—Me convertiría en esclava fugitiva. —Intenté tranquilizarla:
—No te ha adquirido en propiedad. Sólo te retendrá en prenda, hasta que liquide todas las deudas de mi tío. Te prometo que cuando tenga bastante dinero iré a rescatarte —creo que apenas me oyó. Estaba mirando hacia los cordones de su calzado.
—Tendré que devolverte los coturnos —me indicó.
—Puedes quedártelos. No te gusta andar descalza —sonrió, un tanto forzadamente, y echó a andar hacia la puerta.
Uno de los sicarios de Tóculo se apresuró a cogerla por los codos, mientras el otro preparaba un par de manillas. Baiasca bajó la vista al suelo y se dejó poner los brazos atrás.
—No es necesario esposarla —protesté—. Es una esclava muy dócil —el rufián hizo caso omiso y cerró los hierros sobre la muñecas de la cémpsica.
—Preocúpate de tus problemas, que yo cuidaré de mis posesiones —me exhortó Tóculo; y añadió en dirección a sus sirvientes—: Llevadla a la granja y que empiece a trabajar. Yo pasaré esta tarde a ver cómo anda la vendimia.
El esclavo desenrolló una cadenilla y la anudó en torno al cuello de Baiasca. La cémpsica musitó para sus adentros:
—Esto no estaba previsto —me pareció que temblaba ligeramente.
También yo sentía un nudo en la garganta, sin que pudiera precisar si se debía al trato inhumano infligido a mi esclava o al pensamiento de cómo me las iba a componer en los enigmas sin ella.
—Iré a visitarte —le aseguré en voz baja. Ella hizo un movimiento afirmativo.
—Dile a Odiseo dónde me llevan —agregó en el mismo tono. El hematófago dio un tirón a la cadena y el grupo se disolvió. Tóculo y el siervo en jefe hacia su palacio, Baiasca y su guardián en dirección opuesta al Tíber. Yo permanecí en medio de la plaza, viendo cómo se alejaban.
Se cruzaron con una biga militar, guiada por un pretoriano, que frenó en seco ante mi casa. Su auriga soltó las riendas y se cuadró:
—¿Eres el trágico ateniense? —preguntó—. El centurión Araneo me envía a buscarte —di un patadón a la puerta, que encajó la hoja en su marco, rodé la llave y subí a la trasera del vehículo.
Viajar en un carro del ejército romano, tripulado por un pretoriano carrilludo, no se corresponde con mi idea de un placer de los dioses, pero ofrece al menos una ventaja para quien frecuente la biga de Antonio: la disciplina militar impone una marcha uniforme, poco apta para despedazar peatones o volcar literas. De modo que pude admirar tranquilamente los jardines floridos por los que transitábamos, en la ladera contraria del Janículo, entre las verjas labradas de las mejores villas de la plutocracia local. Un bonito escenario, del todo inadecuado para la sensación de desasosiego y pesimismo que me acompañaba desde la plaza de Pomona.
Dos hematófagos armados montaban guardia a la entrada de la villa Juliana, junto a una refinada columnata casi helénica. La biga rebasó su control, contorneó la fachada principal del edificio y se detuvo frente a un barracón de madera, horrenda nota disonante entre los céspedes y los mármoles de la villa.
—Centurión Lucio Valerio Araneo —se identificó, con el preceptivo golpe en sus costillas, el oficial que nos aguardaba. Con su coraza en bajorrelieve, resaltando los abultados contornos de su tórax, sus grebas y muñequeras relucientes y la saliente mandíbula rasurada, constituía algo así como el arquetipo del militar romano, moldeado en cera para su envío didáctico a las más reticentes tribus de la frontera—. César me ha ordenado que me ponga a tu disposición para todo lo que desees —manifestó cuando el auriga se alejó—. ¿Por dónde quieres que empecemos?
—Enséñame la habitación en que dormía la presa —solicité.
Atravesamos el cuerpo de guardia, en el que cuatro o cinco pretorianos francos de servicio bostezaban sentados en sus camastros, y entramos en una pequeña estancia situada al fondo, con una sola ventana. Contenía una cama y un arcón de campaña.
—Aquí —indicó lacónicamente Araneo. La ventana abría sobre la terrosa superficie de unos arriates de flores, de unos veinte pasos por diez. Un bordillo de azulejos los separaba de la hierba, ininterrumpida hasta la fachada trasera del edificio. Ésta ofrecía una amplia terraza a la altura del primer piso, delimitada por una balaustrada marmórea—. Desde esa terraza dispararon la jabalina. Aquella puerta da a la alcoba de Cleopatra.
Entre el cuerpo de guardia y la edificación principal había una fuente, seca en aquellos momentos, cuyo caño surgía de una columnita vertical atravesada por un grueso madero perpendicular del que colgaba un juego de cadenas. Sobre su cima un tritón barbudo soplaba en su concha.
