La Danza Del Cementerio (44 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

BOOK: La Danza Del Cementerio
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Se acercó a la Ville con la intención de esquivar la pelea de la iglesia. La puerta principal estaba abierta de par en par, reflejando parpadeos de luz tenue. Al acercarse, vio entrar a los antidisturbios con porras y Tasers en las manos. Les siguió rápidamente, con su pistola a punto. Al otro lado de la puerta reventada había un estrecho y antiguo callejón, bordeado en ambos lados por precarias construcciones de madera. Siguió a los policías de uniforme, pasando junto a varias puertas oscuras y ventanas con los postigos cerrados. Delante se oía un estruendo de miles de voces.

Al otro lado de un recodo, salieron a una plaza de piedra, con la mole de la iglesia al fondo; y ahí la capitana topó con tan extraño espectáculo, que paró en seco. La plaza era un pandemónium, una pesadilla de Fellini: hombres con hábitos marrones huyendo de la iglesia, algunos ensangrentados, otros gritando o llorando… Entretanto, los manifestantes lo dejaban todo patas arriba, rompiendo ventanas y destrozando lo que se encontrasen. Entre los muros de la iglesia reinaba un alboroto indescriptible. Por toda la plaza corrían animales (ovejas, cabras, gallinas), haciendo tropezar a la gente que corría, y añadiendo sus gritos y balidos al estruendo general. Y en medio de todo, más antidisturbios circulando incrédulos, sin órdenes ni plan, perplejos y confusos.

Por ahí no iba bien. Tenía que encontrar algún acceso al sótano, adonde había ido Vinnie en busca de Nora Kelly.

Dando la espalda a aquel manicomio, se fue de la plaza y corrió por otro callejón oscuro de adoquines, probando puertas al pasar. Muchas estaban cerradas con llave; una, en cambio, se abrió a una especie de taller, curtiduría o sastrería primitiva. Echó un vistazo general, pero no encontró ninguna forma de bajar. Volvió al callejón y siguió probando puertas. Algunos edificios más lejos, se le abrió otra puerta de madera maciza. Entró rápidamente y la cerró, mitigando los gritos y chillidos.

En aquel edificio tampoco había nadie. Parecía una carnicería. Al fondo había otra habitación, en la que entró pasando al lado de una hilera de vitrinas. Vio una escalera de bajada al sótano.

Bajó, sacándose una linterna pequeña del bolsillo de la chaqueta y encendiéndola. Al final había una sala donde hacía frío, revestida de viejos paneles de zinc: una despensa. Había jamones, costillares, gruesas salchichas y medias carcasas colgando del techo para curarse. Se movió con precaución entre ellos, haciendo oscilar uno o dos, mientras barría el suelo y las paredes con la luz de la linterna. Al fondo de la despensa había una puerta que daba a otra escalera oscura de bajada, con paredes de piedra, que parecía mucho más antigua. Titubeó al recordar lo otro que había dicho Pendergast: «Un ser que fue un hombre y se ha convertido en algo extremadamente peligroso. Repito: Vincent necesita ayuda. Podría estar en peligro de muerte».

«Podría estar en peligro de muerte…»

Enfocó la linterna en la escalera, sin vacilar más, y se internó en la oscuridad con la pistola en la mano.

74

A
lexander Esteban salió de Pond Road, cruzó la verja automática y tomó el camino de grava inmaculado que serpenteaba entre los gruesos robles que componían el acceso de su finca.

Conducía despacio, disfrutando de la sensación de volver a su casa. En el asiento de al lado había un sencillo documento de vitela de dos páginas, firmado, sellado, certificado y jurídicamente a prueba de bombas.

Un documento que le convertiría en uno de los hombres más ricos del mundo, aunque seguro que antes habría que pelearse un poco.

Era tarde, casi las nueve, pero ya no tenía prisa. Se había acabado lo de planear, dirigir, producir y ejecutar. Le había consumido prácticamente todas sus horas de vigilia durante tantos meses que no quería ni contarlos, pero ya era agua pasada. El espectáculo le había salido bordado, con ovación final. Ahora solo quedaba un pequeño cabo suelto; una última salida a escena, como quien decía: el saludo final.

Justo cuando el coche frenaba delante del granero, sintió vibrar su BlackBerry y lo miró con un siseo de irritación: había saltado la alarma de la puerta trasera de la cocina. Se le tensó la columna vertebral. Seguro que era una falsa alarma, algo corriente en una finca tan grande como la suya; era uno de los inconvenientes de tener un sistema de seguridad tan completo.

