La decisión más difícil (36 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: La decisión más difícil
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Entonces me mira con atención.

—Quiero que esto sea lo menos doloroso posible para todo el mundo.

Pasamos a la sala de justicia, más pequeña que los tribunales criminales, pero igualmente intimidatoria. Entro en el vestíbulo y me llevo a Anna conmigo. Mientras entramos, se queda de piedra. Mira las grandes paredes con paneles, las hileras de sillas, el tribunal imponente.

—Campbell —susurra—, no tendré que subirme ahí para hablar, ¿verdad?

En realidad, el juez probablemente querrá oír lo que ella tenga que decir. Aunque Julia salga en defensa de su petición, aunque Brian diga que ayudará a Anna, el juez DeSalvo querrá oírla. Pero decirle eso ahora sólo la pondrá nerviosa, y no es bueno para empezar una vista.

Pienso en la conversación en el coche, cuando Anna me ha llamado mentiroso. Hay dos razones para no decir la verdad: porque mentir te dará lo que quieres o porque mentir impedirá que alguien sufra daño. Por esas dos razones contesto a Anna:

—Bueno, lo dudo.

—Juez —comienzo—, sé que no es una práctica habitual, pero hay algo que quisiera decir antes de empezar a llamar a los testigos.

El juez DeSalvo suspira.

—¿No es este tipo de ceremonia lo que le he pedido concretamente que no hiciera?

—Señoría, no lo pediría si no creyera que es importante.

—Hágalo con rapidez —dice el juez.

Me pongo en pie y me acerco al tribunal.

—Señoría, durante toda su vida, Anna Fitzgerald ha sido médicamente tratada por el bien de su hermana, no por el suyo. Nadie duda del amor de Sara Fitzgerald por sus hijos o que las decisiones que ha tomado han prolongado la vida de Kate. Pero hoy dudamos de las decisiones que ha tomado por esta hija.

Me doy la vuelta y veo que Julia me mira fijamente. De pronto, recuerdo la misión de la antigua ética y sé qué tengo que decir.

—Quizá recuerden el reciente caso de los bomberos de Worcester, Massachusetts, que murieron en un incendio iniciado por una mendiga. Ella sabía que no podía detener el fuego y salió del edificio, pero no llamó al 911 porque pensó que se metería en problemas. Seis hombres murieron esa noche, y el Estado no pudo declararla responsable, porque en Estados Unidos, incluso sí las consecuencias son trágicas, uno no es responsable de la seguridad de los demás. No estás obligado a prestar auxilio. Ni siendo quien ha iniciado el fuego, ni pasando cerca de un accidente de coche, ni siendo un donante ideal.

Vuelvo a mirar a Julia.

—Estamos hoy aquí porque en nuestro sistema judicial hay una diferencia entre lo legal y lo moral. A veces es fácil diferenciarlos. Pero de vez en cuando, especialmente cuando chocan, lo correcto a veces parece incorrecto, y lo incorrecto parece correcto.

Vuelvo hacia mi asiento y me quedo en pie delante de él.

—Estoy hoy aquí —concluyo—, para que este tribunal nos ayude ver más claramente.

Mi primer testigo es el abogado contrario. Observo a Sara mientras sabe al estrado con paso inseguro, como un marinero que recupera el equilibrio. Consigue sentarse y jurar sin apartar la mirada de Anna.

—Juez, solicito permiso para tratar a la señora Fitzgerald como un testigo hostil.

El juez frunce el ceño.

—Señor Alexander, espero de verdad que tanto usted como la señora Fitzgerald se comporten civilizadamente.

—Por supuesto, señoría.

Entonces camino hacia Sara.

—¿Cómo se llama?

—Sara Crofton Fitzgerald —dice tras levantar la barbilla un momento.

—¿Es usted la madre de la menor Anna Fitzgerald?

—Sí. Y también de Kate y Jesse.

—¿No es cierto que a su hija Kate se le diagnosticó una leucemia aguda promielocítica a los dos años?

—Es cierto.

—En ese momento, ¿decidieron usted y su marido concebir un hijo genéticamente programado para ser un órgano donante de Kate, para que ella se curase?

La cara de Sara se endurece.

—No son las palabras que yo elegiría, pero ésa fue la historia detrás de la concepción de Anna, sí. Planeábamos usar la sangre del cordón umbilical de Anna para un trasplante.

—¿Por qué no intentaron hallar un donante externo?

—Es mucho más peligroso. El riesgo de mortalidad habría sido altísimo con alguien que no fuese pariente de Kate.

—¿Y qué edad tenía Anna cuando donó por primera vez un órgano o tejido a su hermana?

—Kate sufrió un trasplante al mes del nacimiento de Anna.

Sacudo la cabeza.

—No he preguntado cuándo lo recibió Kate. He preguntado cuándo lo donó Anna. La sangre del cordón de Anna se tomó momentos después del nacimiento, ¿no es verdad?

—Sí —dice Sara—, pero Anna no era consciente de eso.

—¿Qué edad tenía Anna la vez siguiente que donó una parte de su cuerpo a Kate?

