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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (46 page)

BOOK: La espada del destino
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—Me dices que hoy crees en el destino. ¿Y entonces... entonces creías? Ah, sí, debías de creer. Debías de creer que el destino nos obligaría a encontrarnos. Así se explica el hecho de que tú misma por lo menos no hicieras nada para llegar a este encuentro.

Callaba.

—Siempre quise... Le daba vueltas a lo que te diría si por fin llegábamos a conocernos. Pensaba en las preguntas que te haría. Juzgaba que esto me produciría una alegría perversa...

Lo que brillaba en las mejillas de ella era una lágrima. Sin duda alguna. Él sintió cómo la garganta se le encogía hasta dolerle. Sintió cansancio. Sueño. Debilidad.

—A la luz del día... —gimió—. Mañana, a la luz del sol, te miraré a los ojos, Visenna... Y te haré mi pregunta. O puede que ya no la haga porque es demasiado tarde. ¿El destino? Oh, sí, Yen tenía razón. No basta con estar destinados el uno al otro. Hace falta algo más... Pero te miraré mañana a los ojos... A la luz del sol...

—No —dijo con una voz dulce, sosegada, aterciopelada que excavó, que arañó los estratos de la memoria, de una memoria que no existía ya, que nunca había existido y que, sin embargo, existía.

—¡Sí! —protestó él—. Sí. Lo quiero...

—No. Ahora vas a dormir. Y cuando te despiertes ya no lo querrás. ¿Por qué vamos a tener que mirarnos a la luz del sol? ¿Qué cambia esto? No se puede ya recuperar nada, cambiar nada. ¿Qué sentido tienen tus preguntas, Geralt? ¿Acaso el hecho de que no voy a saber responderlas te produce esa perversa alegría? ¿Qué vamos a obtener de hacernos daño mutuamente? No, no vamos a mirarnos a la luz del día. Duerme, Geralt. Y, entre nosotros, no fue Vesemir quien te dio tu nombre. Aunque esto tampoco cambie nada ni lo recupere, quería que lo supieras. Que te mejores. Cuídate mucho. Y no intentes buscarme...

—Visenna...

—No, Geralt. Ahora vas a dormir. Y yo... fui tu sueño. Cuídate.

—¡No! ¡Visenna!

—Duerme.

En la voz de terciopelo una orden muda, que quebraba la voluntad, que la rompía como tela. Calor que de pronto surgía de sus manos.

—Duerme.

Dormía.

VI

—¿Estamos ya en los Tras Ríos, Yurga?

—Desde ayer, don Geralt. En breve el río Yaruga, y al otro lado, ya mi tierra es. Mirad, los mismos caballos van más vivos, las testas levantan. Sienten que la casa está ya cerca.

—La casa... ¿Vives en la villa?

—En los arrabales.

—Extraño. —El brujo miró a su alrededor—. Casi no se ven huellas de la guerra. Decían que este país estaba terriblemente destruido.

—Así es —dijo Yurga—. Otra cosa puede, pero ruinas acá no nos faltaron. Mirad más atento, en cada casi palloza, en cada cerca, nuevita es la madera toda. Y al otro lado del río, ya veréis, allá mucho peor fue, allá hasta los mismos cimientos quemaron todo... Mas en fin, la guerra es la guerra y vivir hemos. Hubieron los mayores revoltijos que se puedan dar, cuando los Negros por nuestra tierra correteaban. Cierto, pareció entonces que acá todo se tornaba en despoblado. Muchos de aquellos que entonces escaparon nunca jamás volvieron. Pero nuevos vinieron en su lugar. Vivir hemos.

—Verdad —murmuró Geralt—. Vivir hemos. No importa lo que haya pasado. Vivir hemos...

—Razón tenéis. Venga, acá tenéis, ponéoslas. Os recosí las calzas, las eché un remiendo. Como nuevas están. Tal y como esta tierra, don Geralt. La guerra la estrozó, la atravesó como un rastrillo de yerro, la descosió, la anegó de sangre. Pero pronto estará como nueva. Y parirá aún mejor que antes. Incluso aquellos que en esta tierra cayeron, para algo bueno habrán de servir, pues abonan la gleba. De momento arar es difícil, porque hay huesos y yerros por todos lados, pero la tierra y hasta con el yerro se atreve.

