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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (43 page)

BOOK: La espada del destino
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—No.

Ella guardó silencio por un momento, encogió nerviosa los hombros.

—¿Estás enfadado?

—No.

—Entonces ven, nos sentaremos en algún lado, lejos de este jaleo, charlaremos un rato. Porque, ¿sabes?, me alegro de este encuentro. De verdad. Pasaremos un rato juntos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Yen.

Anduvieron hacia la oscuridad, al otro lado del prado, hacia la negra pared del bosque, evitando las parejas que estaban enlazadas en un abrazo. Para encontrar un lugar donde estuvieran solos tuvieron que ir bastante lejos. Un montecillo seco marcado por un enebro, esbelto como un ciprés.

La hechicera desabrochó el cuello de la capa, lo abrió, lo extendió sobre el suelo. Él se sentó junto a ella. Tenía muchas ganas de abrazarla, pero pese a ello no lo hizo. Yennefer se arregló la camisa, que estaba casi toda desabrochada, lo miró penetrantemente, suspiró y lo abrazó. Él se lo podía haber imaginado. Para leer pensamientos ella había de hacer un esfuerzo, pero las intenciones las percibía automáticamente.

Se mantuvieron en silencio.

—Ah, qué diablos —dijo Yennefer de pronto, se retiró.

Alzó una mano, gritó un encantamiento. Sobre sus cabezas revolotearon unas bolas rojas y verdes, que estallaron muy alto en el espacio, creando flores aladas y multicolores. Desde las hogueras les llegaron risas y gritos de júbilo.

—Belleteyn —dijo ella con amargura—. Noche de Mayo... El ciclo se repite. Que se diviertan... si pueden.

En los alrededores había más hechiceros. Desde la lejanía alguien disparó al cielo tres relámpagos anaranjados y desde el otro lado, desde el bosque, explotó un verdadero géiser de irisados y retorcidos meteoros. La gente que había junto a las hogueras se admiró en alta voz, gritó. Geralt, tenso, acarició los rizos de Yennefer, aspiró el perfume de lilas y grosellas que emanaba. Si la deseo con demasiada fuerza, pensó, ella lo percibirá y se molestará. Se enfadará, se enojará y me rechazará. Le preguntaré muy tranquilo qué hay de nuevo...

—No hay nada nuevo —dijo ella, y en su voz algo tembló—. Nada de lo que merezca la pena hablar.

—No me hagas esto, Yen. No me leas. Me molesta mucho.

—Perdona. Es inconsciente. ¿Y tú, Geralt, qué hay de nuevo?

—Nada. Nada de lo que merezca la pena hablar.

Callaron.

—¡Belleteyn! —gritó ella de pronto, y él sintió cómo se hacía más fuerte y más elástica la presión de su brazo sobre su pecho—. Se divierten. Celebran el ciclo eterno de la naturaleza que se renueva. ¿Y nosotros? ¿Qué hacemos aquí? ¿Nosotros, reliquias, condenadas a la extinción, a la destrucción y el olvido? La naturaleza se renueva, el ciclo se repite. Pero no nosotros, Geralt. Nosotros no podemos retornar. Nos han vedado esta posibilidad. Nos dieron capacidades para hacer con la naturaleza cosas extraordinarias, a veces contrarias incluso a ella. Y al mismo tiempo nos quitaron aquello que en la naturaleza es más sencillo y más natural. ¿Qué importa que vivamos más que ellos? Después de nuestro invierno no volverá la primavera, no renaceremos, lo que se acaba se acaba junto con nosotros. Pero a ti, como a mí, algo te atrae a estos fuegos, aunque nuestra presencia aquí sea una burla perversa y blasfema de esta fiesta.

Él guardó silencio. No le gustaba cuando ella se dejaba caer en un estado de ánimo cuyo origen Geralt conocía tan bien. De nuevo, pensó, de nuevo comienza a martirizarla lo mismo. Hubo un tiempo en que parecía que había olvidado, que se había conformado como otras. La abrazó, la apretó contra él, la acunó despacito como a un niño. Ella se lo permitió. Geralt no se asombró de ello. Sabía que lo necesitaba.