Sara hace una mueca de incomodidad, como yo esperaba.

—Tenía cinco años cuando donó linfocitos.

—¿Y eso qué implica?

—Sacar sangre del hueso del brazo.

—¿Aceptó Anna que la pinchasen con una aguja en el brazo?

—Tenía cinco años —contesta Sara.

—¿Le preguntó si podía pincharla con una aguja en el brazo?

—Le pedí que ayudara a su hermana.

—¿No es cierto que alguien tuvo que ayudar físicamente a sujetar a Anna para que le introdujesen la aguja?

Sara mira a Anna y cierra los ojos.

—Sí.

—¿Llama a eso participación voluntaria, señora Fitzgerald?

Por el rabillo del ojo veo que las cejas del juez DeSalvo se juntan.

—¿Hubo efectos secundarios la primera vez que se obtuvieron linfocitos de Anna?

—Le salió un hematoma y se puso muy tonta.

—¿Cuánto tiempo pasó hasta que se le volvió a sacar sangre?

—Un mes.

—¿También tuvieron que sujetarla esa vez?

—Sí, pero…

—¿Cuáles fueron los efectos secundarios entonces?

—Los mismos —dice Sara sacudiendo la cabeza—. Usted no lo entiende. Yo sabía lo que pasaba con Anna cada vez que la hacíamos pasar por eso. No importa a cuál de tus hijos veas en esa situación. Siempre se te rompe el corazón.

—Aun así, señora Fitzgerald, usted consiguió dejar atrás ese sentimiento —digo—, porque sacó sangre de Anna una tercera vez.

—Nos llevó ese tiempo obtener todos los linfocitos —dice Sara—. No es un procedimiento exacto.

—¿Cuántos años tenía Anna la vez siguiente que tuvo que someterse a un tratamiento médico para la salud de su hermana?

—Cuando Kate tenía nueve años sufrió una infección aguda y…

—Vuelve a contestar lo que no le he preguntado. Quiero saber qué le sucedió a Anna cuando tenía seis años.

—Donó granulocitos para combatir la infección de Kate. Es un proceso similar a la donación de linfocitos.

—¿Otro pinchazo con aguja?

—Pues sí.

—¿Le preguntó si quería donar granulocitos?

Sara no contesta.

—Señora Fitzgerald —interviene el juez.

Se dirige a su hija, suplicando.

—Anna, sabes que nunca hicimos nada de eso para hacerte daño. Nos dolía a todos. Si tú tenías los hematomas en el exterior, nosotros los teníamos en el interior.

—Señora Fitzgerald —digo interponiéndome entre Anna y ella—, ¿se lo preguntó?

—Por favor, no haga esto —dice Sara—. Todos conocemos la historia. Estaré de acuerdo con lo que sea que usted intente hacer en este proceso para crucificarme. Pero quisiera terminar con esta parte.

—Porque es difícil discutirlo, ¿verdad?

Sé que estoy pisando terreno resbaladizo, pero detrás cíe mí está Anna, y quiero que sepa que hay alguien dispuesto a hacer el trabajo por ella.

—Visto así, no parece tan inocuo, ¿verdad?

—Señor Alexander, ¿cuál es el objetivo de todo esto? —dice el juez DeSalvo—. Estoy muy al corriente del número de intervenciones que ha sufrido Anna.

—Tenemos el historial médico de Kate, señoría, no el de Anna.

—Sea breve, abogado —dice el juez DeSalvo mirándonos a los dos.

Me dirijo a Sara.

—Médula ósea —dice muy rígida antes de que yo pueda formular la pregunta—. Le pusieron anestesia general porque era muy joven y la pincharon con agujas en el extremo de la cadera para extraer la médula.

—¿Era una aguja, como las otras veces?

—No —dice Sara inmóvil—. Eran unas quince.

—¿En el hueso?

—Sí.

—¿Cuáles fueron los efectos secundarios esta vez para Anna?

—Le dolía y le dieron analgésicos.

—Así que, esta vez, Anna tuvo que pasar la noche en el hospital… ¿y tomar medicación?

Sara se toma un minuto para calmarse.

—Me dijeron que dar médula no se consideraba una intervención particularmente agresiva para el donante. Quizá yo sólo quería escuchar esas palabras. Quizá necesitaba escucharlas en ese momento. Y quizá no pensaba tanto en Anna como debía, porque estaba muy concentrada en Kate. Pero sé, sin lugar a dudas, que, como el resto de la familia, lo único que quería Anna era que su hermana se curase.

—Sí, claro —replico—, para que dejaran de pincharla con agujas.

—Es suficiente, señor Alexander —interviene el juez DeSalvo.

—Espere —interrumpe Sara volviéndose hacia mí—. Tengo algo que decir. Usted cree que puede ponerlo todo en palabras, blanco y negro, como si fuese tan fácil. Pero usted sólo representa a una de mis hijas, señor Alexander, y sólo en esta sala. Yo las represento a las dos por igual, siempre y en todas partes. Yo las quiero a las dos por igual, siempre y en todas partes.

