Los criados renovaron las provisiones. César asió su jarra de vino y bebió un profundo sorbo. Parecía repentinamente aliviado.
—Bien —continuó—, creo que puedo perdonaros el haberme llenado de bayaderas, pitonisas y barbudos el césped de esta villa. El rapto de Cleopatra, hallándose bajo la protección de la república romana, habría motivado una gravísima crisis internacional. Aquí están los cinco talentos prometidos. Y podéis estar seguros de que en mi próximo atentado no dejaré de llamaros.
—Corresponden a mi sobrino —afirmó Alcímenes—. Suyo ha sido todo el mérito de la investigación —con esta suma podía fletar un barco entero para regresar a Atenas. Pero la ética profesional me forzó a puntualizar.
—No estoy tan convencido de merecerlos. Arsínoe se ha fugado, en parte por causa de mi intervención. —César me miró con expresión risueña.
—¿Puedo confiar en vuestra discreción? —planteó—. Esa ha sido tu mejor aportación al caso —ante mi desconcierto el dictador añadió—: Cleopatra empezaba a ser una aliada demasiado exigente. Con su hermana en libertad el trono de Egipto vuelve a estar en litigio y las legiones romanas pueden desnivelar el fiel de cualquier balanza. Tal vez al principio esté un poco furiosa, al verse burlada por su prisionera con sus propias armas, pero estoy seguro de que se mostrará mucho más razonable.
—Ella misma ha podido probar durante unas horas lo amargo de su medicina —agregué.
—¿Quién ha dicho unas horas? —se asombró César—. Me habéis hecho unas revelaciones muy interesantes, pero vengo del Senado y los oradores del partido conservador me producen siempre un dolor de cabeza insoportable. Creo que tardaré varios días en comprender la verdad y, entretanto, deberé respetar la incomunicación de la presa decretada por Cleopatra. Al fin y al cabo yo mismo se la regalé —sonrió maliciosamente y concluyó—: Alguien ha de aprender que ni de broma deben arrojarse jabalinas contra un cónsul.
En este punto fuimos interrumpidos por la presencia del centurión Araneo que tras cuadrarse con la contundencia habitual manifestó:
—Un tal Quinto Tóculo se ha presentado en la villa en compañía del pretor. Reclaman a la esclava Baiasca —Alcímenes exhibió un gesto triunfal.
—Diles que se incorporen a nuestro pequeño ágape —indicó. Araneo miró hacia César, no muy conforme con la imperiosidad de mi tío, y se resignó a obedecer.
El usurero se aproximó con paso decidido, seguido por un caballero entogado. Al divisar a Baiasca exhibió su característica sonrisa lobuna, que enfrió considerablemente al posar la mirada en mí. Cuando llegó a Alcímenes se detuvo en seco, acometido por un temblor de rodillas muy disculpable. No todos los días se encuentra uno con el fantasma de su deudor, regresado del Hades para saldar sus cuentas.
—Esta esclava fue enajenada por error —alegó el pretor, sin percatarse del repentino pavor de su acompañante—. Quinto Tóculo era su depositario en prenda, sin facultades para venderla. Debe ser inmediatamente restituida —mi tío se incorporó y extendió hacia el trémulo usurero un índice acusador.
—Arresta a ese sujeto —ordenó.
—¿Por qué? —se pasmó el pretor.
—No lo sé —medió César—. Pero si este hombre lo dice, será *mejor que lo hagas inmediatamente.
—Necesito una acusación y pruebas concretas.
—Manda traer a Proelia, la bruja de Ishtar —solicitó Alcímenes—. Y aquí —añadió, sacando de su faltriquera cinco hojas de parra, cuidadosamente dobladas— está la copia de una tablilla cuya lectura te apasionará.