—¿No tenéis miedo de que los nilfgaardianos... los Negros, vuelvan? Una vez que ya conocen el camino...

—Así es, miedo tenemos. ¿Y qué? ¿Acularse y llorar, ponerse a temblar? Vivir hemos. Y que sea lo que sea. A lo que destinado estás, aunque te lo opongas no te escapas.

—¿Crees en el destino?

—¿Y cómo no he de creer? ¿Después de cómo en el puente nos encontramos, en los dólmenes, y de cómo vos de la muerte me salvasteis? Oh, señor brujo, veréis, mi Doradita a los pies se os va a echar...

—Tranquilo. Si te soy sincero, yo te debo más a ti. Allí, en el puente... Al fin y al cabo es mi trabajo, Yurga, mi especialidad. Al fin y al cabo defiendo gente por dinero. No por bondad de corazón. Reconócelo, Yurga, ¿has oído lo que la gente dice sobre los brujos? Que no se sabe quién es peor, si ellos o los monstruos que matan...

—No es verdad eso, señor, ni sé por qué en tal modo habláis. ¿Qué? ¿Que yo ojos no tengo? A vos de la misma piedra os hicieron que a la tal sanadora...

—Visenna.

—El nombre no nos dijo. Pero a toda prisa detrás de nosotros se vino, porque sabía que se la necesitaba, nos alcanzó por la noche, de vos se ocupó al punto, apenas se apeó de la silla. Oh, señor, y cómo se deslomó en curar la pierna vuestra, temblaba hasta el aire de la magia aquella, y nosotros nos escapamos del propio miedo al monte. Y luego a ella la sangre de la nariz se le iba. Oh, con qué cuidado en vos se afanaba, en verdad, como una...

—¿Como una madre? —Geralt apretó los dientes.

—Así mismo. Bien habéis dicho. Y cuando os dormisteis...

—¿Sí. Yurga?

—Apenas en los pies se tenía, estaba blanca como un papel. Pero se allegó, preguntó si ayuda no necesitaba alguno de nosotros. Curó a un peguero la mano que con un tronco se había golpeado. Ni un duro tomó, y aún dejó algunas medicinas. No, don Geralt, por esos mundos mal se habla de los brujos y no mejor de los hechiceros. Pero no acá. Nosotros, los del Alto Sodden y la gente de Tras Ríos, lo sabemos bien. Demasiado a los hechiceros les debemos como para no saber cómo son. La memoria de ellos no en chuscos y chascarrillos la guardamos, sino en piedra labrada. Vos mismo lo veréis, apenas acabe la floresta. Al fin y al cabo, vos seguro mejor lo sabéis. Pues aquella batalla sonada fue en el mundo entero y poco más del año ha que tuviera lugar. Habréis oído de ella.

—No he estado por aquí —murmuró el brujo—. Desde hace un año. Estuve en el Norte. Pero algo he oído... La Segunda Batalla de Sodden...

—Talmente. Presto veréis el monte y la peña. En otros tiempos nosotros, al monte, monte del Águila lo llamábamos, pero hoy día todos le dicen monte de los Hechiceros o monte de los Catorce. Porque veinte y dos de ellos había en aquel monte, veinte y dos allá lucharon y catorce cayeron. Aquélla fue una batalla terrible, don Geralt. La tierra se abría de bruces, del cielo fuego caía como si lluvia fuera, los rayos tronaban... Los muertos se amontonaban. Pero a los hechiceros de los Negros vencieron, rompieron la Potencia que los traía. Y catorce de ellos cayeron en aquella grande ocasión. Catorce la vida dejaron... ¿Qué, señor? ¿Qué os pasa?

—Nada. Sigue hablando, Yurga.

