Authors: David Foenkinos
La relación de Nathalie con el jefe, que los demás empleados juzgaban privilegiada, provocaba tensiones. Ella intentaba aplacarlas, no entrar en las pequeñas mezquindades de la vida laboral. Si mantenía las distancias con Charles era también por ese motivo. Para no adoptar el papel anticuado de la favorita. La elegancia y el aura que poseía a ojos de su jefe debían quizá volverla aún más exigente consigo misma. Es lo que Nathalie sentía, sin saber si estaba justificado o no. Todo el mundo le vaticinaba un gran porvenir en la empresa a esa joven brillante, enérgica y trabajadora. En varias ocasiones los accionistas suecos habían sabido de sus excelentes iniciativas. Las envidias que suscitaba se materializaban en golpes bajos, en intentos de desestabilizarla. Ella nunca se quejaba, eso de volver a casa y lloriquearle a François no iba con ella. Era también una manera de dar a entender que todo eso de la ambición no tenía mucha importancia. Esa capacidad suya de que los problemas le resbalaran se consideraba una virtud. Quizá fuera ésa su mejor cualidad: la de saber esconder sus flaquezas.
Distancia entre París y Moscú:
2.478 kilómetros
Nathalie solía llegar agotada al fin de semana. Los domingos le gustaba leer, tumbada en el sofá, tratando de alternar las páginas con los sueños cuando la somnolencia se imponía sobre la ficción. Se cubría las piernas con una manta, ¿y qué más podríamos decir? Ah, sí: le gustaba prepararse una tetera entera, para bebérsela en varias tazas, a sorbitos, como si el té fuera una fuente inagotable. Ese domingo, aquel en el que todo ocurrió, estaba leyendo una larga novela rusa, de un escritor menos conocido que Tolstoi o Dostoievski, un hecho este que puede incitar a reflexionar sobre la injusticia de la posteridad. Le gustaba la indolencia del protagonista, su incapacidad para actuar, para imponer su energía sobre la vida. Había cierta tristeza en esa debilidad. Como con el té, le gustaban las novelas-río.
François pasó por su lado: «¿Qué lees?» Ella le dijo que era un autor ruso pero no precisó más, pues le pareció que sólo lo preguntaba por educación, sin verdadero interés. Era domingo. A Nathalie le gustaba leer, y a François, ir a correr. Llevaba ese pantalón corto que a ella le parecía un poco ridículo. Nathalie no podía saber que era la última vez que lo vería. François daba saltitos por toda la casa. Tenía esa costumbre de querer calentar siempre en el salón, de respirar fuerte antes de irse, como para dejar un gran vacío tras de sí. Y no cabe duda de que eso fue lo que hizo. Antes de irse, se inclinó sobre su mujer y le dijo algo. Curiosamente, a posteriori Nathalie no recordaría esas palabras. Lo último que se habían dicho se volatilizaría. Y después, se quedó dormida.
Cuando despertó, no acertaba a saber cuánto tiempo había dormido. ¿Diez minutos o una hora? Se sirvió un poco más de té. Estaba aún caliente. Eso era una indicación. Nada parecía haber cambiado. Era exactamente la misma situación que antes de quedarse dormida. Sí, todo era idéntico. Sonó el teléfono durante ese regreso a lo idéntico. El ruido del timbre se mezcló con el vapor del té, en una extraña concordancia de sensaciones. Nathalie descolgó. Un segundo después, su vida ya no era la misma. Con un gesto mecánico, marcó la página del libro con un señalador y salió corriendo de casa.
Cuando llegó al vestíbulo del hospital, no supo qué decir ni qué hacer. Permaneció largo rato sin moverse. En el mostrador de información le indicaron por fin dónde encontrar a su marido. Lo descubrió tendido. Inmóvil. Nathalie pensó: parece dormido. De noche no se mueve nunca. Y ahí, en ese instante, era sólo una noche como las demás.
—¿Qué probabilidades tiene? —le preguntó al médico.
—Mínimas.
—¿Qué quiere decir eso? ¿Mínimas quiere decir ninguna? Si es así, dígame que ninguna.
—No puedo decirle eso, señora. Las probabilidades son ínfimas. Nunca se sabe.
—¡Claro que tiene que saberlo! ¡En eso consiste su trabajo!
Nathalie gritó esa frase con todas sus fuerzas. Varias veces. Y luego calló. Entonces miró fijamente al médico, inmóvil él también, petrificado. Había asistido a numerosas escenas dramáticas. Pero esa vez, sin que pudiera explicar por qué, sentía como un grado superior en la jerarquía del drama. Contemplaba el rostro de esa mujer, contraído por el dolor. Incapaz de llorar, de tanto como el dolor la secaba por dentro. Nathalie avanzó hacia él, perdida y ausente. Antes de desplomarse en el suelo.