La sesión judicial resultó mucho más breve de lo previsto. Antes de que Proelia, liberada de sus ataduras, llegase a abrir la boca ya el usurero había iniciado entre sollozos y gemidos la confesión completa de su fraude. Tras una amplia conversación con mi tío el pretor ordenó a su escolta que dispusiese a Tóculo, al sirio y a su ramillete de mujeres-serpiente para su traslado a la cárcel Mamertina, requiriendo a la vez la detención inmediata de Timoleón, Livisa y Laurencio. La mención del padre de Marcia me produjo cierta desazón interna y el pensamiento de que nada podía hacer ya en su ayuda no contribuyó precisamente a calmarla.
Caminé al lado de Alcímenes hacia el cuerpo de guardia. Baiasca nos seguía, una vez anulada por el pretor su constitución en prenda. Los ojos le brillaban más que nunca, en indicación flagrante de que ya acariciaba su inminente retorno a la tierra de los cémpsicos. Me volví hacia Alcímenes con la inevitable pregunta:
—¿De dónde has sacado esas hojas? Yo mismo vi cómo las devoraba un caballo —mi pariente volvió a sonreír.
—Es prodigioso que las haya regurgitado tan limpiamente —comentó—. Aunque si te fijas bien observarás que los jugos gástricos del animal han dilatado la amplitud de sus trazos, demasiado anchos para haber sido marcados por la fina uña de Baiasca —miré de reojo las fuertes manos de mi tío.
—¿También tú copiaste la tablilla? —me admiré.
—Solamente obtuve un duplicado de la copia de Baiasca, cuando la visité en la factoría por la mañana antes de que la encadenaran. En realidad sólo me dio tiempo a terminar la primera hoja. Después la jefa de esclavas la reclamó y tuve que interrumpir la tarea.
—¿Y las demás?
—Las he rellenado yo, un tanto caprichosamente. Sabía que Tóculo se derrumbaría ante su simple visión, sin necesitar de su lectura.
—Hay un dato inconexo —acusé—. Cuando Tóculo vendió a Baiasca ignoraba que ésta había copiado su tablilla en unas hojas de parra. ¿Por qué le iban a impresionar unos pámpanos?
—Porque esta mañana le he enviado a un mensajero, de parte del sirio, para restituirle la primera hoja, o más bien un nuevo duplicado que he obtenido. En teoría se le había caído a Baiasca al abandonar la factoría y el sirio temía que se tratase de algún importante apunte de las cuentas de la vendimia. Mi agente dejó caer que antes de embarcar visitarían la villa Juliana.
—Y entonces Tóculo se ha apresurado a buscar al pretor para deshacer la venta, recuperar los pámpanos y matar a Baiasca antes de que pudiese delatarle —completé—. Gracias a lo cual has podido darte el gusto de asistir a su detención en primera fila.
—Me encanta facilitar la labor de la justicia —se justificó mi tío—. Bien, allí tenemos nuestra biga.
—Pertenece al ejército —opuse—. Había llegado a coger cariño a esos caballos, pero solamente me la prestaron mientras durase mi investigación y Araneo impedirá que me la lleve —mi tío se encogió de hombros.
—Deja a Araneo de mi cuenta —fue toda su respuesta.
Y en efecto, poco después nuestro tiro de caballos, definitivamente licenciados del servicio, hacía la primera detención de su carrera civil frente a la puerta del consultorio. Alcímenes examinó el rótulo anunciador.
—Cuando regresemos al palacio tendremos que encargar una placa más grande —señaló—. Alcímenes y Diomedes, exquirientes asociados —creí urgente deshacer todo posible malentendido.
—Nada hay tan alejado de mis planes como permanecer en esta ciudad de locos —afirmé. Mi consanguíneo me miró con incredulidad.
—Pero tú tienes unas dotes extraordinarias para el oficio de exquiriente —aseguró—. Facilidad de comprensión, sangre fría e improvisación. Tal vez te falte un poco de intuición... —Alcímenes meditó unos instantes y rectificó—: Te falta bastante intuición, pero en tanto la adquieres puedes contar con el apoyo de mi experiencia —moví la cabeza con decisión.