—Ahí estaba Arsínoe la otra noche —siguió explicando el centurión—. Cuando César llegó a la villa, en plena tormenta, expulsó al sicario que Cleopatra había dejado de guardia y mandó quitarle las cadenas. Tuvimos que llamar a un herrero, porque la única llave está siempre en poder de Tueris. Una dama de la reina —agregó, ante mi interrogación—. Después entró en esta habitación con la egipcia, me dijo que me fuera a dormir con mis hombres y cerró la puerta.
—¿Cuánto tiempo pasaron dentro?
—Menos del que estás imaginando —no había imaginado nada, pero la respuesta me pareció bastante explícita—. Luego César salió, dando un portazo, y me ordenó que atrancase la habitación y pusiera a un centinela frente a la ventana. Elegí a un mauritano, al que acababa de reprender por llevar una hebilla sucia. Yo me acosté en su camastro, pero entre los truenos de fuera y los ronquidos de dentro no pude conciliar el sueño en mucho rato. Es curioso como roncan los pretorianos. Quizá deberíamos aligerarles la cena.
—¿Qué más pasó? —pregunté con cierta impaciencia. No había venido a investigar por qué roncan los pretorianos.
—De pronto se oyeron voces de alarma y todos nos pusimos en pie. Encendimos antorchas, salimos al jardín y hallamos al mauritano apuñalado por la espalda. César gritaba ordenando que detuviésemos a su agresora. Entonces volví al cuerpo de guardia, retiré la tranca y entré en la habitación. La egipcia seguía en la cama y preguntaba a qué se debía todo aquel vocerío. Me asomé a la ventana y puedo asegurar que no había una sola pisada en esos arriates.
—¿Cuál es tu opinión?
—Soy un hombre de armas y no entiendo de misterios ni encantamientos. Sólo sé dos cosas: que César vio cómo Arsínoe le disparaba un venablo y que no hay medio humano para salir de esta habitación sin dejar huellas.
—No parecen dos afirmaciones compatibles.
—Creo que para ponerlas de acuerdo te han contratado a ti. Bien, ¿vamos a ver a las hermanas? Están en plena audiencia —el plural me sorprendió.
—Pensaba que Arsínoe estaba presa —manifesté.
—No creo que asista por su gusto.
Acompañé al centurión hasta la antesala del cuarto de audiencias. Allí nos recibió un hombre menudo, de saludable aspecto, que me fue presentado como Oiqueneo, el chambelán de Cleopatra.
—¿El trágico ateniense, verdad? —se interesó, con un marcado deje alejandrino que me puso inmediatamente en guardia. Por más que intente disimularlo un alejandrino no es más que un griego de ultramar, muchas veces disfrazado de egipcio, lo que le hace doblemente peligroso. Por alguna extraña razón un hijo del Ática desconfía de un alejandrino nada más verlo, como sucede al caballo cuando ventea a un camello. La inquisitiva mirada que me dirigió el chambelán probó que el sentimiento era seguramente recíproco—. La reina está recibiendo a dos senadores. Cuando te llegue el turno avanza hasta mi posición, ni un paso más, y dobla la rodilla ante ella. No roces el suelo como si estuviera lleno de pinchos, al estilo romano. Son baldosas lisas y bien limpias y puedes estampar la rodilla sin ningún miedo. No hables hasta que ella te lo indique y limítate a responder a sus preguntas. Cuestiones de protocolo, ya sabes —terminó, regresando al interior de la sala.
Aguardé un buen rato en compañía de Araneo y de tres mercaderes de Pelusio, de compras en Roma, que querían presentar sus respetos a la reina. Al fin la puerta se abrió y por ella salieron dos litocéfalos ceñudos, de toga purpúrea, ante los que se cuadró el centurión. El ujier voceó:
—¡Diomedes de Atenas! —y yo di un paso al frente y entré en la sala de audiencias.
Era una amplia estancia, adornada con mosaicos en sus laterales. Junto a la pared del fondo, cubierta de tapices, se levantaban tres peldaños de mármol blanco y sobre ellos un sillón de madera dorada, con las patas torneadas en forma de leones postrados. Dos mujeres ocupaban la plataforma, una apoyada en el asiento de terciopelo granate, la otra sobre las aristas marmóreas de los escalones. Cumplí con el ceremonial cortesano con una percusión de mediano estilo en la baldosa y me incorporé rápidamente, dispuesto a satisfacer mi curiosidad sobre las egipcias.
El Mare Nostrum puede parecer inmenso, pero para chismes y maledicencias resulta poco más que el lavadero de un patio de vecinas. La reina de Egipto no tenía más de veinticinco años y ya hacía tiempo que incluso sus productos cosméticos eran objeto de debate en los remotos olivares del Ática. Aunque enmascarada tras tres siglos de refinamiento africano en su familia, era al fin y al cabo una macedónica, una griega de frontera. Siempre habíamos considerado a sus compatriotas como unos helenos del último orden, apenas distantes de la masa amorfa de los bárbaros, latinos incluidos, a los que sólo por algún dudoso designio concedió Zeus el privilegio de caminar erguidos. Pero desde que los romanos nos nivelaron bajo el talón de su cáliga los antiguos rencores provincianos habían quedado muy amainados y por aquellas fechas todos nos sentíamos orgullosos de que una helénica amenazara la estabilidad de Roma y mantuviera en vilo a todo el orbe civilizado.
