La decisión más difícil (34 page)

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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

BOOK: La decisión más difícil
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Campbell llama a mi padre al parque de bomberos cuando estamos almorzando y dice que el abogado oponente quiere hablar del caso. Es una forma muy estúpida de decirlo, ya que todos sabemos que está hablando de mi madre. Dice que tenemos que vernos a las tres en punto en su oficina, sin que importe que sea domingo.

Me siento en el suelo con la cabeza de
Juez
en el regazo. Campbell está tan ocupado que ni siquiera me dice que no lo haga. Mi madre llega en punto y, como Kerri, la secretaria, no está hoy, entra sola. Ha hecho un esfuerzo especial y se ha recogido el pelo atrás en un moño. Se ha puesto algo de maquillaje. Pero, a diferencia de Campbell, que se siente en la habitación como con un abrigo que puede moldear, mi mamá parece completamente fuera de lugar en un despacho de abogados. Es difícil de creer que mi madre hiciese eso para vivir. Imagino que antes era otra persona. Supongo que todos lo éramos.

—Hola —dice con tranquilidad.

—Señora Fitzgerald —replica Campbell.

Hielo. Los ojos de mi madre se apartan de mi padre, sentado a la mesa de conferencias, hacia mí, que estoy en el suelo.

—Hola —dice de nuevo.

Da un paso al frente, como si fuese a abrazarme, pero se detiene.

—Usted ha convocado este encuentro, abogada —dice Campbell.

Mi madre se sienta.

—Lo sé. Esperaba… bueno, espero que podamos aclarar esto. Quiero que tomemos una decisión, juntos.

Campbell golpea los dedos contra la mesa.

—¿Nos está ofreciendo un pacto?

Eso suena muy formal. Mi madre se lo queda mirando.

—Sí, supongo que sí.

Gira la silla hacia mí, como si sólo nosotras dos estuviésemos en la habitación.

—Anna, sé cuánto has hecho por Kate. También sé que no le queda mucho… pero podría tener un poco más.

—Mi cliente no necesita coerción…

—No pasa nada, Campbell —digo—. Déjala hablar.

—Si el cáncer vuelve, si este trasplante de riñón no funciona, si las cosas no van como queremos que vayan… Bueno, no te volveré a pedir que la ayudes… Pero Anna, ¿lo harás sólo una vez más?

Por un momento, mi madre parece muy pequeña, incluso más bajita que yo, como si yo fuese la madre y ella la hija. Me pregunto cómo ha sucedido ese efecto óptico, cuando ninguna de las dos se ha movido.

Miro a mi padre, pero está absolutamente inmóvil y parece estar observando el contrachapado de la mesa de conferencias en lugar de involucrarse.

—¿Quiere usted decir que si mi cliente da un riñón voluntariamente, entonces estará exenta de cualquier otro procedimiento médico que sea necesario en el futuro para prolongar la vida de Kate? —aclara Campbell.

Mi madre toma aire.

—Sí.

—Por supuesto, necesitamos discutirlo.

Cuando tenía siete años, Jesse me puso a prueba para ver si era tan tonta para creer en Santa Claus. «Son mamá y papá», me explicó, y me enfadé mucho con él. Decidí comprobar la teoría. Así que esa Navidad escribí a Santa Claus y le pedí un hámster, que era lo que más quería en el mundo. Tiré yo misma la carta en el buzón de la secretaría de la escuela. Y no se lo dije a mis padres, pero dejé caer otras pistas de juguetes que quería ese año.

La mañana de Navidad encontré el trineo, el juego de ordenador y el edredón teñido que había pedido a mi madre, pero no encontré el hámster porque no lo sabía. Ese año aprendí dos cosas: que ni Santa Claus ni mis padres eran lo que yo quería que fuesen.

Quizá Campbell crea que se trata de la ley, pero en realidad se trata de mi madre. Me levanto del suelo y me lanzo a sus brazos, que son como ese lugar de la vida de! cual hablaba antes, tan familiar que encajas perfectamente en él. Me hace daño en el cuello, y todas las lágrimas que he estado guardando salen de su escondite.

—Oh, Anna —dice llorando en mi pelo—. Gracias a Dios, gracias a Dios.

La abrazo con el doble de fuerza de lo que lo haría normalmente, intentando preservar ese momento, del mismo modo que me gusta pintar la luz sesgada del verano en el fondo de mi mente, para tener un mural al que mirar durante el invierno. Pongo los labios cerca de su oído, e incluso mientras hablo deseo no hacerlo.

—No puedo.

El cuerpo de mi madre se pone rígido. Se aparta de mí y se me queda mirando. Luego intenta esbozar una sonrisa rota por todas partes. Me toca la coronilla. Eso es todo. Se pone derecha, se alisa la chaqueta y sale de la oficina.

Campbell se levanta. Se agazapa frente a mí, en el sitio donde estaba mi madre. Frente a frente parece más serio de lo que me ha parecido nunca.

—Anna —dice—, ¿es lo que de verdad quieres?

Abro la boca. Y encuentro una respuesta.

