Read La Danza Del Cementerio Online
Authors: Lincoln Child Douglas Preston
Tags: #Intriga, Policíaca,
Lo que ocurría era que el cadáver no había llegado hasta la funeraria. Lo habían robado. Y ahora estaba ahí.
De repente se fijó en algo. Metió una mano en el bolsillo de la americana y sacó unas pinzas, que usó para extraer unos trocitos de látex blanco pegados al rostro del cadáver, uno en una fosa nasal y el otro en un lóbulo. Los examinó atentamente con la linterna. Después se los guardó en el bolsillo, pensativo.
Movió despacio la linterna… y vio a unos quince metros otro cadáver descompuesto, arreglado y vestido con un traje negro para su entierro. Un desconocido, pero alto, larguirucho y de la misma estatura y complexión que Smithback y Fearing.
Al observar los dos cadáveres, cristalizaron en su mente los últimos detalles del plan de Esteban. Era de una elegancia soberana. Solo quedaba una pregunta en pie: ¿qué contenía el documento saqueado por Esteban en el sepulcro? Algo muy extraordinario tenía que ser, algo de inmenso valor para justificar tantos riesgos. Cerró la cremallera con cuidado, silenciosamente. Estaba atónito, no solo por la complejidad del plan de Esteban, sino por su audacia. Para llevarlo a cabo había que hacer gala de un talento de lo más singular, de una paciencia, una visión estratégica y una entereza personal fuera de lo común. Y Esteban lo había llevado a cabo. De no ser por el hallazgo accidental de la tumba saqueada en el sótano de la Ville, sumado al detalle de la bandeja ensangrentada de costillas de cordero encontrada en la basura, Esteban se habría salido con la suya.
Se concentró, sumido en una pestilente oscuridad. Las prisas por llegar lo antes posible y salvar a Nora le habían impedido reflexionar debidamente en la manera de enfrentarse con Esteban. Ahora se daba cuenta de que le había subestimado. Era un adversario temible.
Teniendo en cuenta la distancia en coche desde Inwood a Glen Cove, seguro que ya estaba en casa. Un hombre así sabría que también lo estaba Pendergast. Un hombre así tendría un plan, y le estaría esperando. Era necesario frustrar sus expectativas. Era necesario atacar, literalmente, por donde no se lo esperase.
Retrocedió sin hacer ruido, cuidadosamente, por donde había venido.
Esteban esperaba en el túnel, junto a la palanca, con los oídos muy abiertos. Parecía mentira lo sigiloso que era el agente del FBI, aunque en aquel espacio silencioso, subterráneo, hasta los ruidos más pequeños tenían una reverberación eterna. Prestando oídos, pudo reconstruir los acontecimientos. Primero el tenue sonido de una cremallera; luego un crujir de plástico; varios minutos de silencio… y otra vez la cremallera. Finalmente, un vago resplandor dentro del túnel: la linterna de Pendergast. Siguió esperando.
La verdad, tenía su gracia que el inspector del FBI encontrase los dos cadáveres. ¡Qué susto se habría pegado! Tuvo curiosidad por saber cuánto había averiguado; con los dos cadáveres delante, seguro que mucho. Se notaba que el tal Pendergast era inteligente. Hasta era posible que lo supiera todo, menos el punto crucial: el contenido del documento tomado de la tumba de su antepasado.
Lo importante era que Pendergast seguía una corazonada, pero no tenía pruebas. Por eso había venido solo, sin refuerzos ni grupo de asalto.
Al pensar en el documento, tuvo un escalofrío de pánico. No lo llevaba encima. ¿Dónde lo había dejado? Dentro del coche sin cerrar, en el camino de entrada. La condenada alarma recibida en el BlackBerry le había distraído justo al llegar a casa. ¿Y si se lo robaban? ¿Y si lo encontraba Pendergast? No, eso eran tonterías; la verja de la finca estaba cerrada con llave, y Pendergast estaba en el túnel. Ya recuperaría el documento en cuanto tuviera ocasión. De momento había algo urgente que resolver.
El silencio del túnel se había vuelto total. Escuchó, casi sin respirar. Esperó.
Siguió esperando. La luz tenue e indirecta de la linterna se mantenía fija, inmóvil. A medida que pasaban lentamente los segundos, Esteban empezó a darse cuenta de que pasaba algo raro. —¿Señor Esteban? —dijo una voz afable a sus espaldas, en la oscuridad—. ¿Tendría la amabilidad de permanecer completamente inmóvil a la vez que suelta el arma y deja que se caiga al suelo? Le advierto que el menor movimiento, aunque fuera un parpadeo inoportuno, redundaría en su muerte inmediata.
E
steban soltó la pistola, que hizo un ruido sordo al chocar contra el suelo.
—Ahora, por favor, levante despacio las manos, dé dos pasos hacia atrás y apóyese en la pared.
Dio los dos pasos indicados y cumplió las instrucciones. Pendergast se agachó, cogió la Browning y se la metió en el bolsillo de la americana; luego registró los bolsillos de Esteban y le quitó la linterna. Retrocedió y la encendió.
—Oiga… —empezó a decir Esteban.
