sociedad agrícola de bajo nivel. Sin embargo, no estaba seguro. Después de todo, esto era tan sólo un refugio de pastores, un resguardo de emergencia en caso de mal tiempo, y ninguna civilización desperdiciaba demasiados logros técnicos en ese tipo de construcciones. Por otro lado, había también una especie de sofisticada previsión en el hecho de construir esos refugios y aprovisionarlos con comida imperecedera para casos de necesidad, previendo incluso la necesidad de tener que evitar la salida por necesidades biológicas. La manta estaba bellamente tejida, con una artesanía rara en estos días de telas desechables y sintéticas. Y así advirtió que la gente de este planeta podía ser mucho más civilizada de lo que en principio había supuesto.
Se incorporó sobre la paja crujiente y parpadeó, pues la muchacha estaba otra vez allí, en la oscuridad. Todavía llevaba el delgado vestido azul, roto, que brillaba con un resplandor pálido, como de hielo, en la penumbra del granero oscuro. Por un momento, aunque todavía creía a medias que era una alucinación, no pudo evitar decirle:
—¿No tienes frío?
No hace frío donde estoy.
Eso, se dijo Carr, era una absoluta extravagancia. Preguntó lentamente:
—¿Entonces no estás aquí?