A primera vista resultaba más que interesante, con la cabellera negra recogida en complicados bucles, a semejanza de un capitel corintio, los ojos grandes, oscuros y brillantes, la nariz afilada y un gesto imperioso insinuado en el breve labio superior. Vestía una túnica de brocado verde y se adornaba con una diadema y un collar de tres vueltas, en los que se adivinaba la consistencia del oro macizo. No era aquél el atuendo de un ama de casa que sale a hacer la compra, aunque un amante del tópico habría echado en falta cetros de lapislázuli, serpientes de jaspe y oro, un negro gigantesco con un abanico tras ella y un par de leopardos tumbados a los lados del sillón.
A sus pies, sentada en un escalón, estaba su hermana Arsínoe, con la cabellera suelta, sin más indumentaria que una exigua túnica, deshilachada y rojiza. Llevaba las manos a la espalda, hierros en los tobillos y de su cuello pendía una cadena de recios eslabones, sujeta a una pata del trono. El gesto dominante de la reina dejaba paso en sus labios a una expresión abatida, pero el corte facial, incluidas las delgadas líneas de la nariz, debía de ser común a toda la estirpe ptolemaica. Me miró fijamente con sus ojos tristes y no pude evitar cierto sentimiento de simpatía hacia ella. El recuerdo de Baiasca, tal vez maltratada en aquellos momentos por los esbirros de Tóculo, me acudió a la mente.
—Puedes levantarte —habló Cleopatra, ignorando el hecho de que ya estaba completamente erguido. Tenía una voz melosa y a la vez enérgica, como describen los poetas pseudohoméricos a las sirenas de Ulises—. Siento una enorme admiración por los artistas. ¿Cuál ha sido tu último trabajo? —decidí mostrarme evasivo. No era imposible que la reina o alguien de su séquito —probablemente el chambelán alejandrino— estuviera al corriente de las novedades teatrales griegas.
—Preparaba una obra sobre las cémpsicas —respondí—. Pero ha quedado momentáneamente interrumpida.
—¡Qué interesante! —se admiró Cleopatra, sin atreverse, como había previsto, a preguntar qué era una cémpsica—. César me dijo que ibas a escribir una tragedia sobre la rivalidad fraternal.
—Con vuestra real licencia, pensaba que tu hermana y tú fueseis el motivo central —expliqué.
—¿Y el desarrollo?
—Glosando la dicha del vencedor y la desgracia del vencido —el rostro de Cleopatra se iluminó.
—Me parece un tema muy sugestivo —aprobó—. Y puedes contar con algo mejor que mi venia. Estaré encantada de colaborar contigo. Es el deseo de César, pero además me fascina posar para las bellas artes. Al fin y al cabo por ellas pasaremos a la inmortalidad. En esta misma villa hallarás a un compatriota, un prometedor escultor de Naxos. Trabaja por mi encargo en un pequeño recuerdo de familia.
Durante todo este parlamento Arsínoe había agudizado el ángulo de sus cejas y me miraba con expresión desaprobatoria. Resolví que mi interés en causar buen efecto a la reina no justificaba predisponer en mi contra a la cautiva.
—Si tu hermana es igual de amable... —empecé. La reina me interrumpió.
—No necesitas su amabilidad. Es una prisionera y hará lo que yo mande. Pero no vas a inspirarte aquí, de pie ante el trono como si fueras uno de esos pedigüeños que vienen a sonsacarme influencias. Un artista merece otro trato. ¡Oiqueneo! Di a los que esperan que la audiencia ha sido suspendida.
—Solamente quedan tres mercaderes de Pelusio.
—¿Pelusio? ¿No apoyó a los traidores en la guerra civil?
—Aseguran que ellos se opusieron a sus conciudadanos y padecieron enormemente por tu causa. —Cleopatra sonrió aviesamente.
—Entonces no les digas nada. Padecerán un poco más esperando hasta que me canse. La reina y su séquito van a refrescarse en la terraza. Ven con nosotras, ateniense —me indicó en tono cálido—. Charlaremos ampliamente sobre tu próxima tragedia.
La egipcia hizo una seña hacia un fornido sujeto, en todo semejante a un antropoide, que durante la audiencia había permanecido de pie en un lateral de la sala, tan inmóvil que llegué a tomarle por una de esas momias de que hablan los viajeros del Nilo. El homínido descruzó los brazos y se aproximó al trono, mientras Cleopatra descendía mayestáticamente por los peldaños. Una dama lechosa, de carnes blandas, entregó un juego de llaves al siervo y escoltó a la reina hacia la salida junto a otra mujer, morena y espigada, con una larga melena rizada. Araneo me las identificó como Tueris y Eos, del séquito personal de Cleopatra.
—¿No vamos con ellas? —planteé.
—Espera a que se alejen. Es el protocolo.
El sayón conducía a Arsínoe por la cadena del cuello, con las manos esposadas a la espalda. El centurión y yo seguimos su lento avance, a prudente distancia, por una amplia escalera de caracol.