Authors: David Foenkinos
Markus se levantó y se quedó un momento en suspenso en medio del silencio. Nathalie lo miraba, sin saber lo que iba a decir. ¿Diría algo divertido? ¿O más bien siniestro? Al final, anunció con voz tranquila:
—Es mejor que me vaya.
—¿Por qué? ¿Por el vino? Pero... si le pasa a todo el mundo.
—No... no es eso... es sólo que...
—Es sólo que ¿qué? ¿Lo aburro?
—No, hombre... claro que no... usted no podría aburrirme ni muerta...
—Entonces ¿qué?
—Entonces nada. Es sólo que usted me gusta. Me gusta de verdad.
—...
—Sólo me apetece una cosa: volverla a besar... Pero ni se me pasa por la cabeza un solo instante que yo pueda gustarle a usted... así que creo que lo mejor es que dejemos de vernos... Seguramente sufriré, pero ese sufrimiento será más dulce, si se puede decir...
—¿Piensa usted siempre tanto?
—Pero ¿cómo no hacerlo? ¿Cómo voy a estar aquí, delante de usted, sin más? ¿Acaso sabe hacer algo así?
—¿Estar delante de mí?
—Ya ve que no digo más que tonterías. Es mejor que me vaya.
—Me gustaría que se quedara.
—¿Para qué?
—No lo sé.
—¿Qué hace aquí conmigo?
—No lo sé. Sólo sé que me siento bien con usted, que es usted sencillo... atento... delicado conmigo. Y me doy cuenta de que es algo que necesito.
—¿Y nada más?
—Ya es mucho, ¿no le parece?
Markus seguía de pie. Nathalie se levantó a su vez. Se quedaron así un momento, paralizados por la incertidumbre. Algunas cabezas se volvieron hacia ellos. Es bastante extraño no moverse cuando se está de pie. Quizá habría que pensar en ese cuadro de Magritte en que caen hombres del cielo como estalactitas. Había pues algo de pintura belga en su actitud y, por supuesto, no era una imagen muy tranquilizadora.
Markus se fue del bar, abandonando a Nathalie. El momento, al volverse perfecto, le hizo huir. Nathalie no entendía su actitud. Se estaba divirtiendo, por eso ahora estaba enfadada con él. Sin saberlo, Markus había actuado de manera brillante. Había despertado a Nathalie. La había incitado a hacerse preguntas. Había dicho que quería besarla. ¿De modo que era sólo eso? ¿Le apetecía a ella? No, no lo creía. No lo encontraba especialmente... Pero eso no era tan importante... Por qué no... Le parecía que tenía algo... y además era divertido... Entonces ¿por qué se había marchado? Qué idiota. Lo había estropeado todo. Estaba muy irritada... Qué idiota, sí, qué idiota, seguía pensando, mientras los clientes del bar la miraban. A ella, una mujer muy hermosa abandonada por un tipo cualquiera. Nathalie no reparaba siquiera en esas miradas. Se quedó ahí, inmóvil en su irritación, frustrada por no haber dominado la situación, por no haber sabido retenerlo, ni comprenderlo. No debía echarse la culpa, no habría podido hacer nada. Era demasiado deseable como para que Markus pudiera permanecer junto a ella.
Una vez en casa, marcó su número de teléfono pero colgó antes de que se estableciera la llamada. Le hubiera gustado que él la llamara. Después de todo, la iniciativa de esa segunda cita la había tomado ella. Al menos podría haberle dado las gracias. Enviarle un mensaje. Nathalie estaba ahí, esperando delante de su teléfono, y era la primera vez en mucho tiempo que vivía eso: la espera. No podía dormir, así que se sirvió un poco de vino. Y puso música. Alain Souchon. Una canción que le gustaba escuchar con François. No podía creer que fuera capaz de escucharla, así, sin más, sin derrumbarse. Nathalie seguía dando vueltas por su salón, hasta bailaba un poco, dejando que la ebriedad la embargara con la energía de una promesa.
Primera parte de
El amor a la fuga,
canción de Alain Souchon,
escuchada por Nathalie
después de su segunda cita con Markus:
Caricias fotografiadas sobre mi piel sensible.
Se puede tirar todo, los instantes, las fotos, hay libertad.
Siempre está el papel de celofán para volver a pegar todos esos tormentos.
Qué buena imagen dábamos, tan enamorados.
Nos fuimos a vivir juntos, la vida en pareja no es lo que tú crees.
Enseguida añicos de cristal, cortan, y sangras.
Platos rotos por el suelo.
No aguantamos el tirón.
Llora, llora, lágrimas en tu rostro.
Nos separamos sin ninguna explicación.
El amor a la fuga.
El amor a la fuga.
Markus había caminado por el borde del precipicio, con una sensación de viento bajo sus pasos.