—Pero usted ha admitido que siempre ha considerado la salud de Kate y no la de Anna al tomar tales decisiones —señalo—. Así que, ¿cómo puede sostener que las quiere a las dos por igual? ¿Cómo puede decir que no ha estado favoreciendo a una hija con sus decisiones?

—¿No me está pidiendo que haga exactamente eso? —pregunta Sara—, ¿favorecer a mi otra hija sólo esta vez?

A
NNA

Cuando eres pequeña tienes tu propia lengua y, a diferencia de lo que sucede con el francés, con el español o con cualquiera que sea la lengua que hayas empezado en cuarto curso, con ésa es con la que has nacido, y es la que al final pierdes. Los menores de siete años hablan todos con fluidez la lengua del «¿y si…?», y si no, estén un rato con cualquier personita de menos de un metro y verán. ¿Y si saliera una araña gigantesca por el agujero de la chimenea y te subiera a la cabeza y te mordiera el cuello? ¿Y si el único antídoto contra el veneno estuviera enterrado en una gruta en lo alto de una montaña? ¿Y si sobrevivieras a la mordedura, pero no pudieras mover más que los párpados y sólo pudieras comunicarte con parpadeos? No importa lo lejos que vayas; lo que cuenta es que es todo un mundo de posibilidades. Los niños piensan con el cerebro abierto de par en par; he decidido que ser adulto no es más que el lento proceso de coserse la boca.

Durante el primer descanso, Campbell me lleva a una sala de conferencias para estar a solas y me compra una coca-cola que no está fría.

—Y bien —dice—. ¿Qué te parece de momento?

Estar en la sala de un tribunal resulta extraño. Es como si me hubiera convertido en un fantasma: puedo ver lo que pasa, pero, aunque tuviera ganas de hablar, nadie sería capaz de escucharme. Si a eso se añade lo raro que suena tener que oír a todo el mundo hablar de mi vida como si no pudieran ver que estoy ahí sentada, entonces se puede tener una idea de lo surreal que es mi pequeño rincón en la tierra.

Campbell abre con un chasquido el seven up y se sienta delante de mí. Vierte un poco en un vaso de papel para
Juez
, y luego da un buen trago de la lata.

—¿Algún comentario? —dice—. ¿Alguna pregunta? ¿Loas y alabanzas por mi hábil defensa?

Me encojo de hombros.

—No es como lo había imaginado.

—¿A qué te refieres?

—Supongo que al principio estaba segura de estar haciendo lo debido. Pero cuando he visto ahí a mamá, y a ti haciéndole todas esas preguntas… —Levanto los ojos y le miro—. Eso de que no es sencillo; ella tiene razón.

«¿Y si fuera yo la que estuviese enferma? ¿Y si a Kate le hubieran pedido que hiciera lo que he hecho yo? ¿Y si cualquier día de éstos hubiera una médula, sangre o lo que sea que funcionara de verdad y se acabara todo? ¿Y si pudiera volver la vista atrás hacia ese día y sentirme bien por lo que había hecho, en lugar de sentirme culpable? ¿Y si el juez no piensa que tengo razón?».

«¿Y si lo piensa?».

No soy capaz de responder a una sola de todas estas preguntas, por eso sé que, esté preparada o no, me estoy haciendo mayor.

—Anna. —Campbell se levanta y viene hasta mí, al otro lado de la mesa—. Ahora no es el momento de cambiar de idea.

—No estoy cambiando de idea. —Hago rodar la lata entre las manos—. Creo que sólo estoy diciendo que, aunque ganemos, no ganamos.

Cuando tenía doce años empecé a hacer de canguro de unos gemelos que viven en mi misma calle, un poco más abajo. Sólo tenían seis años y no les gustaba la oscuridad, así que solía acabar sentada entre los dos, en una silla con forma de pata de elefante, con sus uñas de los dedos y todo. Nunca ha dejado de asombrarme la rapidez con que un niño es capaz de cerrar un interruptor: se encaraman por las cortinas y, ¡pum!, en menos de cinco minutos todo está a oscuras. ¿Yo también he sido así alguna vez? No puedo recordarlo, y eso me hace sentir vieja.

De vez en cuando uno de los gemelos se quedaba dormido antes que el otro.

—Anna —decía su hermano—, ¿cuántos años tardaré en poder conducir?

—Diez —le decía yo.

—¿Cuántos años tardarás tú?

—Tres.

Y entonces la conversación se dividía como los hilos de una telaraña: qué coche me compraré, qué seré cuando sea mayor, que si es una lata hacer los deberes en primero de secundaria. Quedarse levantado hasta un poco más tarde se convierte en toda una estratagema. A veces me dejaba engatusar, aunque por lo general le obligaba a que se fuera a dormir. La verdad es que sentía como un cosquilleo en el estómago de saber que podía decirle lo que le esperaba, pero al mismo tiempo me parecía que podía sonarle como una advertencia.

El segundo testigo al que llama Campbell es el doctor Bergen, director del Comité Ético del Hospital Providence. Tiene el pelo entrecano y un rostro desigual como una patata. Es más bajo de lo que se esperaría, sobre todo porque tarda más o menos como un milenio en recitar sus credenciales.

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