—Mi mayor anhelo —expuse— es tomar el primer barco hacia Atenas y cultivar pacíficamente mis olivares, sin relacionarme con más criminales ni ladrones que los recaudadores de impuestos romanos. Y no veo quién puede evitarme cumplirlo.
—¡Qué lastima! —deploró mi tío—. Proyectaba pasar una temporada en Capri, recuperándome de las fatigas de la mendicidad, y había pensado dejarte al frente del negocio durante mi ausencia.
—En Grecia tienes otros muchos sobrinos esperando tu llamada —rehusé—. Yo ya he contribuido suficientemente a las cargas familiares.
—Como quieras —se resignó mi tío—. Aunque creo que, antes de volar hacia tus añoradas aceitunas, deberás atender a aquella dama. Juraría que viene en tu busca.
En efecto, una mujer avanzaba desde la esquina del templo de Pomona, apoyándose penosamente en un bastón. La capucha de su manto largo y el embozo que la ocultaba descubrían apenas una porción de sus mejillas, pero fue suficiente para que Baiasca y yo diésemos un paso atrás, horrorizados ante sus úlceras y sus ronchas escarlatas. La desconocida fijó su vista en la cémpsica y preguntó con voz trémula:
—¿Es alguno de vosotros Diomedes el ateniense? Vengo de muy lejos para exponerle mi terrible problema.
—Será mejor que os dejemos solos —opinó mi tío—. Creo que el caso que quiere plantearte Marcia es estrictamente personal —mi ex-ayudante se volvió hacia él con estupor.
—¿Cómo has podido descubrirme? —se asombró.
—Primero, es natural que antes de partir con tu padre hacia el extranjero quisieras pasar a despedirte de Diomedes. Segundo, nadie más en el mundo se habría sorprendido de ver a Baiasca en esta plaza, en lugar de ensayando pasos de baile con el sirio. Tercero, he visto leprosos de muchas clases, pero ninguno con la manicura recién hecha —Baiasca cruzó su mirada con la romana, sin reducir el diámetro de su sonrisa, y se adentró con mi tío en las profundidades de la casa. Marcia me siguió hasta el consultorio, se instaló en la silla de los clientes y retiró sus velos y capuchas.
—¿Quién es ese tipo? —se interesó, visiblemente impresionada.
—Mi tío Alcímenes —respondí.
—¿No me dijiste que había muerto?
—Caronte no lo admitió en su barca, lo que, bien mirado, me parece bastante disculpable.
—De modo —empezó Marcia, probando que no eran los problemas de mi tío los que le interesaban— que el semidiós griego consiguió rescatar a su heroína.
—Los dos embarcamos mañana —anuncié. Ella sonrió muy forzadamente.
—Me encantan las fábulas con final feliz —mintió.
—Yo con rumbo a Oriente, de regreso a Atenas —precisé—. Baiasca hacia la tierra de los cémpsicos, que el dios Hermes sabrá dónde queda —esta versión resultó mucho más tranquilizadora para Marcia.
—El exceso de población fue un problema en Roma hasta que Diomedes el ateniense empezó a trabajar en ella —comentó—. También mi padre y yo salimos esta noche hacia el extranjero, como tan astutamente sugirió tu tío, disfrazados y con toda su compañía. Como dijo la bruja de Ishtar, mi nombre no será mi nombre y mi tierra no será mi tierra.
—¿Por qué huís?
—No te hagas el inocente. Narré a mi padre los detalles de nuestra visita a la abuela y le pregunté qué era Noviodunum y por qué al oírla mencionar habías quedado paralizado, como quien ve un fantasma. Entonces me explicó algunas cosas sobre historia militar, los deberes con la sangre y la conveniencia de alejarnos por una temporada de los aires pestilentes del Tíber.
—¿Ha alertado a Livisa? —haciendo abstracción del alivio que me producía ver a salvo al padre de mi ex-ayudante, resultaba algo descorazonador para un exquiriente que ni un solo culpable desenmascarado cayese en las mallas pretorianas.