Cuando volvió a su casa, aquella noche, lo seguían asaltando imágenes dolorosas. ¿Quizá todo estuviera ligado a Strindberg? Seguramente es más prudente evitar enfrentarse a las angustias de los compatriotas de uno. La belleza del momento, la belleza de Nathalie, todo eso lo había percibido como una orilla postrera: la del desastre. La belleza estaba ahí, delante de él, mirándolo fijamente a los ojos, como una anticipación de lo trágico. Ése y no otro era el tema de
Muerte en Venecia,
con esta frase central: «Aquel que contempla la belleza está predestinado a morir.» De modo que sí, Markus podía parecer grandilocuente; e incluso estúpido por haber salido huyendo. Pero hay que haber vivido años y años en la nada para comprender cómo de pronto se puede sentir miedo ante una simple posibilidad.
Markus no la llamó. Nathalie, a quien le había gustado su lado país del Este, se iba a sorprender al descubrirlo de nuevo hierático en su Suecia. Ya no había la más mínima partícula polaca en él. Markus había decidido cerrarse,
no volver a jugar más con el fuego femenino.
Sí, ésas eran las palabras que revoloteaban en su cabeza. Y la primera consecuencia fue la siguiente: decidió que ya no la miraría más a los ojos.
A la mañana siguiente, al llegar a la oficina, Nathalie se cruzó con Chloé. Está bien, para qué seguir ocultando que la joven era también propensa a hacerse la encontradiza. Por ello, a menudo recorría los pasillos de un extremo a otro sólo para cruzarse con su jefa
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. Como una verdadera portera, sin la más mínima elegancia del erizo, Chloé trataría de arrancarle alguna confidencia:
—Ah, hola, Nathalie. ¿Está usted bien?
—Sí, estoy bien. Sólo un poco cansada.
—¿Por la obra de teatro de anoche? ¿Es que fue muy larga?
—No, no especialmente...
Chloé notó que sería difícil enterarse de más pero, por suerte, un acontecimiento lo iba a hacer todo más fácil. Markus avanzaba hacia ellas, y él también parecía encontrarse en un estado algo anormal. La joven se las apañó para que se detuviera:
—Ah, hola, Markus, ¿estás bien?
—Pues sí... ¿y tú?
—Tirando.
Markus contestó evitando mirar a sus interlocutoras. Ello daba una impresión muy extraña, como de estar hablando con alguien con prisa. Y era extraño precisamente porque Markus no parecía tener ninguna prisa.
—¿Estás bien? ¿Te duele el cuello?
—No... no... estoy bien... Bueno, tengo que irme.
Y se fue, dejando a las dos mujeres pasmadas.
Chloé pensó enseguida:
Se muere del corte... eso significa entonces que seguro que se han acostado... no veo otra explicación... ¿Por qué la habrá ignorado si no?
Chloé le dedicó una sonrisa de oreja a oreja a Nathalie:
—¿Puedo hacerle una pregunta? Ayer, al teatro, ¿fue usted con Markus?
—Eso no es asunto suyo.
—Muy bien... es sólo que pensaba que usted y yo compartíamos cosas. Yo a usted se lo cuento todo.
—Pero yo no tengo nada que contar. Bueno, será mejor que nos pongamos a trabajar.
Nathalie se había mostrado seca. No le había gustado la intromisión que Chloé se había permitido. Se le veía a la legua en la mirada la avidez en la búsqueda del chismorreo. Chloé, incómoda, balbuceó que organizaba una copa por su cumpleaños al día siguiente. Nathalie contestó con una vaga señal que daba a entender vagamente que sí. Pero ya no estaba segura de querer ir.
Más tarde, en su despacho, volvería a pensar en lo poco sutil que se había mostrado Chloé. Durante meses, Nathalie había vivido con rumores a su paso. Observaciones discretas para saber cómo estaba, cómo lograba tirar para adelante, lo que hacía, la manera en que se entregaba a su trabajo. Esa vigilancia, por amable y solícita que fuera, la había sentido como un peso. Por aquel entonces, le hubiera gustado que nadie la mirara. Paradójicamente, las manifestaciones permanentes de afecto le habían hecho las cosas más difíciles. Conservaba un amargo recuerdo de esa época en que había atraído la atención de todos. Entonces, al pensar otra vez en el comentario de Chloé, comprendió que debía ser discreta y no mencionar nunca nada de su relación con Markus. Pero ¿acaso era una relación? Desde que François había muerto, había perdido todos sus puntos de referencia. Se sentía como si hubiera vuelto a la adolescencia. Sentía que todo lo que sabía del amor había sido saqueado. Su corazón latía sobre un montón de ruinas. No entendía la actitud de Markus, ni tampoco esa manera que tenía de no mirarla. Qué tontería. ¿O es que estaba loco? Una locura leve era más que probable. Nathalie no pensaba: hay que amar de verdad a una mujer para no querer verla. No, no pensaba eso. Sencillamente, cada vez estaba más confundida.
Tres rumores sobre Bjorn Andresen,
el actor que interpretó el personaje de Tadzio
en Muerte en Venecia
de Luchino Visconti:
Mató a un actor gay en Nueva York.
*
Murió en un accidente aéreo en México.
*
No comía más que lechuga.
