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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (21 page)

BOOK: La espada del destino
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—El dueño de La Punta de Lanza —continuó Chappelle— tuvo el descaro de acusar a vuesas mercedes de complots con un demonio, un monstruo al que se nombra cambión o vexling.

Nadie respondió. Chappelle se colocó la mano en el pecho y les dirigió una fría mirada.

—Me siento obligado a avisaros de tal denuncia. Os informo también de que el mencionado posadero ha sido arrojado al calabozo. Existe la sospecha de que ha fantaseado por el influjo de la birra o el aguardiente. Cierto, qué no es lo que no se inventará la gente. En primer lugar, no existen los vexling. Es un invento de campesinos supersticiosos.

Nadie dijo nada.

—En segundo lugar, ¿qué vexling se hubiera atrevido a acercarse a un brujo —sonrió Chappelle— sin ser muerto inmediatamente? ¿Verdad? La acusación del tabernero sería poco más que risible, de no ser por cierto detalle importante.

Chappelle alzó la cabeza, haciendo una notable pausa. El brujo oyó cómo Dainty dejaba escapar poco a poco el aire atrapado en los pulmones en una profunda aspiración.

—Sí, cierto detalle importante —repitió Chappelle—. A saber, tenemos aquí herejía y blasfemia contra lo sagrado. Pues es sabido que ningún, absolutamente ningún vexling, como ningún otro monstruo, podría acercarse a los muros de Novigrado porque aquí, en diecinueve santuarios, arde el Fuego Eterno, cuyo sagrado poder guarda la ciudad. Quien afirme que vio un vexling en La Punta de Lanza, a un tiro de piedra del altar principal del Fuego Sagrado, ése es un blasfemo y hereje y habrá de retirar sus palabras. Si acaso no quisiera retirarlas, se le ayuda a ello en la medida de las fuerzas y medios que, creedme, tenemos a mano en los calabozos. Como veis, no hay de qué preocuparse.

El aspecto de los rostros de Jaskier y del mediano demostraba a todas luces que ambos tenían otra opinión.

—No hay absolutamente ningún motivo para inquietarse —repitió Chappelle—. Pueden los señores dejar Novigrado sin impedimento alguno. No los vamos a retener. Debo, sin embargo, insistir en que vuesas mercedes no hablen a nadie acerca de las lamentables fantasías del posadero, que no comenten estos acontecimientos. Afirmaciones que denigren la Fuerza divina del Fuego Eterno, independientemente de sus intenciones, nosotros, modestos servidores de la iglesia, habríamos de tomarlas como herejía, con todas sus consecuencias. Las propias creencias religiosas de vuesas mercedes, cualesquiera que sean y a las que yo respeto, no importan. Creed en lo que queráis. Yo soy tolerante en tanto en cuanto alguien honra al Fuego Eterno y no blasfema contra él. Y si blasfema, lo mando quemar y eso es todo. Todos en Novigrado son iguales ante la ley. Y la ley es igual para todos: aquel que blasfeme contra el Fuego Eterno va a la hoguera, y sus pertenencias le serán confiscadas. Pero basta. Repito, podéis cruzar las puertas de Novigrado sin estorbo. Lo mejor...

Chappelle sonrió ligeramente, sus mejillas adoptaron un gesto de astucia, pasó la mirada por la plaza. Los pocos paseantes que observaban el suceso apretaron el paso, volvieron la cabeza con rapidez.

—...lo mejor —terminó Chappelle—, lo mejor, ahora mismo. Inmediatamente. Por supuesto, en relación con el respetado mercader Biberveldt tal «inmediatamente» significa «inmediatamente después de poner en regla sus impuestos». Les agradezco a los señores el tiempo que me han concedido.

Dainty, dándose la vuelta, movió los labios sin expulsar sonido. Al brujo no le cupo duda alguna de que tal palabra sin sonido había sido «hijoputa». Jaskier bajó la cabeza, sonriéndose como un tonto.

—Señor brujo —dijo de pronto Chappelle—. Si me hacéis la merced, unas palabrejas a solas.

