La esclava de azul (5 page)

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Authors: Joaquin Borrell

Tags: #humor, #Policíaco, #Histórico

BOOK: La esclava de azul
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—¿Qué he de hacer con ellas?

—Si tienes un par de talentos que gastar, comprar una buena sepultura al borde de la vía Apia y depositarlas bajo una lápida de mármol labrado.

—¿Y si no los tengo?

—Alquilar un nicho de segunda mano en los columbarios de cualquier catacumba. Al fin y al cabo tu tío no se va a enterar.

—Las llevaré conmigo a la Hélade y las enterraré en Tebas, al pie de un olivo beocio —anuncié—. Creo que hubiera sido la voluntad de mi tío —ofrecí los restos a Baiasca y ante su evidente gesto de aprensión opté por colocarlos yo mismo en una esquina de la despensa—. ¿Es cierta esa historia de la serpiente venenosa? —interrogué a la cémpsica—. Me parece un final un tanto increíble en la capital del mundo civilizado. —Antonio fue quien respondió:

—Yo mismo estaba presente. Fue espantoso.

—¿Qué pasó exactamente?

—Alcímenes había resuelto victoriosamente el caso de los pendientes de oro, que alguien había robado de su tocador a la mujer de Junio Silano mientras dormía con la puerta cerrada. La esclava que limpiaba las joyas los había sustituido por otros de hierro magnético, pintados de dorado, y después hizo desaparecer éstos durante el sueño de su ama, para que nadie sospechase de ella, frotándolos con queso e introduciendo en la alcoba un ratón con un imán sujeto al hocico. Tu tío reconstruyó la acción a partir de un pequeño eccema en las orejas de la patricia, que era alérgica al hierro.

—¿Qué tiene eso que ver con la serpiente?

—Silano quedó tan agradecido a tu tío que le nombró invitado de honor en una cena que daba a un príncipe de Bactria, de visita en Roma. En medio del banquete un criado trajo un regalo, entregado por un desconocido que quería sumarse al homenaje a Alcímenes. Era una daga con una empuñadura primorosa y la hoja guardada en un estuche de madera.

—¿Quién la remitía?

—Nunca lo supimos. Tu tío agradeció el detalle y desenvainó el arma para que todos la vieran. Entonces comprobó que la empuñadura terminaba en un pedazo de plomo, para simular el peso de la hoja, y que la funda estaba hueca, con un pergamino plegado en su interior.

—¿Y qué más?

—Tu tío metió los dedos para desdoblarlo y al instante retiró la mano, con dos señales rojas en su palma. Y en aquel momento, ante el pavor general, vimos salir del estuche una serpiente, que estiraba lentamente los anillos sobre la mesa. Todos los invitados se pusieron a gritar, muchos saltaron de sus tumbonas y seis de ellos, cinco patricias y un senador, cayeron desmayados. El único inmutable fue tu tío. Levantó su copa, aplastó con ella la cabeza del reptil y a continuación dijo con voz serena: «Lamento informar que se trata de una víbora de las pirámides, de edad adulta. Su picadura mata, sin remedio posible, entre las tres horas y las tres y media». Después tomó el pergamino y leyó la dedicatoria: «Para Alcímenes, del único asesino capaz de igualar su ingenio». Tras lo cual solicitó una cama cómoda, requirió un tabelión, hizo testamento designándote heredero y perdió el conocimiento, con la sonrisa en los labios y la jarra de malvasía en la mano. Todavía alentaba, aunque muy débilmente, cuando según sus últimas instrucciones le trajimos a esta casa y lo dejamos con Baiasca y su médico de confianza. Éste salió a los pocos minutos anunciando su muerte, exactamente a las tres horas y cuarto de la picadura. Se llevó dos secretos a la tumba —reanudé con dificultad la respiración, suspendida durante aquel parlamento.

—¿Qué secretos?

—Uno, la identidad de su asesino. Solamente él, en buen estado de salud, lo habría podido descubrir. El segundo, dónde había escondido el dinero que Silano acababa de pagarle. Traté de que me lo dijera, para hacértelos llegar, pero no hubo modo. Seguramente temía que cayeran en manos de Tóculo. Su incineración constituyó una auténtica manifestación popular. Claro está que era difícil saber quiénes predominaban, si los beneficiarios de sus investigaciones, sus acreedores o todos los criminales de Roma, que querían asegurarse de que desaparecía de una vez por todas —pese a mi vivo interés por la narración, ya hacía rato que la llamada del deber repicaba en mi interior.

—Por motivos profesionales debo estar en el anfiteatro bastante antes de que empiece el festival —comuniqué—. Claro que después de lo que he escuchado debería plantearme si acudo o si regreso a Atenas aunque sea a nado.

—Una buena pelea entre bestiarios y panteras es lo que un médico te recomendaría para distraerte.

—¿Habrá panteras? —pregunté, algo impresionado.

—Auténticas de Abisinia; y además actuarán Alyx el númida, tu amigo Siderobros... Las emociones fuertes y la sangre están garantizadas —aseveró Antonio, revelando su faceta de romano hematófago—. Para llegar de los primeros un peatón debería haber salido hace ya tiempo. Con mi biga estaremos en la entrada antes que los porteros.

