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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La espada del destino (17 page)

BOOK: La espada del destino
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Miró de nuevo hacia el sol, reduciendo su retina a una rendija perpendicular. Hermoso día, pensó. Hermoso día para luchar.

Suspiró, escupió y poco a poco fue subiendo la callejuela, a lo largo de la muralla, que exhalaba una fuerte y penetrante fragancia a revocadura mojada y a mortero de cal.

—¡Eh, tú, bicho raro!

Miró a su alrededor. El Cigarra, en compañía de tres armados personajes de mala catadura, estaba sentado en unas vigas amontonadas junto al muro. Se levantó, se desperezó, salió al centro de la calleja, intentado evitar los charcos con mucha atención.

—¿Adónde vas?

—No es asunto tuyo.

—Para dejarlo clarito, me importan un pimiento el estarosta, el hechicero y toda esta ciudad de mierda —dijo El Cigarra, subrayando lentamente la palabra—. Se trata de ti, brujo. No alcanzarás el final de esta calleja. ¿Me oyes? Quiero comprobar cuán hábil eres en la lucha. Esto me quita el sueño. Estate quieto, te digo.

—Quítate de mi camino.

—¡Estate quieto! —aulló El Cigarra, poniendo la mano sobre el puño de la espada—. ¿No has captado lo que he dicho? ¡Vamos a luchar! ¡Te estoy retando! ¡Ahora veremos quién es el mejor!

Geralt encogió los hombros, sin aflojar el paso.

—¡Te estoy retando! ¿Me escuchas, engendro? —gritó El Cigarra, saliéndole al paso de nuevo—. ¿A qué esperas? ¡Saca el yerro! ¿Qué es esto, es que has cogido miedo? ¿O es que sólo te pones para los que, como Istredd, se han jodido a tu bruja?

Geralt siguió adelante, obligando a El Cigarra a retroceder, a mantener una torpe marcha hacia atrás. Los individuos que acompañaban a El Cigarra se alzaron del montón de maderos, se movieron hacia ellos, siguiéndolos por detrás, de lejos. Geralt escuchó cómo el barro chasqueaba bajo sus botas.

—¡Te reto! —repitió El Cigarra, palideciendo y enrojeciendo alternativamente—. ¿Me oyes, brujo de mierda? ¿Qué más te hace falta? ¿Tengo que escupirte en los morros?

—Escupe si quieres.

El Cigarra se detuvo y, de hecho, tomó aliento, colocando los labios en posición de escupir. Miraba a los ojos del brujo, no a sus manos. Y eso fue un error. Geralt, aún sin aflojar el paso, le golpeó como un relámpago, sin tomar impulso, sólo con la fuerza de la marcha, el puño en el guante anillado. Le golpeó en la propia boca, directamente en los labios apretados. Los labios de El Cigarra se rasgaron, estallaron como cerezas aplastadas. El brujo se enderezó y golpeó otra vez, en el mismo lugar, esta vez tomando un corto impulso, percibiendo que junto con la fuerza y el ímpetu del golpe salía de él también la rabia. El Cigarra, dando vueltas con una pierna en el barro y otra hacia arriba, vomitaba sangre y chapoteaba en los charcos, boca arriba. El brujo escuchó detrás de sí un silbido de una hoja contra su vaina, se detuvo y se dio la vuelta con fluidez, con la mano en la empuñadura de la espada.

—Venga —dijo, con la voz temblándole de rabia—. Venga, adelante.

El que había tomado el arma le miró a los ojos. Durante un segundo. Luego retiró la mirada. Los otros comenzaron a retroceder. Lentamente, luego más rápido. Al oír esto, el hombre de la espada retrocedió también, moviendo los labios pero sin emitir sonido. El que estaba más lejos se dio la vuelta y echó a correr, salpicando de barro. Los que quedaban se quedaron quietos en el sitio, no intentaron acercarse.

El Cigarra se retorció en el lodo, se incorporó, apoyándose en los codos, murmuró, carraspeó, escupió algo blanco junto con una buena cantidad de rojo. Al pasar a su lado, Geralt le dio un puntapié con repugnancia en la mejilla, aplastándole el maxilar, y enviándole de nuevo al charco.