Geralt se acercó. Chappelle sacó un poco la mano. Si toca mi brazo, lo tumbo, pensó el brujo. Lo tumbo, aunque no sé qué pasará después.

Chappelle no tocó el brazo de Geralt.

—Señor brujo —dijo en voz baja, dando la espalda a los otros—. Sé que otras ciudades, a diferencia de Novigrado, carecen de la protección divina del Fuego Eterno. Pongamos, pues, que un ser parecido a un vexling ronda por una de tales ciudades. Por curiosidad, ¿cuánto cobraríais por capturar vivo al vexling?

—No me ocupo de cazar monstruos en ciudades habitadas. —El brujo encogió los hombros—. Podría quizá sufrir daño algún inocente.

—¿Y tanto os interesa la suerte de los inocentes?

—Tanto me interesa. Porque por lo general se me carga con la responsabilidad por su suerte. Y se me amenaza con las consecuencias.

—Entiendo. ¿Y no sería esa preocupación por la suerte de los inocentes inversamente proporcional a la cantidad de la paga?

—No lo sería.

—Tu tono, brujo, no me gusta demasiado. Pero no importa, entiendo lo que sugieres con ese tono. Sugieres que no quieres hacer... lo que podría pedirte, por lo que la cantidad de la paga no tiene significado. ¿Y el género de la paga?

—No entiendo.

—No lo creo.

—Aun así.

—Puramente teórico —dijo Chappelle, bajito, tranquilo, sin maldad o amenaza en la voz—, sería posible que la paga por tus servicios fuera la garantía de que tú y tus amigos saldríais vivos de... esa ciudad teórica. Entonces, ¿qué?

—A esa pregunta —el brujo adoptó una sonrisa pavorosa— no se puede responder teóricamente. La situación de la que hablas, honorable Chappelle, convendría comprobarla en la práctica. No tengo prisa ninguna por ello, pero si hiciera falta... Si no hubiera otra salida... Estoy listo a ejercitarla.

—Ja, y puede que tengas razón —respondió, impasible, Chappelle—. Teorizamos demasiado. En cuanto a la práctica, veo que no habrá colaboración. ¿Y puede que esto esté bien? En cualquier caso alimento la esperanza de que esto no vaya a ser causa de conflicto entre nosotros.

—Yo también —dijo Geralt— alimento tal esperanza.

—Entonces que arda en nosotros esa esperanza, Geralt de Rivia. ¿Sabes lo que es el Fuego Eterno? ¿La llama que no se apaga, el símbolo de perduración, el camino a seguir en las tinieblas, la promesa de progreso, de un mañana mejor? El Fuego Eterno, Geralt, es la esperanza. Para todos, para todos sin excepción. Porque si hay algo que sea compartido... por ti, por mí... por otros... es justamente la esperanza. Recuérdalo. Encantado de haberte conocido, brujo.

Geralt se inclinó ceremoniosamente, en silencio. Chappelle le miró un segundo, luego se dio la vuelta con energía y marchó a través de la plaza, sin mirar a su escolta. Los hombres armados con lamias se movieron tras él, formando una columna.

—Ay, madrecita de mis entrañas —lloriqueó Jaskier, mirando asustado a los que se iban—. Cuidado que tuvimos suerte. Si es que se ha acabado. Porque puede que nos agarren ahora...

—Tranquilízate —dijo el brujo— y deja de quejarte. Al fin y al cabo no ha pasado nada.

—¿Sabes quién era ése, Geralt?

—No.

—Ése era Chappelle, el vicario para asuntos de seguridad. El servicio secreto de Novigrado está sujeto a la iglesia. Chappelle no es sacerdote sino la eminencia gris de la jerarquía, el más poderoso y peligroso individuo de la ciudad. Todos, incluso el Concejo y los gremios se cagan de miedo ante él porque es un canalla de pura cepa, Geralt, embriagado de poder como las arañas de sangre. Aunque en voz baja, se habla en la localidad sobre lo que es capaz de hacer. La gente desaparece sin dejar huella. Falsas acusaciones, torturas, asesinatos secretos, terror, chantaje y robo normal y corriente. Coacción, estafa y chanchullos. Por los dioses, en bonita historia nos has metido, Biberveldt.