—Oh, terrible fue la batalla, de no ser por los hechiceros del monte aquel, quién sabe, puede que no pudiéramos mantener este parlamento acá, según vamos a casa, porque casa no habría, ni yo y puede que vos tampoco... Sí, y esto gracias a los hechiceros. Catorce de ellos murieron por defendernos a nosotros, gentes de Sodden Tras Ríos. Ja, seguro, otros también allí lucharon, guerreros y nobles, y hasta de los campesinos quien pudo tomó un vierno o un hacha, o siquiera un palo... Todos como hombres aguantaron y más de uno cayó. Pero los hechiceros... Nada significa que muera el soldado, pues esto en su profesión entra y la vida, de cualquier modo, es corta. Pero los hechiceros pueden vivir tan largo como su voluntad sea. Y ellos no vacilaron.

—No vacilaron —repitió el brujo, limpiando la frente con la mano—. No vacilaron. Y yo estaba en el Norte...

—¿Qué os pasa, señor?

—Nada.

—Sí... Y nosotros, los de los alredores, flores allá llevamos, al monte, y por mayo, para Belleteyn, ardía allá un fuego. Y por los siglos de los siglos arderá. Y eternamente vivirán ellos en la memoria de las gentes, los catorce. Porque vivir así, en la memoria es... esto es... ¡algo más! ¡Más, don Geralt!

—Tienes razón, Yurga.

—Cada niño conoce acá los nombres de aquellos catorce, que están en la piedra que hay a la cima del monte grabados. ¿No lo creéis? Escuchad: Axel llamado el Mancebo, Triss Merigold, Atlan Kerk, Vanielle de Brugge, Dagobert de Vole...

—Déjalo, Yurga.

—¿Qué os pasa, señor? ¡Emblanquecisteis como la muerte!

VII

Subió la montaña poco a poco, con cuidado, atento al trabajo de los tendones y músculos de la herida curada por la magia. Aunque parecía sana por completo, aún protegía el pie y no se arriesgaba a apoyar en él todo el peso del cuerpo. Hacía calor, y el olor de la hierba se le subía a la cabeza, le aturdía, pero le aturdía agradablemente.

El obelisco no estaba en el centro de la plana cumbre del monte, sino que estaba al fondo, detrás de un círculo de piedras de agudos cantos. Si hubiera venido allí antes de la puesta del sol, la sombra del menhir hubiera recaído sobre el círculo y marcado su centro con precisión, mostrando la dirección en que estaban vueltos los rostros de los hechiceros durante la batalla. Geralt miró en aquella dirección, en dirección a los campos montuosos y sin límites. Si había allí huesos de los caídos, y con toda seguridad los había, entonces los cubría la hierba, que estaba muy crecida. Un halcón giraba por encima, haciendo lentos círculos con sus alas muy desplegadas. Era el único punto en movimiento en un paisaje solidificado por el calor sofocante.

El obelisco era ancho en la base, para abrazarlo hubieran tenido que unir los brazos al menos cuatro, cinco personas. Estaba claro que sin la ayuda de la magia no lo hubieran subido a la cumbre. La cara del menhir que estaba vuelta hacia el círculo de piedra aparecía finamente pulida, sobre ella había esculpidos unos símbolos rúnicos.

Los nombres de aquellos catorce que habían muerto.

Se acercó despacio. Verdaderamente Yurga tenía razón. A los pies del obelisco yacían flores, corrientes flores de campo: amapolas, altramuces, malvas, nomeolvides.

Los nombres de los catorce.

Leyó despacio, empezando por arriba, y ante sus ojos iban apareciendo los rostros de aquellos a los que conocía.

Triss Merigold, de cabellos castaños, alegre, con tendencia a reírse sin motivo, que tenía el aspecto de una cría. A él le gustaba. Y a ella él también.

Lawdbor de Murivel, con quien por poco no se había pegado en Wyzima, cuando pilló al hechicero haciendo trampas en el juego de dados con ayuda de una delicada telequinesis.

Lytta Neyd, llamada Coral. El apodo le venía del color del lápiz de labios que usaba. Lytta puso en su contra una vez al rey Belohun, de tal forma que pasó una semana en los calabozos. Cuando lo soltaron se fue a verla para preguntarle el porqué. Sin saber cómo ni cuándo aterrizó en su cama y allí pasó otra semana.