J
ULIA

—¿Crees que me gusta Campbell porque es un capullo —pregunto a mi hermana— o a pesar de eso?

Izzy me hace callar desde su sofá. Está mirando
Tal como éramos
, una película que ha visto veinte mil veces. Está en su lista de Películas Que No Puedes Dejar Atrás, como
Pretty Woman
,
Ghost
y
Dirty Dancing
.

—Si haces que me pierda el final, Julia, te mataré.

—«Adiós, Katie» —le recuerdo—. «Adiós, Hubbell».

Me lanza un cojín y se enjuga los ojos mientras el tema musical sube de volumen.

—Barbra Streisand —dice Izzy— es la bomba.

—Pensaba que era un estereotipo de los gays.

Miro la mesa con papeles que he estado estudiando para la vista de mañana. Ésta es la decisión que comunicaré al juez, basada en los intereses de Anna Fitzgerald. El problema es que no importa lo que diga en su favor o en contra de ella. Sea como sea le destrozaré la vida.

—Pensaba que estábamos hablando de Campbell —dice Izzy.

—No, yo estaba hablando de Campbell. Tú te estabas desmayando —digo frotándome las sienes—. Pensaba que te caía bien.

—¿Campbell Alexander? No me cae bien. Me da igual.

—Tienes razón. Así de pasota eres tú.

—Mira, Julia. Quizá sea hereditario —dice Izzy levantándose y masajeándome el cuello—. Quizá tengas un gen que haga que te gusten los desgraciados.

—Entonces tú también lo tienes.

—Bueno —dice riéndose—. Caso cerrado.

—Quiero odiarlo, ¿sabes? Que conste.

Izzy alarga el brazo por encima de mi hombro y se termina mi coca-cola.

—Pero ¿todo esto no era estrictamente profesional?

—Lo es. Sólo hay una oposición muy minoritaria en mi cabeza que desea lo contrario.

Izzy vuelve a sentarse en el sofá.

—Sabes, el problema es que nunca olvidas al primero. Y por más atenta que estés, tu cuerpo tiene el cociente intelectual de una mosca frutera.

—Es tan fácil con él, Iz. Es como si volviéramos a comenzar donde lo dejamos. Ya sé todo lo que necesito saber de él y él sabe todo lo que necesita saber de mí —digo mirándola—. ¿Puedes enamorarte de alguien por pereza?

—¿Por qué no te lo tiras y te lo sacas de la cabeza?

—Porque —digo— tan pronto como hayamos terminado, eso será otra parte del pasado que no seré capaz de olvidar.

—Puedo apañarte algo con alguna de mis amigas —sugiere Izzy.

—Todas tienen vagina.

—¿Ves? No lo estás planteando bien, Julia. Tienes que sentir atracción por alguien en función de lo que tenga dentro, no por el equipo externo. Campbell Alexander puede estar bueno, pero es como una sardina cubierta de mazapán.

—¿Crees que está bueno?

Izzy pone los ojos en blanco.

—Tía —dice—, no te enteras de nada.

Cuando suena el timbre de la puerta, Izzy echa un vistazo por la mirilla.

—Hablando del rey de Roma…

—¿Es Campbell? —susurro—. Dile que no estoy.

Izzy abre la puerta unos pocos centímetros.

—Julia dice que no está.

—Te mataré —susurro.

Me levanto y me pongo detrás de ella. La empujo, saco la cadena y dejo que Campbell y su perro entren.

—La bienvenida se vuelve cada vez más cálida y acogedora aquí —dice.

—¿Qué quieres? Estoy trabajando —digo cruzándome de brazos.

—Vale. Sara Fitzgerald acaba de ofrecer un trato. Ven a cenar conmigo y te lo contaré todo.

—No voy a cenar contigo —le digo.

—Vas a venir —dice como si nada—. Te conozco, y a la larga te vas a rendir porque más que no querer estar conmigo quieres saber lo que ha dicho la madre de Anna. ¿No podemos ir al grano?

Izzy se echa a reír.

—Realmente te conoce, Julia.

—Si no vienes voluntariamente —añade Campbell—, no tengo problemas para usar la fuerza bruta. Y te resultará considerablemente más difícil cortar tu filete con las manos atadas.

Miro a mi hermana.

—Haz algo. Por favor.

—Nos vemos, Kate —dice saludando con la mano.

—Nos vemos, Hubbell —responde Campbell—. Gran película.

—Quizá haya esperanza —dice Izzy mirándolo.

—Regla número uno —le digo—. Hablamos del juicio y nada más que del juicio.

—Dios mío, ayúdame —dice Campbell—. ¿No puedo decirte que estás preciosa?

—Ya has roto la regla.

Se mete en un garaje cerca del agua y apaga el motor. Sale del coche y viene a mi lado para ayudarme a salir. Miro alrededor, pero no veo nada parecido a un restaurante. Estamos en un puerto deportivo lleno de veleros y yates, con las cubiertas color miel bronceándose al atardecer.

—Sácate las zapatillas —dice Campbell.

—No.