—Tranquilo, Jaskier —bufó Dainty—. ¡Justamente tú eres quien no tiene que tener miedo! Nadie toca a un trovador. Por motivos que desconozco sois intocables.

—Un poeta intocable —gimió Jaskier, aún pálido— también puede, en Novigrado, caer bajo las ruedas de un carro desbocado, envenenarse mortalmente con un pescado o por su mala fortuna ahogarse en el interior del foso. Chappelle es especialista en tales accidentes. El que haya hablado con nosotros lo considero inédito. Una cosa es segura: no lo ha hecho sin ningún motivo. Trama algo. Ya veréis, enseguida nos van a colgar algo, nos atraparán y se pondrán a torturarnos bajo la majestad de la ley. ¡Así se hace aquí!

—En eso que dice —le habló el mediano a Geralt— hay mucho de verdad. Tenemos que tener cuidado. ¡Que un canalla como ese Chappelle todavía holle la tierra! Desde hace años se dice que está enfermo, que la sangre se le envenena y todos están esperando a ver cuándo estira la pata...

—Cállate, Biberveldt —susurró con miedo el trovador, mirando a su alrededor— porque en cualquier momento te puede oír alguien. Mirad cómo todos nos contemplan. Larguémonos de aquí, os digo. Y aconsejo que nos tomemos en serio lo que nos dijo Chappelle sobre el doppler. Yo, por ejemplo, en mi vida he visto ningún doppler, si es necesario lo juraré por el Fuego Eterno.

—Mirad —dijo de pronto el mediano—. Alguien corre hacia nosotros.

—¡Huyamos! —chilló Jaskier.

—Tranquilo, tranquilo —sonrió ampliamente Dainty, y se pasó los dedos por la melena—. Lo conozco. Es Almízclete, un mercader local, tesorero del Gremio. Hemos hecho negocios juntos. ¡Eh, mirad qué cara pone! ¡Como si se hubiera cagado en los pantalones! ¡Eh, Almízclete! ¿Me buscas a mí?

—¡Por el Fuego Eterno! —jadeó Almízclete, echando hacia atrás la gorrilla de piel de zorro y limpiándose la frente con una manga—. Estaba seguro de que te habían metido en la barbacana. Cierto, un milagro es. Estoy asombrado...

—Muy amable de tu parte —le cortó el mediano con acritud— por asombrarte. Alégranos aún más y cuéntanos por qué.

—No te hagas el tonto, Biberveldt. —Almizclete frunció el ceño—. Toda la ciudad ya sabe qué negocio has hecho con las cochinillas. Todos hablan de ello, y, claro, a las autoridades les ha llegado y a Chappelle, que algún listeras, algún tío hábil ganó gracias a lo que ha pasado en Poviss.

—¿De qué coño hablas, Almizclete?

—Oh, dioses, deja ya, Dainty, de mover la cola y decir que nones. ¿Compraste cochinillas? ¿Casi gratis, a cinco y veinte la fanega? Las compraste. Aprovechando la poca demanda, pagaste con un aval de cambio, ni un real de dinero líquido metiste en ello. ¿Y qué? En un solo día colocaste toda la carga por cuatro veces su precio, por dinero contante y sonante encima de la mesa. ¿Vas a tener el descaro de afirmar que se trata de una casualidad, que es pura suerte? ¿Que cuando compraste las cochinillas no tenías ni pajolera idea del golpe en Poviss?

—¿De qué? Pero ¿de qué hablas?

—¡En Poviss hubo un golpe! —gritó Almizclete—. ¡Y esa, cómo se llama, sí... revoloción! ¡Derrocaron al rey Rhyd, ahora gobierna allí el clan de los Thyssenidos! La corte, la nobleza y el ejército de Rhyd iban de azul, y por eso las tenerías de allí sólo índigo compraban. Pero el color de los Thyssenidos es el escarlata, así que el índigo se ha abaratado y las cochinillas se han puesto por las nubes, ¡y así ha salido a la luz que justamente tú, Biberveldt, tienes tus zarpas puestas en el único cargamento que hay a mano! ¡Ja!