Siguió adelante, sin mirar hacia atrás.

Istredd ya estaba junto al pozo, de pie, apoyado en el entibado del torno de madera, verdoso de musgo. Ceñía la espada al cinto. Una hermosa, ligera espada tergana con el guardamanos semiabierto, que apoyaba el redondeado extremo de la vaina en la caña brillante de una bota de montar. En el hombro del hechicero había un vigilante pájaro negro.

Una milana.

—Estás aquí, brujo.

Istredd tendió a la milana una mano enguantada; delicada y cuidadosamente puso al pájaro sobre el tejadillo del pozo.

—Estoy aquí, Istredd.

—No creía que fueras a venir. Pensaba que te habías ido.

—No me he ido.

El hechicero se rió a carcajada limpia, sonoramente, echando la cabeza hacia atrás.

—Ella quería... quería salvarnos —dijo—. A ambos. No pasa nada, Geralt. Cruzaremos las espadas. Ha de quedar sólo uno.

—¿Piensas luchar con la espada?

—¿Te extraña? Tú también piensas luchar con la espada. Venga, vamos.

—¿Por qué, Istredd? ¿Por qué con la espada y no con magia?

El hechicero palideció, los labios le temblaron, nerviosos.

—¡Venga, te digo! —gritó—. ¡No es hora para preguntar, la hora de las preguntas ha terminado! ¡Ésta es la hora de los hechos!

—Quiero saber —dijo con lentitud Geralt—. Quiero saber por qué la espada. Quiero saber de dónde y por qué ha salido esa milana negra. Tengo derecho a saber. Tengo derecho a la verdad, Istredd.

—¿A la verdad? —repitió amargamente el hechicero—. Bueno, puede que sí. Sí, puede que sí. Nuestros derechos son parejos. ¿La milana, preguntas? Llegó volando al amanecer, mojada por la lluvia. Traía una carta. Muy corta, la sé de memoria. «¡Adiós, Val. Perdóname. Son dones que no se deben aceptar, y no hay dentro de mí nada con lo que pudiera corresponderte. Y ésta es la verdad, Val. La verdad es una esquirla de hielo.» ¿Y qué, Geralt? ¿Te ha satisfecho? ¿Has hecho uso de tu derecho?

El brujo afirmó con la cabeza lentamente.

—Bien —dijo Istredd—. Ahora yo haré uso del mío. Porque yo no acepto esta carta. Yo no puedo sin ella... Prefiero... ¡Venga, diablos!

Se enderezó y sacó la espada con un rápido y hábil movimiento, que dejaba adivinar un largo entrenamiento. La milana graznó.

El brujo se mantuvo inmóvil, con los brazos a los costados.

—¿A qué esperas? —tartamudeó el hechicero.

Geralt alzó la cabeza poco a poco, le miró por un instante, luego volvió los talones.

—No, Istredd —dijo en voz baja—. Adiós.

—¿Qué significa esto, diablos?

Geralt se detuvo.

—Istredd —dijo por encima del hombro—. No metas a otros en esto. Si has de hacerlo, cuélgate en el establo de tus bridas.

—¡Geralt! —gritó el hechicero, y la voz se le quebró de pronto, dio un eco falso, una nota desafinada—. ¡Yo no me resigno! ¡Iré tras ella hasta Vengerberg, iré tras ella hasta el fin del mundo, la encontraré! ¡No renuncio a ella! ¡Quiero que lo sepas!

—Adiós, Istredd.

Entró en el callejón, sin volverse una sola vez. Anduvo sin prestar atención a la gente que con rapidez se apartaba de su camino, a los chasquidos apresurados de puertas y postigos. No percibía a nada ni a nadie.

Pensaba en la carta que le esperaba en la posada.

Apretó el paso. Sabía que en la cabecera de la cama le esperaba una milana negra, mojada por la lluvia, que portaba una carta en el curvo pico. Quería leer aquella carta cuanto antes.

Aunque sabía cuál era su contenido.

Fuego eterno
I

—¡Sucio gorrino! ¡Soplagaitas sin talento! ¡Embaucador!