Cuando volvió en sí, vio a sus padres. Y a los de François. Un momento antes, estaba leyendo, y ahora de pronto ya no estaba en su casa. La realidad se recompuso. Quiso dar marcha atrás en el sueño, marcha atrás en el domingo. No era posible. No era posible, eso es lo que no dejaba de repetirse en una letanía alucinatoria. Le explicaron que François estaba en coma. Que nada estaba perdido, pero ella se daba perfecta cuenta de que todo había acabado. Lo sabía. No tenía el valor de luchar. ¿Para qué? Mantenerlo con vida una semana. ¿Y luego qué? Lo había visto. Había visto su inmovilidad. No se vuelve de una inmovilidad como ésa. Se queda uno así para siempre.
Le dieron calmantes. Todo y todos a su alrededor estaban deshechos. Y había que hablar. Consolarse. Nathalie no tenía fuerzas para ello.
—Voy a quedarme a su lado. Para velarlo.
—No, no sirve de nada. Es mejor que vayas a casa a descansar un poco —le dijo su madre.
—No quiero descansar. Tengo que quedarme aquí, tengo que quedarme aquí.
Al decir eso, estuvo a punto de desmayarse. El médico trató de convencerla de que se marchara con sus padres. Ella preguntó: «Pero ¿y si se despierta, y no estoy aquí?» Hubo entonces un silencio incómodo. Nadie creía que pudiera despertar. Trataron, en vano, de tranquilizarla: «La avisaremos enseguida, pero ahora de verdad lo mejor es que descanse un poco.» Nathalie no contestó. Todos la animaban a tumbarse, a abandonarse al movimiento horizontal. Se marchó, pues, con sus padres. Su madre le hizo un caldo que no pudo ni probar. Se tomó otros dos calmantes, y se desplomó sobre su cama. En su habitación, la de su infancia. Por la mañana todavía era una mujer. Y ahora se dormía como una niña.
Frases que pudo haber dicho François
antes de irse a correr:
Te quiero.
*
Te adoro.
*
El esfuerzo tiene su recompensa.
*
¿Qué hay de cena esta noche?
*
Disfruta de tu libro, amor mío.
*
Todavía no me he ido y ya te echo de menos.
*
No pienso dejar que me atropellen.
*
Urge ir a cenar con Bernard y Nicole.
*
A ver si leo yo también un poco de vez en cuando.
*
Hoy sobre todo voy a trabajar bien los gemelos.
*
Esta noche vamos a por el niño.
Unos días después, murió. Nathalie estaba ida, atontada por los calmantes. No dejaba de pensar en el último instante que habían pasado juntos. Era demasiado absurdo. ¿Cómo podía tanta felicidad hacerse pedazos de esa manera? Terminarse con el espectáculo ridículo de un hombre dando saltitos en un salón. Y esas últimas palabras susurradas al oído. Nathalie no las recordaría nunca. Quizá simplemente François le soplara en la nuca. En el momento de marcharse sin duda era ya sólo un fantasma. Una forma humana, desde luego, pero que no produce más que silencio porque la muerte ya está ahí.
El día del entierro no faltaba nadie. Se congregaron todos en la región donde François había pasado su infancia. Le habría alegrado ver a tanta gente, se dijo Nathalie. Pero no, era absurdo pensar esas cosas. ¿Cómo puede un muerto alegrarse de nada? Se está descomponiendo entre cuatro tablas de madera: ¿cómo podría estar contento? Mientras seguía al féretro, rodeada por los suyos, a Nathalie se le pasó por la cabeza otra idea: son los mismos invitados que en nuestra boda. Sí, están todos aquí. Exactamente igual. Unos años después, volvemos a reunirnos, y algunos seguramente van igual vestidos que entonces. Habrán sacado del armario su único traje oscuro, que lo mismo vale para la felicidad que para la desgracia. Única diferencia: el tiempo. Hoy el sol era radiante, hacía casi calor. Demasiado para el mes de febrero. Sí, el sol brillaba sin descanso. Y Nathalie, que lo miraba de frente, hasta casi quemarse los ojos, dejaba que un halo de luz fría le nublara la vista.
Lo enterraron, y ya está, eso fue todo.
Después del entierro Nathalie sólo tenía ganas de estar sola. No quería volver a casa de sus padres. Ya no quería sentir más su mirada compasiva. Quería esconderse, encerrarse, vivir en una tumba. Unos amigos la llevaron a su casa. Durante todo el trayecto en coche, nadie supo qué decir. El conductor propuso poner un poco de música. Pero, enseguida, Nathalie le pidió que la quitara. Era insoportable. Cada canción le recordaba a François. Cada nota era el eco de un recuerdo, de una anécdota, de una risa. Se dio cuenta entonces de que sería horrible. En siete años de vida en común, François había tenido tiempo de desperdigarse por todas partes, de dejar huella en cada bocanada de aire. Nathalie comprendió que no podría vivir nada que le hiciera olvidar su muerte.
Sus amigos la ayudaron a subir sus cosas, pero no quiso que entraran.
—No os invito a quedaros. Estoy cansada.
—¿Nos llamarás si necesitas algo, lo que sea?
—Sí.
—¿Prometido?
—Sí, prometido.