Dainty callaba, abatido.

—Listeras, Biberveldt, no se puede decir que no —siguió Almizclete—. Y ni palabra a nadie, ni siquiera a los amigos. Si hubieras dicho algo, puede que todos hubiéramos ganado, incluso una factoría conjunta hubiéramos podido poner. Pero, no, tú preferías solo, sin decir ni pío. Como quieras, pero no cuentes conmigo nunca más. Por el Fuego Sagrado, verdad es que todos los medianos son unos canallas egoístas y unas mierdas de perro. A mí Vimme Vivaldi nunca me da un aval de cambio, ¿y a ti? Sin pensarlo. Sois todos la misma banda, vosotros, inhumanos de mierda, que sois como veletas, medianos y enanos. ¡Así os cojáis la peste!

Almízclete escupió, dio la vuelta sobre sus talones y se fue. Dainty, pensativo, se rascó la cabeza, haciendo rechinar sus cabellos.

—Algo se me ocurre, muchachos —dijo por fin—. Ya sé lo que tenemos que hacer. Vamos al banco. Si alguien puede entender algo de todo esto, ese alguien es justamente mi amigo, el banquero Vimme Vivaldi.

III

—Me imaginaba los bancos de otra manera —susurró Jaskier, mirando el establecimiento—. ¿Dónde guardan el dinero, Geralt?

—El diablo lo sabe —respondió en voz baja el brujo, escondiendo la manga rota del gabán—. ¿Quizás en el sótano?

—Y una mierda. He estado mirando todo, aquí no hay sótano.

—Entonces en la troje.

—Por favor, pasad a la oficina —dijo Vimme Vivaldi.

Los jóvenes humanos y los enanos de edad desconocida sentados ante largas mesas estaban ocupados en cubrir pliegos de pergamino con filas de cifras y letras. Todos sin excepción tenían la espalda doblada y sacaban un poco la lengua. El trabajo, le parecía al brujo, era diabólicamente monótono, pero parecía absorber por completo a los empleados. En un rincón, en un escabel bajito, se sentaba un abuelete con aspecto de pordiosero ocupado en afilar las plumas. No le iba demasiado bien.

El banquero cerró con cuidado la puerta del despacho, se acarició la larga, blanca y bien cuidada barba, aquí y allá manchada de tinta, y se colocó la almilla de terciopelo color burdeos, abrochándosela con dificultad sobre su considerable barriga.

—¿Sabéis, señor Jaskier? —dijo, sentándose tras una enorme mesa de caoba repleta de pergaminos—. Os imaginaba completamente distinto. Y conozco vuestras canciones, las conozco, las he oído. Sobre la reina Vanda, que se ahogó en un río de Mierde, porque nadie la quería. Y sobre el pájaro martinete, que se cayó a un retrete...

—Eso no es mío. —Jaskier enrojeció de rabia—. ¡En mi vida he escrito algo así!

—Ah. Entonces, perdón.

—¿Podríamos ir al grano? —terció Dainty—. El tiempo vuela y vosotros diciendo chorradas. Estoy metido en un buen lío, Vimme.

—Me lo imaginaba —afirmó con la cabeza el enano—. Como recordarás, te lo advertí, Biberveldt. Te dije hace tres días que no pusieras dinero en ese aceite rancio. ¿Qué más da que fuera barato? El precio nominal no es importante, lo importante es el nivel de beneficio al venderlo. Lo mismo con esa esencia de rosas y esa cera y esas escudillas de barro. ¿Qué mosca te picó, Dainty, para comprar esa porquería, y además con dinero contante y sonante, en vez de, como es razonable, pagar a crédito o con una letra de cambio? Te dije, los costes de almacenaje son aquí en Novigrado terriblemente altos, en dos semanas superarán el valor de tu mercancía y tú...

—Ya —gimió en voz baja el mediano—. Di, Vivaldi. ¿Yo qué?

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