—Por el amor de Dios, Julia. No estamos en la época victoriana. No voy a lanzarme encima de ti por verte los tobillos. Hazlo, ¿quieres?

—¿Por qué?

—Porque tienes un palo enorme en el culo y es la única manera que se me ocurre para que te relajes.

Se saca los zapatos y hunde los pies en el césped que crece alrededor del garaje.

—Aaah —dice abriendo los brazos—. Ven, preciosa. Carpe diera. El verano casi se ha terminado. Disfrútalo mientras puedas.

—Y qué hay del trato…

—Lo que Sara ha dicho será lo misino te quedes descalza o no.

Todavía no sé si se encarga de este caso porque es famoso, porque quiere la representación o si simplemente quería ayudar a Anna. Quiero creer lo último, tonta como soy. Campbell espera pacientemente, con el perro al lado. Al final, me saco las zapatillas y los calcetines. Doy unos pasos por la franja de césped.

«El verano —pienso—, es una inconsciencia colectiva». Todos recordamos la canción del hombre de los helados. Todos sabemos cómo sienta dañarse el muslo en el tobogán del patio, ardiendo como un cuchillo en el fuego. Todos nos hemos tumbado de espaldas con los ojos cerrados y el corazón palpitando a través de los párpados, esperando que el día dure un poco más que el anterior, cuando de hecho es al revés. Campbell se sienta en el césped.

—¿Cuál es la regla número dos?

—Que yo pongo todas las reglas —digo.

Cuando me sonríe estoy perdida.

La noche anterior, Siete me puso un martini en la mano y me preguntó de qué me estaba escondiendo.

Tomé un trago antes de contestar y recordé por qué odio los martinis: son alcohol puro, lo que de hecho es lo importante, pero por eso mismo tienen ese sabor, que siempre es desagradable.

—No me estoy escondiendo —le dije—. Estoy aquí, ¿no?

Era temprano, la hora de cenar. Paré en el bar de vuelta del parque de bomberos, donde había estado con Anna. Dos tipos se estaban dando el lote en un reservado de un rincón y un hombre solo estaba sentado en el otro extremo del bar.

—¿Podemos cambiar de canal? —dijo gesticulando hacia la televisión, que emitía las noticias de la noche—. Jennings es mucho mejor que Brokaw.

Siete cambió de canal con el control remoto y volvió a mi lado.

—No te estás escondiendo, pero estás sentada en un bar gay a la hora de cenar. No te estás escondiendo, pero llevas el traje chaqueta como si fuese una armadura.

—Vale. Tendré en cuenta un consejo sobre moda de un tipo con un piercing en la lengua.

Siete arqueó una ceja.

—Otro martini y podría convencerte de que fueses a ver a mi estilista para que te hiciese uno. Puedes prescindir del tinte rosa para el pelo, pero nunca dejarás de ser una niña.

Tomé otro trago del martini.

—No me conoces.

Al final del bar, el otro cliente miró a Peter Jennings y sonrió.

—Quizá —dijo Siete—, pero tú tampoco.

La cena se convierte en pan y queso (bueno, una barra de pan con gruyer} a bordo de un velero de diez metros. Campbell se sube los pantalones como un náufrago y coloca las jarcias, suelta amarras e iza las velas hasta que estamos tan lejos de la costa de Providence que sólo es una línea de color, un collar distante de piedras preciosas.

Un rato después, cuando queda claro que Campbell no me dará ninguna información hasta después del postre, me rindo. Me tumbo de espaldas con el brazo envuelto en el perro dormido. Observo la vela, desatada, que bate como una gran ala blanca de pelícano. Campbell sube de debajo de la cubierta, donde ha estado buscando un sacacorchos. Sostiene dos vasos de vino tinto. Se sienta al otro lado de
Juez
y rasca al pastor alemán detrás de las orejas.

—¿Has pensado alguna vez en qué animal te gustaría ser?

—¿Metafóricamente o literalmente?

—Retóricamente —dice—. Si no te hubiese tocado ser humana.

Me lo pienso un momento.

—¿Es una pregunta con trampa? ¿Como que si digo ballena asesina me vas a decir que eso significa que soy un pez despiadado, de sangre fría y repulsivo?

—Son mamíferos —dice Campbell—. Y no. Es sólo una pregunta sencilla y enfocada a crear una conversación educada.

—Y tú, ¿qué serías? —pregunto volviendo la cabeza.

—Yo he preguntado primero.

Bueno, un pájaro ni de coña: me asustan las alturas. Tampoco creo tener la actitud necesaria para ser un gato. Y soy demasiado solitaria para trabajar en equipo, como un lobo o un perro. Pienso en decir algo como un tarsio sólo para dar la nota, pero entonces preguntará qué es eso y no recuerdo si es un roedor o un lagarto.

—Una oca —digo finalmente.

Campbell se pone a reír.

—¿Para hacer el ganso?

En realidad es porque se aparean de por vida, pero prefiero tirarme por la borda a decírselo.

—¿Y tú qué?

Pero no me contesta directamente.

—Cuando le pregunté a Anna, me dijo que sería un fénix.

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