Les dio las gracias y se despidió con un beso. Cuando por fin se quedó sola, se sintió aliviada. Otros no habrían soportado la soledad en ese momento. Nathalie soñaba con estar sola. Y, sin embargo, la situación lo hacía todo más insostenible. Recorría el salón, y todo estaba ahí. Exactamente igual que antes. No se había movido nada. La manta seguía sobre el sofá. También la tetera, sobre la mesa baja, con el libro que estaba leyendo. Le impresionó especialmente ver el señalador. El libro quedaba así dividido en dos; la primera parte la había leído mientras aún vivía François. Y, en la página 321, François había muerto. ¿Qué hay que hacer en esos casos? ¿Puede alguien proseguir la lectura de un libro interrumpido por la muerte de su marido?
Nadie escucha a los que dicen querer estar solos. La voluntad de soledad sólo puede ser una pulsión patológica. Por mucho que Nathalie se esforzara por tranquilizar a todo el mundo, la gente se empeñaba en ir a visitarla. Y, por consiguiente, la obligaba a hablar. Pero ella no sabía qué decir. Le daba la impresión de que iba a tener que volver a empezar todo desde cero, incluido el aprendizaje del habla. Quizá tuvieran todos razón, en el fondo, al obligarla a ser un poco sociable, a lavarse, a vestirse, a recibir visitas. Sus amigos y conocidos se iban turnando, era tan obvio que daba hasta miedo. Nathalie se imaginaba una especie de comité de crisis que gestionaba el drama con ayuda de una secretaria, seguramente su madre, que lo anotaba todo en una agenda gigante, con el fin de alternar hábilmente las visitas familiares con las de amigos. Oía a los miembros de esta secta de apoyo hablar entre sí, comentar sus más mínimos gestos: «¿Qué tal está?»; «¿Qué hace?»; «¿Qué come?» Le daba la impresión de haberse convertido de pronto en el ombligo del mundo, cuando su propio mundo había dejado de existir.
De entre sus visitantes, Charles fue de los más asiduos. Pasaba a verla cada dos o tres días. Era también una manera, según él, de
mantenerla en contacto con el entorno profesional.
Le hablaba de la evolución de los asuntos que estaban tratando entonces, y ella lo miraba como si estuviera loco. ¿Qué narices le importaba a ella que el comercio exterior chino estuviera atravesando una crisis? ¿Acaso le iban a devolver los chinos a su marido? No. Bueno, pues entonces, de nada servía. Charles se daba perfecta cuenta de que Nathalie no lo escuchaba, pero sabía que, poquito a poco, su estrategia daría sus frutos. Sabía que le destilaba, como en una transfusión gota a gota, elementos de realidad. Que China, e incluso Suecia, volverían a formar parte del horizonte de Nathalie. Charles se sentaba muy cerca de ella:
—Puedes reincorporarte cuando quieras. Tienes que saber que toda la empresa está contigo.
—Gracias, es muy amable.
—Y sabes que puedes contar conmigo.
—Gracias.
—Contar conmigo de verdad.
Nathalie no entendía por qué, desde la muerte de su marido, Charles había pasado al tuteo. ¿Qué querría decir eso? Pero ¿para qué buscarle un sentido a ese cambio? No tenía fuerzas para ello. Charles quizá sintiera que tenía una responsabilidad: la de hacerle ver que había una parte de su vida que no se tambaleaba. Pero, aun así, ese tuteo no dejaba de resultarle extraño. Pero luego lo pensaba, y no, hay frases que sólo se pueden decir tuteando. Frases de consuelo. Hay que acortar distancias para poder pronunciarlas, hay que estar en un plano de intimidad. A Nathalie le parecía que iba a visitarla demasiado a menudo. Intentaba dárselo a entender. Pero no se escucha a los que lloran. Charles estaba ahí, se volvía insistente. Una noche, mientras le hablaba, le puso la mano en la rodilla. Ello no le dijo nada, pero le pareció una falta total de delicadeza por su parte. ¿Acaso quería aprovecharse de su dolor para ocupar el lugar de François? ¿Era de los que no tienen reparos en usurpar el lugar de un muerto? Quizá sólo hubiera querido darle a entender que estaba ahí si necesitaba cariño. Si necesitaba hacer el amor. Suele ocurrir que la proximidad de la muerte lo empuje a uno al terreno sexual. Pero, en el caso de Nathalie, no ocurría así en absoluto. Le resultaba imposible pensar en otro hombre. Así que apartó la mano de Charles, que se dio cuenta de que había ido demasiado lejos.
—Pronto volveré a trabajar —dijo ella. Sin saber muy bien lo que quería decir con «pronto».
Por qué adaptó Román Polanski la novela
Tess la de los d'Uberville,
de Thomas Hardy
:
No es exactamente una lectura interrumpida por la muerte, pero Sharon Tate, la mujer de Román Polanski, antes de morir salvajemente asesinada por Charles Manson, le indicó este libro a su marido, diciéndole que sería ideal para una adaptación. La película, realizada unos diez años más tarde, con Nastassja Kinski en el papel protagonista, le está pues dedicada.