—¿Vienes, Baiasca? —planteé.

—Las esclavas no van a los festivales.

—Se trata de una visita profesional.

—No me gusta el anfiteatro —me encogí de hombros y, tomando el último puñado de pasas, acompañé a Antonio hacia su carro.

Para un aficionado a las curiosidades arquitectónicas un recorrido desde el Janículo hasta el Foro, cruzando el Tíber por el puente Emilio, hubiese ofrecido las mejores panorámicas de la ciudad. Pero hasta el más apasionado, subido a la biga de Antonio, hubiese hecho lo que yo: abrazarse al conductor, cerrar los ojos y encomendarse a todos los dioses de su patria y a alguno de las naciones vecinas. Por fortuna Palas Atenea, o quien hiciera sus veces, veló por su criatura del Ática y, tras rozar en su loca carrera varios palanquines, diez o doce carretas de vendedores y unos cuantos niños desamparados por sus madres, el tiro de caballos apulianos se detuvo sin ningún percance en la explanada del Foro.

Los más ávidos hematófagos de la Urbe afluían ya hacia el anfiteatro, una fea construcción de madera levantada a semejanza de dos teatros griegos enfrentados y unidos por los laterales.

Mientras Antonio entregaba su biga a un vigilante, con las peores amenazas para el caso de que sufriese un rasguño, dije al portero que Siderobros me esperaba y el hombre hizo un gesto de asentimiento.

—Por aquí —me indicó.

—Estaré en el palco quince —me informó Antonio—. Para un día que llego temprano quiero coger un buen asiento.

Acompañé al portero por un pasillo abovedado, interrumpido por una verja. Al otro lado aguardaba Siderobros.

—Vamos allá —me invitó. Acarreaba una red en cuyo interior resonaban varios objetos metálicos y apretaba un odre bajo el otro brazo.

—¿La poción? —indagué.

—Recién sacada de la última tinaja que me vendió Proelia, cuyo sello acabo de romper. Y esta vez no dejaré que nadie se acerque a ella.

—¿Para qué son esos baldes de serrín? —pregunté, mientras atravesábamos un ensanche del pasadizo.

—Esto es el espolario. Aquí depositan a los gladiadores muertos. Tras esa puerta están los combatientes esclavos y tras aquélla las panteras —un escalofriante rugido subrayó estas palabras—. Y éste es el vestuario de los hombres libres —indicó, abriendo su puerta. Un coloso, apenas inferior a Siderobros en talla y perímetro torácico, conversaba con un par de patricios— Alyx el númida —presentó mi acompañante en voz baja, mientras palmoteaba su espalda. Uno de los patricios dijo:

—Va medio talento por ti, Siderobros. Machaca a esos salvajes.

En un rincón del vestuario dos negros de cabeza rapada, envueltos en túnicas parduzcas, ejercitaban en silencio las largas tiras de músculo de sus brazos. Al oír al patricio sonrieron siniestramente. Uno de ellos, con la barbilla apoyada en el mango de su tridente, me recorrió atentamente con la vista, como si creyera que yo era la pareja de Siderobros y disfrutara por anticipado con la visión de mis vísceras esparcidas. No pude evitar sacar el pecho, más bien halagado por su error, aunque a la vez me sintiera muy feliz de no ser yo quien estuviese al alcance de sus púas. Siderobros se dio cuenta.

—La mirada de los negros suele impresionar a los novatos —comentó—. Pero he luchado con muchos de su raza y siempre he comprobado que tienen la sangre tan roja como los blancos —mi cliente se había ajustado las grebas sobre sus zapatones y ceñía cuidadosamente el protector metálico de su brazo derecho—. Ese maldito nubio coge el tridente con la derecha —susurró—, pero no me engaña. Tiene movimientos de zurdo.

—¿Eso es malo?

—Plantea algún problema suplementario. Bien, que pruebe la punta de mi lanza y trate de resurgir del seno de la tierra —agregó en griego.

—Había creído que en el anfiteatro olvidabas las citas clásicas.

—La cultura es una buena compañera en estos momentos. Tanto como estos pertrechos. Mi casco... —lo palpó en todas sus junturas— mi escudo —repitió la operación y tiró con fuerza de las abrazaderas—, mi espada. Toca este filo. Todo a punto —admiré el león rampante cincelado en la reducida superficie de la rodela. El gigante destapó el odre y me lo tendió—. Bebe.

—¿Yo?

—¿No estás aquí para protegerme? Pesas la mitad que yo, de modo que si contiene alguna droga te hará efecto mucho antes —tras una leve vacilación decidí que aquel servicio estaba incluido en los cuatrocientos denarios y tomé un sorbo. Tenía un sabor dulzón, sin rastro aparente de narcótico. Siderobros abocó el recipiente hacia sus fauces y dejó correr el líquido a caño libre—. Ahí viene Glauco —anunció—. Todavía es esclavo, pero al formar pareja conmigo le permiten utilizar este vestuario. Voy a darle algunas instrucciones.