El Viejo Gorazd, quien había querido pagarle cien marcos porque le permitiera hacer una exploración de sus ojos y le ofreció mil porque le dejara diseccionarle «no necesariamente hoy», como entonces se había expresado.

Quedaban tres nombres.

Escuchó detrás de él un leve roce y se dio la vuelta.

Estaba descalza, llevaba un sencillo vestido de lino. Portaba también una guirnalda de margaritas trenzadas encima de los largos cabellos rubios que le caían libremente sobre los hombros y el pecho.

—Hola —dijo él.

Alzó hacia él unos fríos ojos celestes, no respondió.

Él advirtió que no estaba morena. Resultaba extraño que, ahora, al final del verano, cuando las mozas de las aldeas estaban normalmente quemadas por el sol, el rostro y los hombros de la muchacha tuvieran un ligero color dorado.

—¿Has traído flores?

Ella sonrió, bajó las pestañas. Él percibió frío. Le pasó sin decir palabra, se agachó a los pies del menhir, tocó con la mano la piedra.

—Yo no traigo flores —dijo, levantando la cabeza—. Pero estas que están aquí son para mí.

Geralt la miró. Estaba agachada de tal modo que ocultaba a su vista el último nombre esculpido en la piedra del menhir. Sobre el fondo oscuro de la roca ella resaltaba luminosa, innatural y radiante de tan luminosa.

—¿Quién eres? —preguntó él muy despacio.

Ella sonrió, sopló un viento frío.

—¿No lo sabes?

Lo sé, pensó, mientras miraba al frío celeste de sus ojos. Sí, resulta que lo sé.

Estaba sereno. No sabía estar de otro modo. Ya no.

—Siempre quise saber qué aspecto tenías, señora.

—No tienes que titularme así —dijo en voz baja—. Al fin y al cabo nos conocemos desde hace años.

—Nos conocemos —confirmó él—. Dicen que me sigues paso a paso.

—Te sigo. Pero tú nunca miraste detrás de ti. Hasta hoy. Hoy miraste hacia atrás por primera vez.

Él guardó silencio. No tenía nada que decir. Estaba cansado.

—¿Cómo... cómo va a ser? —preguntó por fin, fríamente y sin emociones.

—Te tomaré de la mano —dijo, mirándole a los ojos—. Te tomaré de la mano y te llevaré por una pradera. Entre la niebla, el frío y la humedad.

—¿Y después? ¿Qué hay después, detrás de la niebla?

—Nada —sonrió—. Después ya no hay nada más.

—Me seguías, paso a paso —dijo—. Pero atrapaste a otros, a aquellos que encontraba en mi camino. ¿Por qué? Se trataba de que me quedara solo, ¿verdad? ¿De que por fin comenzara a tener miedo? Te reconozco la verdad. Yo siempre te tuve miedo, siempre. No miraba detrás de mí porque tenía miedo. Porque estaba aterrado de verte ir tras de mí. Siempre tuve miedo; mi vida la he vivido aterrado. Te he tenido miedo... hasta hoy.

—¿Hasta hoy?

—Sí. Hasta hoy. Estamos de pie, cara a cara, y yo no siento aprensión alguna. Me has quitado todo. Me has quitado hasta el miedo.

—¿Por qué están entonces tus ojos llenos de terror, Geralt de Rivia? Tus manos tiemblan, estás pálido. ¿Por qué? ¿Tanto miedo tienes de ese último nombre, del decimocuarto, que está labrado en la piedra del obelisco? Si quieres, puedo decirte cuál es ese nombre.

—No tienes que hacerlo. Sé qué nombre es. El círculo se cierra, la serpiente clava los colmillos en su propia cola. Y así ha de ser. Tú y ese nombre. Y las flores. Para ella y para ti. El decimocuarto nombre labrado en la piedra, un nombre que pronuncié en mitad de la noche, bajo la luz del sol, en el frío y el calor y en la lluvia. No, no tengo miedo de pronunciarlo ahora.

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