—No hable si no es en respuesta a mis preguntas, por favor. Ahora me conducirá hasta Nora Kelly. Indique con la cabeza si me ha entendido.
Esteban asintió. No estaba todo perdido. Siempre se podía ser demasiado inteligente.
Retrocedió despacio hacia la casa.
—No está en esa dirección —dijo Pendergast—. Por ahí ya he buscado. Se ha quedado usted sin crédito. La próxima vez que intente algún truco, llegaré a la conclusión de que no me sirve de nada, le mataré sin más y encontraré yo mismo a la señora Kelly. Indique con la cabeza si me ha entendido.
Esteban asintió.
—¿Está en el sótano del granero?
Sacudió la cabeza.
—¿Dónde está? Puede hablar.
—Está en una habitación escondida en el túnel, debajo del yeso. Cerca del cadáver de Smithback.
—En el túnel no había yeso fresco.
—La puerta está debajo de un trozo de yeso viejo con alambres que puedo poner y quitar siempre que quiera.
Pendergast pareció reflexionar. Después hizo un gesto con la pistola.
—Usted primero. Tenga en cuenta lo que le pasará si no colabora.
Esteban volvió a meterse por el túnel hacia donde estaba Smithback, sin alejarse de la pared de su derecha. Pendergast le seguía a unos tres metros. Esteban pasó por encima de una linterna diminuta (la del agente, sin la menor duda), que estaba en el suelo. Cuando pasó al lado de la palanca, fingió tropezar y caerse, y la accionó al bajar.
Se oyó un disparo, pero demasiado alto, que solo le rozó el pelo. Un fuerte crujido en el techo del túnel anunció el falso desprendimiento desencadenado por el mecanismo a través de la palanca. No era un auténtico derrumbe, por supuesto, sino una avalancha de rocas de poliestireno, planchas de conglomerado previamente rotas y manchadas y una mezcla de arena, grava y espuma pintada; sin ser tan mortífero como un desprendimiento de verdad, caía con fuerza y rapidez. Pendergast saltó hacia un lado, pero, aun siendo rápido, no logró escaparse de la tonelada de materiales que se desprendían justo sobre su cabeza. Una larga y sonora avalancha de madera, espuma y poliestireno le tiró al suelo y le enterró. Por su parte, Esteban corrió a cuatro patas, y se salvó por los pelos de que lo pillara el borde del alud.
La oscuridad era total. Las luces habían sido sepultadas a la vez que el agente. Oyó llover los últimos restos de grava. Luego se rió en voz alta. Era la avalancha que parecía enterrar a los celadores en la escena cumbre de
Evasión de Sing Sing,
mientras el protagonista salía sano y salvo por la boca del túnel. ¡Y ahora él la recreaba de verdad!
Evidentemente, Pendergast no iba mucho al cine. Si no, podría haber reconocido el túnel, y haber adivinado lo que se avecinaba. Peor para él.
Metió los pies por el desprendimiento simulado, y empezó a apartar la espuma en busca de Pendergast. Después de cinco minutos despejando escombros, reconoció el brillo de su linterna, que aún estaba encendida, y a su lado el cuerpo del agente, lleno de sangre y polvo, noqueado por la súbita cascada. A su lado estaba la Browning que le había quitado. La pistola del agente estaba en su mano, y el teléfono móvil en el suelo, cerca. Había recibido un fuerte golpe durante el derrumbe; incluso era posible que estuviera muerto, pero Esteban tenía que asegurarse. Lo primero que hizo fue coger las dos pistolas. A continuación aplastó el teléfono móvil con el pie. Después levantó la Browning, comprobó el cargador, apuntó al esternón de Pendergast y le disparó dos tiros a bocajarro, un doble disparo en el corazón, seguido por otro, por si acaso; los impactos hicieron saltar el cuerpo, y levantarse el polvo de su pecho y sus hombros.
Debajo, en el suelo, apareció una mancha de sangre que empezó a extenderse.
Esteban se quedó entre el polvo, sonriendo. Lástima que la escenita nunca llegase a la gran pantalla. Había llegado el momento del acto final de su superproducción privada: matar a la chica y desembarazarse de los cadáveres. De los cuatro.
L
aura Hayward avanzaba con cuidado por la penumbra de los sótanos que se extendían bajo los callejones y claustros de la Ville. Tras dar señales de un crescendo, los gritos y alaridos de la superficie se habían apagado de manera brusca; o la pelea se había trasladado a Inwood Hill Park, o era ella la que había bajado demasiado para oírla. Los pasadizos subterráneos de la Ville tenían varios niveles, y presentaban estilos arquitectónicos diversos, desde cuevas toscas excavadas a mano a bóvedas de crucería y piedra bien cortada. Era como si las oleadas sucesivas de ocupantes, cada una con sus necesidades y su grado de refinamiento, hubieran ampliado los espacios subterráneos para sus propios fines.
Un vistazo a su reloj la informó de que llevaba un cuarto de hora explorando el sótano, un cuarto de hora de pasillos sin salida y rodeos cada vez más desorientadores y macabros.