Se trataba de un mozarrón casi imberbe, con un novísimo equipo de mirmillón. Avanzó mirando nerviosamente en todas las direcciones y palideció al cruzar su vista con la de los nubios. Siderobros le saludó a su estilo, golpeando con rudeza sus vértebras dorsales, y refugiándose en un rincón de la nube de curiosos que había llenado el vestuario inició los consejos técnicos. Un litocéfalo de cejas espesas se aproximó al coloso y le exhibió una espada de color oscuro con varias joyas incrustadas.

—Tu espada de madera —anunció—. Te la entregaré solemnemente cuando termines el combate.

—Es una vieja costumbre —explicó Siderobros cuando el hombre se alejó—. Al gladiador que se retira le regalan una espada de madera. La colgaré sobre la chimenea en mi casa de Anzio. No la mires así, Glauco. El árbol del que cortarán la tuya es todavía un retoño. Como ves —dijo guiñándome un ojo—, también sé hacer citas de propia cosecha —mientras hablaba sonaron unas palmadas en el pasillo—. Va a empezar el desfile —me indicó—. Súbete al palco si quieres. A partir de ahora lo que suceda depende de mí.

—No te he sido de gran ayuda.

—Todo lo contrario. He estado mucho más tranquilo sabiendo que vigilabas —y, en un súbito arrebato, terminó en griego—: Pensadlo bien, dioses, la hora decisiva ha sonado. ¿Debe Héctor escapar una vez más a la muerte o debe caer pese a toda su bravura? —tras lo cual se alejó hacia la arena.

Le seguí con la vista hasta que el rugido del público, que ya abarrotaba las gradas, probó que miles de ojos protegían a mi cliente de manejos ocultos. Entonces, juzgando cumplida mi misión, me encaminé hacia el palco quince en busca de Antonio.

Éste me había reservado un hueco y, a semejanza de Leónidas en el paso de las Termópilas, lo defendía heroicamente contra los asaltos de los litocéfalos circundantes. La atención general estaba concentrada en dos combatientes, ocultos bajo sus armaduras pesadas, que acababan de chocar ceremoniosamente sus espadas e iniciaban la pelea.

—Hoplomacos —definió Antonio—. El combate inaugural suele reservarse para los novatos, lo bastante protegidos como para que duren un poco. ¡Cien denarios al del penacho azul! —voceó a un corredor de apuestas que transitaba por las inmediaciones. Éste asintió y recogió el dinero—. ¿No juegas, Diomedes?

—Si me equivoco de hoplomaco me quedaré sin cenar.

—¿Ves ese sujeto bajito y rollizo, tres filas más abajo? Es Tóculo, el usurero que despojó a tu tío. Podías aprovechar la ocasión y escupirle en la calva. Entre tanta gente no sabría quién ha sido —el aludido, como respondiendo a la llamada, se volvió hacia nosotros y al reconocer a Antonio le dirigió una meliflua sonrisa.

Los hoplomacos intercambiaban golpes con más contundencia que precisión. El público silbaba.

—¿No les gusta? —pregunté.

—Están espantando moscas —definió Antonio, sumándose a la repulsa general—. Este tipo de peleas debía limitarse a los anfiteatros de provincias.

El del penacho azul atinó finalmente una serie de impactos que dieron con su rival en tierra. Apretó la espada contra su pecho y elevó la vista hacia la presidencia. Miles de pulgares extendidos apuntaron al suelo.

—Ha sido un mal aperitivo —explicó Antonio, mientras el presidente, tras un leve titubeo que aumentó el abucheo, bajaba su dedo y el vencedor hincaba el arma en el caído—, pero al menos he ganado cien denarios. Con un poco de vista se pueden hacer grandes negocios en el anfiteatro —la plebe pareció apaciguarse con el último estertor del moribundo, inmediatamente arrastrado por los servidores. El reguero de sangre que dejó a su paso me hizo removerme en el asiento, algo incómodo—. Ahora vienen los esedarios y entre ellos Alyx el númida. Vas a empezar a ver algo bueno.

Los corredores de apuestas clamaban por los pasillos ofreciendo, sin resultados apreciables, posturas contra el númida. En la arena se abrieron dos puertas enfrentadas y por cada una apareció un carro de combate galo, guiado por un gladiador con dos jabalinas. Entre los aplausos del público recorrieron el perímetro de la palestra, hasta que a la señal del presidente rectificaron su trayectoria, se lanzaron uno contra otro y se cruzaron tan cerca que saltaron astillas de las ruedas. El adversario de Alyx arrojó su venablo, que el númida esquivó con una torsión de tronco. La operación se repitió en el sentido inverso del movimiento.

—¿Por qué no dispara Alyx? —pregunté.

—Ha dejado que el rival agote sus oportunidades. Ahora tirará sobre seguro.

En efecto, la desesperada fuga del auriga desarmado culminó cuando el númida, echando atrás su brazo derecho, tomó tranquilamente puntería y lanzó su jabalina con tal potencia que su enemigo, con el pecho atravesado, se desplomó sobre la arena. El gentío irrumpió en una ensordecedora ovación, mantenida mientras el vencedor completaba otras tres vueltas a la palestra.

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