—¿Sabes, Geralt? —dijo de pronto, más serena—. Lo que más me ha faltado ha sido tu silencio.

Él rozó con los labios su cabello, su oreja. Te deseo, Yen, pensó, te deseo, lo sabes. Lo sabes, Yen.

—Lo sé —susurró ella.

—Yen...

Suspiró de nuevo.

—Sólo hoy —dijo, mirándolo con los ojos muy abiertos—. Que sea nuestro Belleteyn. Por la mañana nos separaremos. Por favor, no cuentes con más, no puedo, no podría... Perdona. Si te he herido, bésame y vete.

—Si te beso, no me iré.

—Contaba con ello.

Ella alzó la cabeza. Él tocó con su boca sus labios abiertos. Con cuidado. Primero el labio superior, luego el inferior. Introdujo los dedos en los tortuosos rizos, tocó su oreja, su pendiente de diamantes, su cuello. Yennefer, respondiendo a su beso, se aplastó contra él y, prestos y seguros, sus ágiles dedos se hicieron con los broches de su jubón.

Se echó de espaldas sobre la capa tendida en el blando musgo. Él besó uno de sus pechos, sintió cómo el pezón se endurecía y surgía por debajo de la fina tela de la camisa. Respiraba nerviosamente.

—Yen...

—No digas nada... Por favor...

El contacto de su piel desnuda, suave, fría, que electrizaba sus dedos y la palma de su mano. El escalofrío a lo largo de su espalda al arañarle con las uñas. Desde las hogueras, gritos, cantos, silbidos, a lo lejos una tolvanera distante de chispas sobre una nube de humo púrpura. Caricias y roces. De ella. De él. Escalofríos. E impaciencia. Lentos roces de sus esbeltos muslos, que le rodeaban las caderas como si fuera una hebilla.

¡Belleteyn!

La respiración, que se desgarraba en suspiros. Centelleos bajo los pómulos, el perfume de lilas y grosellas. ¿La Reina de Mayo y el Rey de Mayo? ¿Una burla blasfema? ¿El olvido?

¡Belleteyn! ¡La Noche de Mayo!

Un gemido. ¿De ella? ¿De él? Rizos negros sobre los ojos, sobre los labios. Dedos cruzados en manos temblorosas. Un grito. ¿De ella? Pestañas negras. Humedad. Un gemido. ¿De él?

Silencio. Toda la eternidad en silencio.

Belleteyn... Fuego hasta el horizonte...

—¿Yen?

—Oh, Geralt...

—Yen... ¿Estás llorando?

—¡No!

—Yen.

—Me juré a mí misma... Me juré...

—No digas nada. No hace falta. ¿No tienes frío?

—Lo tengo.

—¿Y ahora?

—Mejor.

El cielo clareaba a una velocidad aterradora, la negra pared del bosque definía sus contornos, surgía de la tiniebla sin forma como una clara y dentada línea de copas de árboles. La promesa celeste del amanecer que se arrastraba tras ella se extendía por el horizonte, sofocando las lámparas de las estrellas. Se hizo más frío. Geralt la apretó aún con más fuerza, la cubrió con la capa.

—¿Geralt?

—¿Hmm?

—Va a amanecer.

—Lo sé.

—¿Te herí?

—Un poco.

—¿Comenzará de nuevo?

—Nunca se terminó.

—Por favor... Haces que me sienta...

—No digas nada. Todo está bien.

El olor del humo que vagaba por entre las hogueras. El olor de lilas y grosellas.

—¿Geralt?

—¿Sí?

—¿Recuerdas nuestro encuentro en las montañas de los Milanos? ¿Y aquel dragón dorado...? ¿Cómo se llamaba?

—Tres Grajos. Lo recuerdo.

—Nos dijo...

—Lo recuerdo, Yen.

Lo besó en el lugar donde el cuello da paso a la clavícula, luego apoyó allí la cabeza, le acarició con el cabello.