Markus no tenía ganas de trabajar. Se pasaba el rato en la ventana, contemplando la nada. Seguía con nostalgia, y, para ser más precisos, la suya era una nostalgia absurda. Esa ilusión de que nuestro pasado siniestro posee, pese a todo, cierto encanto. En ese instante, su infancia, por pobre que hubiera sido, se le antojaba llena de vida. Pensaba en detalles y le parecían conmovedores, cuando siempre habían sido patéticos. Quería encontrar un refugio donde fuera, con tal de que le permitiera evadirse del presente. Sin embargo, en esos últimos días, había alcanzado una suerte de sueño romántico al ir al teatro con una mujer hermosa. Entonces ¿por qué sentía una necesidad tan intensa de dar marcha atrás? Seguramente había que ver en ello algo muy simple y que podría definirse así:
el miedo a la felicidad.
Dicen que, justo antes de morir, uno ve desfilar ante sus ojos los momentos más hermosos de su vida. Parece, pues, plausible que se pueda ver desfilar los estragos y los fracasos del pasado en el momento en que la felicidad está ahí, delante de nosotros, con una sonrisa casi inquietante.
Nathalie le había pedido que fuera a su despacho, pero él se había negado.
—No me opongo a verla —dijo—. Pero por teléfono.
—¿Verme por teléfono? ¿Está seguro de que se encuentra bien?
—Estoy bien, gracias. Sólo le pido que no entre en mi campo visual durante unos días. Es lo único que le pido.
Nathalie estaba cada vez más consternada. Y, sin embargo, le seguía atrayendo toda esa situación tan extraña. El ámbito de sus dudas y sus interrogaciones era vasto. Se preguntaba si la actitud de Markus no sería una forma de estrategia. ¿O una forma moderna del sentido del humor en el amor? Por supuesto, se equivocaba. No había que buscarle tres pies al gato. Markus estaba atascado en una descorazonadora banalidad.
A última hora de la tarde, decidió no seguir sus recomendaciones y entró en su despacho. Al instante, Markus apartó la mirada.
—¡Pero bueno, qué frescura la suya! Además, entra sin llamar.
—Porque quiero que me mire.
—Le he dicho que no quiero hacerlo.
—¿Usted siempre es así? ¿No me irá a decir que es por lo de la copa de vino tinto?
—De alguna manera, sí.
—¿Lo hace a propósito? ¿Para intrigarme, es eso? Pues tengo que decirle que funciona.
—Nathalie, le prometo que no hay nada más que entender que lo que ya le he dicho. Me estoy protegiendo, nada más. Tampoco es tan complicado de entender.
—Pero se va a hacer daño en el cuello si sigue así.
—Prefiero que me duela el cuello a que me duela el corazón.
Nathalie se quedó como en suspenso con esta última frase, que redujo a una expresión, o a una sola palabra incluso: duelalcorazón. Y luego añadió:
—¿Y si yo sí tengo ganas de verlo a usted? ¿Y si quiero pasar tiempo con usted? ¿Y si me siento bien con usted? ¿Qué hago entonces?
—No es posible. Nunca será posible. Es mejor que salga de mi despacho.
Nathalie no sabía qué hacer. ¿Debía besarlo, pegarle, despedirlo, ignorarlo, humillarlo, suplicarle? Al final, giró el pomo de la puerta y salió.
Al día siguiente, a última hora de la tarde, Chloé celebraba su cumpleaños. No soportaba que a la gente se le pudiera olvidar. Dentro de unos años, sería seguramente al contrario. Se podía apreciar su energía, esa manera de tornar alegre y vistoso un universo siniestro, esa manera de sumir a sus compañeros presentes en un buen humor artificial. Prácticamente todos los empleados de la planta estaban ahí, y Chloé, en medio de todos ellos, bebía una copa de champán, mientras esperaba a que le dieran sus regalos. La manifestación ridículamente exagerada de su narcisismo tenía un toque conmovedor, casi encantador.
La sala no era muy grande; Markus y Nathalie se esforzaban pese a todo por mantenerse lo más alejados posible el uno del otro. Ésta había aceptado por fin lo que él le pedía, y trataba de no aparecer en su campo visual. Chloé, que no les quitaba ojo, no se dejaba engañar.
Tienen una manera de no hablarse de lo más elocuente,
pensó. Qué perspicacia. Pero bueno, no quería preocuparse mucho por esa historia: que su fiesta de cumpleaños fuera un éxito, eso era lo esencial. Todos los empleados, los Benoîts y las Bénédictes, de pie sin mucho entusiasmo, con una copa en la mano, vestidos de traje y corbata ellos y de traje sastre ellas, con ese aire de quien domina el arte de la cordialidad y la simpatía. Markus observaba los pequeños deseos y placeres de cada uno, y lo encontraba todo grotesco. Pero para él lo grotesco tenía un aspecto profundamente humano. Él también quería participar en ese movimiento colectivo. Había sentido la necesidad de hacer bien las cosas. Al final de la tarde, encargó por teléfono un ramo de rosas blancas. Un inmenso ramo del todo desmesurado en comparación con la relación que tenía con Chloé. Era como si tuviera la necesidad de agarrarse al blanco; a la inmensidad del blanco. Un blanco que se impone sobre el rojo. Markus había bajado justo en el momento en que la joven que venía a entregar las flores había llegado a la recepción de la empresa.