¿Hasta dónde podía extenderse aquel laberinto? ¿Y dónde estaba Vincent? Había estado tentada de llamarle en voz alta más de una vez, aunque al final su sexto sentido la había disuadido. La radio, por su parte, no funcionaba.
Se paró en un cruce, del que salían cuatro pasillos cortos terminados en sendas puertas con refuerzos de hierro. Eligió una al azar y la cruzó. Se paró a escuchar en el umbral. Siguió. Al otro lado había un túnel sucio y maloliente, con el suelo blando a causa del moho, y el techo tapizado de telarañas. Las piedras viscosas del techo goteaban de condensación, gotas aceitosas que la capitana se limpió del pelo y de los hombros, asqueada.
A unos veinte metros, el pasillo se bifurcaba. Fue por la derecha, calculando que era por donde se iba a la iglesia central. Olía un poquito mejor. Los muros eran de piedra tallada de manera primitiva. Se fijó en los bloques, examinándolos con la linterna. Se notaba enseguida que no era la pared del vídeo de Nora Kelly.
Se irguió de golpe. ¿Había sido un grito?
Permaneció muy quieta y muy atenta en medio de la oscuridad, pero lo que acababa de oír (suponiendo que hubiera oído algo) no se repitió.
Siguió caminando. El pasadizo de piedra acababa en un gran arco. Al cruzarlo se encontró en un mausoleo de construcción rudimentaria, apoyado en postes de madera podrida, con una docena de nichos excavados en las paredes de arcilla, cada uno de los cuales contenía un ataúd medio deshecho. Todo estaba lleno de amuletos y fetiches: bolsas de cuero y lentejuelas, muñecas grotescas de cabezas demasiado grandes y expresión desorbitada, dibujos de espirales y sombreados (de una complejidad mareante) sobre tablas y pieles tensadas… Parecía un templo subterráneo dedicado a los líderes muertos (o no) de la Ville.
Hasta los propios ataúdes eran raros, con bandas de hierro y candados, como si se tratase de evitar que salieran los muertos (que en algunos casos tenían estacas clavadas, que se hundían en la arcilla por debajo de ellos). Se estremeció al recordar algunas de las historias más pintorescas de sus antiguos compañeros de la policía de Nueva Orleans.
… Otra vez el mismo ruido, despejando cualquier duda: débiles sollozos de mujer. Brotaban de la oscuridad, justo delante.
¿Nora Kelly? Cruzó la sala de ambientación vudú haciendo el menor ruido posible, con la pistola preparada y la linterna tapada. La voz se oía en sordina, pero parecía estar cerca, unas dos o tres salas más allá. La habitación llena de nichos acababa en un pasadizo que volvía a bifurcarse. El ruido llegaba de la izquierda. Fue hacia el pasadizo. Si era Nora, probablemente estuviera vigilada; la Ville habría hecho bajar a alguien al menor indicio de problemas.
Justo a la vuelta de un recodo, el pasadizo desembocaba bruscamente en una enorme cripta, con gruesas columnas en las que se apoyaba el peso de las bóvedas. Vio filas y más filas de sarcófagos de madera, que llegaban hasta la pared del fondo. Distinguió a lo lejos tres figuras iluminadas por detrás por un mechero. Dos eran mujeres, una de ellas llorando silenciosamente. El tercero, un hombre, les decía algo en voz baja. Estaba de espaldas a Hayward, pero a juzgar por su tono y sus gestos, su intención era tranquilizarlas.
Hayward sintió que se le aceleraba el pulso. Dio un paso hacia delante, y al siguiente ya no lo dudó: el hombre del fondo era Vincent D'Agosta.
—¡Vinnie!
El se giró. Al principio puso cara de perplejidad, pero después sonrió de alivio.
—¡Laura! ¿Qué haces tú aquí?
Hayward caminó deprisa, dejando de esconder la linterna. Las dos mujeres la vieron acercarse con el rostro crispado por el miedo.
D'Agosta tenía un cabestrillo improvisado en el brazo derecho, la cara sucia y cubierta de arañazos, y el traje roto y lleno de arrugas, pero Hayward estaba tan contenta de verle que ni siquiera se fijó.
Le dio un abrazo rápido, torpe por el cabestrillo. Después le observó.
—Vinnie, parece que te haya atropellado y arrastrado un coche.
—Es la sensación que tengo. Aquí hay dos personas que necesitan ayuda. Venían con los manifestantes. Las han perseguido unos residentes de la Ville, y se han perdido al intentar huir. —D'Agosta hizo una pausa—. ¿También vienes a buscar a Nora?
—No. Te buscaba a ti.
—¿A mí? ¿Por qué?
Casi parecía ofendido.
—Me dijo Pendergast que estabas aquí abajo, y que podía ser peligroso.
—Estaba buscando a Nora. ¿Has dicho Pendergast?
—Sí, ya se iba. Me ha dicho que quería buscar a Nora, y que no está aquí.
—¿Qué? ¿Pues dónde está?
—Eso no me lo ha dicho, pero me ha contado que os ha atacado algo. Algo raro.
—Sí, es verdad. Laura, si es cierto que Nora no está aquí, tenemos que irnos. Ahora mismo.