—Estamos hechos el uno para el otro —susurró—. ¿Puede ser que predestinados el uno al otro? Pero nada saldrá de todo esto. Una pena, pero cuando llegue el alba nos separaremos. No puede ser de otro modo. Tenemos que separarnos para no hacernos daño el uno al otro. Nosotros, predestinados el uno al otro. Hechos el uno para el otro. Una pena. Aquel o aquellos que nos crearon el uno para el otro deberían haberse preocupado de algo más. La mera predestinación no basta, es muy poco. Hace falta algo más. Perdóname. Tenía que decírtelo.

—Lo sé.

—Sabía que no tenía sentido que hiciéramos el amor.

—Te equivocas. Lo tenía. Pese a todo.

—Ve a Cintra, Geralt.

—¿Qué?

—Ve a Cintra. Ve allí y esta vez no renuncies. No hagas lo que hiciste entonces... Cuando estuviste allí...

—¿Cómo lo sabes?

—Sé todo sobre ti. ¿Lo has olvidado? Ve a Cintra, ve lo más deprisa que puedas. Se acercan malos tiempos. Muy malos. Tienes que llegar a tiempo...

—Yen...

—No digas nada, por favor.

Más frío. Cada vez más frío. Y cada vez más claro.

—No te vayas todavía. Esperemos al amanecer.

—Esperemos.

IV

—No os mováis, señor. He de cambiaros las vendas, porque las heridas se os pudren, y la pierna se os hincha horriblemente. Dioses, asqueroso esto se ve... Hay que encontrar a lo más pronto un matasanos...

—Que le den por culo al médico —gimió el brujo—. Trae acá mi cofrecillo, Yurga. Oh, este frasquito. Échamelo directamente a la herida. ¡Oh, su puta madre! Nada, nada, echa más... ¡Oooooh! Vale. Ponle una venda muy gruesa y tápame...

—Está hinchada, señor, toda el anca. Y la fiebre se os come...

—Que le den por culo a la fiebre. ¿Yurga?

—¿Sí, señor?

—He olvidado agradecerte...

—No vos, señor, sino yo, he de agradecer. Vos fuisteis quien la mi vida salvasteis, en mi defensa fue que recibisteis tales injurias. ¿Y yo? ¿Qué es lo que yo hice? ¿Que a persona herida, desvanecida, atendiera, en el carro la echara, no la dejara morirse? Esto es cosa normal y de poco valor, señor brujo.

—No es cosa tan normal, Yurga. Me han abandonado más de una vez... en situaciones parecidas... como a un perro...

El mercader bajó la cabeza, calló.

—Sí, en fin, asqueroso es el mundo alredor —murmuró por fin—. Pero ésa no es razón para que nosotros todos nos volvamos asquerosos. Esto mi padre me enseñó y esto yo a mis hijos les enseño.

El brujo guardó silencio, observó las ramas de los árboles que colgaban sobre el camino, que iban dejando atrás a medida que el carro se movía. El muslo le latía. No sentía dolor.

—¿Dónde estamos?

—Ya cruzamos el vado del río Trava, en los Bosques de la Fragua estamos ya. Esto no es ya Temería, sino Sodden. La frontera, dormido la pasasteis, cuando los aduaneros rebuscaron en el carro. Os digo, mucho extrañáronse de vos. Pero el más viejo os conocía, sin demora nos dejó pasar.

—¿Me conocía?

—Pues claro, lo más seguro. Geralt os llamó. Así dijo: Geralt de Rivia. ¿Así os nombran?

—Así...

—El aduanero aquel prometió a alguien mandar por delante con la noticia de que es preciso un médico. Y aun una cosilla le metí en la mano para que no se olvidara.

—Gracias, Yurga.

—No, señor brujo. Como dijera, yo os agradezco. Y no sólo. Aún a vos algo os debo. Acordamos que... ¿Qué pasa, señor? ¿Débil os sentís?

—Yurga... La redomilla del sello verde...

—Señor... De nuevo vendréis... Como entonces, horrible gritasteis en vuestro sueño...