—Se está aprendiendo a toda prisa los papeles femeninos del repertorio. Vamos a la tierra de los britanos —amplió con alborozo— y allí ninguna ley absurda prohíbe representar a las mujeres. No serán un público muy refinado, pero mi padre opina que en aquel país el teatro tiene un gran porvenir. En realidad —añadió, cambiando el tono— he venido a despedirme. Creo que esta mañana he sido injusta contigo.
—Es un reconocimiento muy estimable.
—Al fin y al cabo tú me has ayudado mucho en el aprendizaje de esta profesión y te debo estar agradecida. Cuando ejerza de exquiriente en Britania me bastará pensar cómo habrías actuado tú ante cada caso y hacer después todo lo contrario.
—Estoy seguro de que serás una exquiriente fantástica —le animé—. Y la mejor actriz de las islas Británicas.
—Yo también. Cuando mi padre obtenga el indulto volveremos a hacer giras por Oriente. Actuaremos en Atenas y tendrás que hacer cola varios días si quieres conseguir un sitio para verme.
—Merecerá la pena el esfuerzo.
—Mi padre no es un criminal. Elio Manlio era un infame traidor y tengo la certeza de que la diosa Némesis aprobó la venganza ejecutada en su nombre.
—¿Cómo sabes que no voy a denunciaros? Sería mi obligación de exquiriente —Marcia rió con ganas.
—¿Tú? —fue toda la respuesta—. Bien, la compañía me está esperando y los pretorianos nos buscan por toda la ciudad. No puedo retrasarme ni un momento más —me incorporé al mismo tiempo que la romana y deseé:
—Buena suerte.
—¿Buena suerte? —se indignó—. ¿No se te ocurre otra cosa? —la pregunta me desconcertó.
—¿Qué más se me tenía que ocurrir?
—Creía que los griegos erais hombres imaginativos, desbordantes de fantasía, y el primero que encuentro resulta apenas más animado que las estatuas de mi abuela. ¿No podías decirme que estabas dispuesto a venir a Britania con nosotros, arrostrando los peligros y las incomodidades del viaje?
—¿Para qué iba a hacer tal cosa? A mí no me persiguen los pretorianos.
—Por ejemplo, porque sabes que tú y yo aún tenemos muchas cosas que hacer juntos y que es una ofensa a los dioses el separarnos tan pronto.
—En realidad —admití— no me lo había planteado.
—Ya lo sé, estúpido. Pero no te costaba nada decirlo y habrías convertido esta despedida en algo emocionante e inolvidable. Por supuesto —me tranquilizó— yo me hubiera negado. No puedo exigirte que renuncies a tu país y sacrifiques tu porvenir por una fugitiva sin patria y sin nombre.
—¿Qué tal si lo vuelvo a intentar? —ofrecí.
—Te doy otra oportunidad. Pero tendrás que innovar.
—Tu padre y tú podéis venir a Grecia conmigo. Por el camino os haré pasar por unos esclavos que he comprado en Roma y una vez en Atenas os será fácil adoptar una nueva personalidad entre tantos actores —mi ex-ayudante movió negativamente la cabeza.
—Suena a algo así como la oferta de un naviero para cargar una partida de ánforas —censuró—. ¿Y la finalidad, que es lo importante?
—Quiero que vengas conmigo porque eres una gran muchacha, he llegado a apreciarte muchísimo y estoy seguro de que cuando madures un poco esa cabeza loca serás un partido sensacional —improvisé—. Marcia enrojeció de satisfacción.
—Eso está mucho mejor —reconoció—. En realidad es el mismo plan que propuse a mi padre, pero éste lo rechazó. Dice que Atenas está demasiado cerca de Roma y que sus autoridades dan muchas facilidades en materia de extradición. Pero al menos ha sido una despedida digna. Y ahora no te muevas.