Geralt, con curiosidad, detuvo su yegua en la esquina de la calleja. Antes incluso de que localizara el origen de los gritos, se unió a ellos un ronco sonido de cristales rotos. Un tarro de confitura de cerezas, pensó el brujo. Tal sonido lo produce un tarro de confitura de cerezas cuando se lo tiran a alguien desde una buena altura o con mucha fuerza. Lo recordaba bien: Yennefer, en su furia, cuando vivían juntos, le había arrojado más de una vez botes de confitura. Los que le habían dado sus clientes, claro. Yennefer no tenía ni idea de cómo se hacen las confituras y la magia era, en este sentido, insatisfactoria.

Al otro lado de la esquina de la callejuela, bajo una estrecha casa pintada de rosa, se había reunido un buen grupo de mirones. En un balcón pequeño y lleno de flores, justo debajo del inclinado alero del tejado, había una joven de cabellos claros vestida con un camisón. Doblando un brazo más bien rollizo y redondeado que le salía por entre los volantes, la mujer lanzó con brío una maceta desportillada.

Un delgaducho con un sombrerillo de color ciruela coronado por una pluma blanca saltó como escaldado, la maceta chocó contra el suelo justo delante de él, rompiéndose en pedazos.

—¡Por favor, Vespula! —gritó el hombre del sombrerillo emplumado—. ¡No hagas caso a las malas lenguas! ¡Te he sido fiel! ¡Que me caiga muerto si no digo la verdad!

—¡Canalla! ¡Hijo de diablo! ¡Pordiosero! —gritó la rolliza rubita y se metió dentro de la casa, sin duda en busca de nuevos proyectiles.

—¡Eh, Jaskier! —llamó el brujo, dirigiendo hacia el campo de batalla a su yegua, que resoplaba y se resistía—. ¿Cómo te va? ¿Qué es lo que pasa?

—Bien —dijo el trovador, sonriendo—. Como siempre. Hola, Geralt. ¿Qué te trae por aquí? ¡Coño, cuidado!

Una jarrita de cinc brilló en el aire y resonó con un tintineo sobre los adoquines. Jaskier la alzó, la observó y la tiró al sumidero.

—¡Llévate estos jarapos! —gritó la rubita, haciendo ondular graciosamente los volantes sobre sus rollizos pechos—. ¡Y fuera de mi vista! ¡No vuelvas a pisar por aquí, musicucho!

—Esto no es mío —se sorprendió Jaskier mientras levantaba del suelo unos pantalones de hombre con las perneras de distintos colores—. ¡En mi vida he tenido unos pantalones así!

—¡Lárgate! ¡No quiero verte! Tú... tú... ¿Sabes cómo eres en la cama? ¡Una nulidad! ¡Una nulidad! ¿Me oyes? ¿Me oís, vecinos?

Silbó otra maceta, el tallo seco que crecía en ella aleteó. Jaskier apenas alcanzó a agacharse. Después de la maceta, voló hacia abajo, girando, un caldero de cobre de una capacidad mínima de dos galones y medio. La multitud de mirones, que se mantenía más allá del alcance de los disparos, rompió a reír. Aquellos más humorescos dieron bravos y, con malicia, iban incitando a la rubia a pasar a la acción.

—¿No tendrá una ballesta en casa? —se intranquilizó el brujo.

—No puede descartarse —dijo el poeta y señaló con la cabeza hacia el balcón—. Tiene la casa llena de trastos. ¿Has visto los pantalones?

—¿Y no sería mejor que nos fuéramos de aquí? Ya volverás cuando se tranquilice.

—Qué diablos —se enervó Jaskier—. No pienso volver a una casa desde la que se echan sobre mí calumnias y cacharros de cobre. Declaro rota esta corta relación. Esperaremos solamente a que tire mi... ¡Oh, madre, no! ¡Vespula! ¡Mi laúd!

Se lanzó, extendió los brazos, tropezó, cayó, atrapó el instrumento en el último momento, casi en el empedrado ya. El laúd gimió lastimosa y musicalmente.