—Tengo que hacerlo, Yurga.

—Como queráis. Esperad a que lo derrame en un cuenco... Por los dioses, un médico hace falta, cuanto antes, de lo contrario...

El brujo volvió la cabeza. Escuchó...

...los gritos de los niños que jugaban en los fosos interiores, secos, que rodeaban el terreno del castillo. Había como una decena. Los mocosos formaban un alboroto que hacía daño a los oídos, se gritaban mutuamente con voces agudas, excitadas, que se quebraban en falsete. Corrían por el fondo del foso de un lado a otro, semejaban una nube de rápidos pececillos, cambiando inesperada y repentinamente de dirección pero permaneciendo siempre juntos. Como es normal, tras las huellas de los chavales mayores, tan delgados como espantapájaros, corría un fatigado pequeñuelo que era incapaz de seguirles el ritmo.

—Hay muchos —advirtió el brujo.

Myszowor sonrió ácido, palpándose la barba, encogió los hombros.

—Así es, muchos.

—¿Y cuál de ellos... cuál de esos muchachos es el famoso Inesperado?

El druida retiró la vista.

—No me está permitido, Geralt...

—¿Calanthe?

—Por supuesto. ¿Supongo que no te habrás hecho ilusiones de que ella te dará al crío con tanta facilidad? Pues si ya la conoces. Es una mujer de acero. Te diré algo que no debiera decir, con la esperanza de que comprenderás. Cuento también con que no me denunciarás ante ella.

—Habla.

—Cuando el niño nació, hace seis años, me llamó y me ordenó que te buscara. Y te matara.

—La rechazaste.

—A Calanthe no se la rechaza —dijo, serio, Myszowor mirándole directamente a los ojos—. Me disponía a salir al camino cuando me hizo llamar de nuevo. Y revocó la orden sin comentar una palabra. Ten cuidado cuando hables con ella.

—Lo tendré. Myszowor, dime, ¿qué pasó con Duny y Pavetta?

—Navegaban desde Skellige a Cintra. Les sorprendió una tormenta. Del barco no se encontraron ni las astillas. Geralt... El que el crío no estuviera entonces con ellos es una cosa muy extraña. Inexplicable. Iban a llevarle con ellos en el barco, en el último momento no lo hicieron. Nadie sabe por qué motivo. Pavetta nunca se separaba de...

—¿Cómo se tomó esto Calanthe?

—¿Y cómo crees?

—Entiendo.

Gritando como una banda de goblins, los niños fueron hacia arriba y pasaron al lado de ellos. Geralt vio que cerca de la cabeza de la manada corría una muchacha, tan delgada y gritona como los chicos, sólo que agitaba unas trenzas rubias. Con un salvaje guirigay la pandilla se lanzó de nuevo hacia abajo por el inclinado borde del foso. Al menos la mitad, incluyendo a la muchacha, iban resbalando sobre sus traseros. El más pequeño, sin poder alcanzarlos, se dio la vuelta, rodó y ya abajo se puso a llorar a gritos, apretando la rodilla herida. Otros muchachos le rodearon, burlándose y riéndose, después de lo cual siguieron corriendo. La muchacha se quedó junto al pequeño, lo abrazó, le enjugó las lágrimas, manchando su boca de polvo y suciedad.

—Vamos, Geralt. La reina espera.

—Vamos, Myszowor.

Calanthe estaba sentada en un banquillo bastante grande que tenía el respaldo colgado por cadenas a la rama de un enorme tilo. Parecía dormitar pero un corto movimiento del pie, que de vez en cuando ponía en movimiento el columpio, desmentía tal impresión. Con ella había tres jóvenes mujeres. Una estaba sentada en la hierba junto al columpio, su traje relucía sobre el verde como un copo de nieve. Las otras dos, no muy lejos, charloteaban, apartando con cuidado las ramas de un arbusto de frambuesas.

—Señora.

Myszowor se inclinó.

La reina alzó la cabeza. Geralt se arrodilló.

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