—Uff —suspiró el bardo, levantándose del suelo—. Lo tengo. Bien bueno es, Geralt, ya podemos irnos. Tengo aún en su casa, cierto, un abrigo de cuello de marta, pero qué se le va a hacer, que sea mi castigo. El abrigo, si no la conozco mal, no lo tira.

—¡Paleto mentiroso! —voceó la rubia y al mismo tiempo escupió abundantemente desde el balcón—. ¡Vagamundo! ¡Pavo real afónico!

—¿Por qué está ella así contigo? ¿Qué es lo que le has liado, Jaskier?

—Lo de siempre —se encogió de hombros el trovador—. Exige monogamia, como todas, y va y ella misma tira a un servidor pantalones ajenos. ¿Has oído lo que ha gritado sobre mí? Por los dioses, yo también conozco a algunas que cierran las piernas de forma más bonita de lo que ella las abre, pero no voy gritándolo por las calles. Vámonos de aquí.

—¿Adónde propones?

—¿Y qué piensas? ¿Al Santuario del Fuego Eterno? Ven, vamos a pasarnos por La Punta de Lanza. Tengo que calmarme los nervios.

El brujo, sin protestar, condujo a la yegua siguiendo a Jaskier, quien, a paso vivo, se metía por un estrechísimo callejón. Mientras marchaba, el trovador apretó el mástil del laúd, probó a rasguear las cuerdas, tañó un profundo y vibrante acorde.

Soplaba la brisa de otoño perfumada y con el viento huía el sentido de las palabras. Así ha de ser, no pueden cambiar nada los brillantes en la punta de tus pestañas.

Se detuvo, saludó alegremente con la mano a dos mocosas que pasaron al lado con cestos llenos de verduras. Las mocosas risotearon.

—¿Qué te trae a Novigrado, Geralt?

—Las compras. Atelajes, unos cuantos avíos. Y un gabán nuevo. —El brujo se ajustó la crujiente piel que olía a nuevo—. ¿Qué te parece mi nuevo gabán, Jaskier?

—No vas a la moda. —El bardo torció el gesto y se quitó una pluma de pollo de la manga de su resplandeciente caftán de color azul flor de aciano, con mangas de bullón y cuello recortado en dientes de sierra—. ¡Ah! Me alegro de que nos hayamos encontrado. Aquí, en Novigrado, la capital del mundo, el centro y la cuna de la cultura. ¡Aquí puede el hombre de talento respirar a pleno pulmón!

—Vayamos a respirar a otra callejuela —propuso Geralt mirando al andrajoso sujeto que, en cuclillas y con los ojos desencajados, exoneraba el vientre en un callejón lateral.

—Tu eterno sarcasmo resulta en verdad irritante. —Jaskier torció el gesto de nuevo—. Novigrado, como te digo, es la capital del mundo. Casi treinta mil habitantes sin contar los de paso. ¿Te haces una idea? Casas de buenos muros, calles principales empedradas, puerto de mar, alhóndigas, cuatro molinos de agua, mataderos, serrerías, una gran manufactura de botines, y además todos los gremios y artesanías imaginables. Una casa de cambio, ocho bancos y diecinueve montes de piedad. Un castillo y un cuerpo de guardia que quitan el aliento. Y entretenimientos: un cadalso, una horca con trampilla, treinta y cinco tabernas, una casa de comedias, una casa de fieras, un bazar y doce lupanares. Y santuarios, no recuerdo cuántos. Muchos. Va, y esas mujeres, Geralt, limpitas, peinaditas y perfumadas, esos rasos, esos terciopelos, esas sedas, esos corsetes y cintillas... ¡Oh, Geralt! Los versos mismos saltan a mis labios:

Allá donde vives, ya es blanco de nieve,

ciénagas y lagos se vuelven cristal.

Así ha de ser, a cambiar nada alcanza

la que en tus ojos acecha, nostalgia sin par.

—¿Un nuevo romance?

—Ajá. Lo llamo «Invierno». Pero no está listo todavía, no puedo terminar, estoy totalmente alterado a causa de Vespula y las rimas no me cuajan. Ah, Geralt, me olvidé de preguntarte. ¿Cómo te va con Yennefer?

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