De todos modos, tenía que asegurarse. Abrió la guantera y sacó su pistola favorita, una Browning HiPower Parabellum de nueve milímetros con miras tangentes. Al mirar el cargador, vio que estaba lleno, con las trece balas. Con la pistola en el bolsillo, bajó del coche y se internó en la noche llena de fragancias. Miró la grava del camino, recién rastrillada: sin señales de coches. Al caminar por su ancho césped, echó un vistazo al embarcadero vacío y a las luces que parpadeaban al otro lado del estrecho, y lo encontró todo normal. Pasó al lado del invernadero con la pistola en la mano, entró en un jardín tapiado y se acercó sin hacer ruido a la puerta trasera de la cocina, donde había saltado la alarma. Al llegar a la puerta, movió el tirador. Estaba cerrada con llave. La vieja cerradura de latón no presentaba indicios de haber sido forzada; tampoco había rasguños en el verdín, ni cristales rotos o cualquier otro indicio de intrusión. Falsa alarma.

Se irguió, mirando su reloj. Casi le apetecía hacer lo que estaba a punto de hacer. Placer perverso, sin duda, pero antiguo. Un placer codificado en los propios genes: el placer de matar. Ya lo había hecho antes, y le había parecido una experiencia curiosamente catártica.

De no haber sido director de cine, tal vez hubiese destacado como asesino en serie.

Riéndose de la ocurrencia, sacó la llave, abrió la puerta de la cocina e introdujo el código para apagar el sistema de alarma de la casa. Sin embargo, al cruzar la cocina hacia la puerta del sótano, se sintió vacilar. ¿Por qué una falsa alarma en un momento así? Solían producirse con tormenta o mucho viento. Era una noche serena y despejada, sin nada de viento. ¿Sería un cortocircuito, una descarga fortuita de estática? No las tenía todas consigo, y era una sensación que había aprendido a no soslayar.

En vez de bajar al sótano, cambió de sentido y caminó en silencio por la oscuridad de los pasillos, hasta llegar a su estudio. Despertó el Mac, tecleó la contraseña y entró en la web que controlaba sus cámaras de seguridad. Si había entrado alguien por la puerta de la cocina, habría tenido que cruzar el césped detrás del viejo invernadero, donde le habría grabado una cámara. Era prácticamente imposible entrar en la casa sin ser visto; la cobertura era superior al cien por cien, pero si alguien quería intentarlo, tal vez el punto más débil de todo el sistema fuera el lado de la cocina, con su jardín tapiado y su invernadero en ruinas. Tecleó la segunda contraseña, haciendo aparecer en pantalla la imagen en directo de la cámara. Al consultar el BlackBerry, vio que la alarma estaba registrada a las ocho y cuarenta y uno. Introdujo «8:36» en el contador de tiempo, seleccionó cámara a monitor, y empezó a mirar.

Ya hacía tiempo que se había puesto el sol, y la imagen era oscura; no se había activado la visión nocturna. Manipuló los controles para mejorar lo más posible la calidad, extrañado por su propia paranoia; controlándolo todo, como siempre. Sonrió irónicamente al pensar que era a la vez su principal virtud y su peor defecto. Aun así, seguía sin estar cómodo.

Entonces fue cuando vio algo negro y fugaz en una esquina de la pantalla.

Paró la imagen, retrocedió y la reprodujo en cámara lenta. Allá estaba otra vez: alguien de negro que pasaba disparado por el borde del campo de la cámara. Se le heló la columna vertebral. Muy listo, mucho; si él tuviera que entrar sin ser visto en la casa, haría lo mismo.

Volvió a congelar la imagen, y a rebobinarla fotograma a fotograma. Solo se le veía correr en seis de ellos, menos de una quinta parte de segundo, pero la cámara, de alta definición, no perdía detalle. El fotograma central le dio un claro atisbo de una cara y unas manos blancas.

Se levantó de golpe, tirando la silla. Era el agente del FBI, el que le había visitado una semana antes. Estuvo a punto de sucumbir a una oleada de pánico, mientras sentía un peso asfixiante en el pecho. Con lo bien que había salido todo hasta el momento… ¿Cómo se había enterado?

¿Cómo se había enterado?

Tuvo que recurrir a toda su voluntad para expulsar el pánico de sus pulmones. Pensar bajo presión era uno de sus puntos fuertes, aprendido en el mundo del cine. Cuando había problemas en pleno rodaje, y todos esperaban a mil dólares por minuto que encontrase él la solución, tenía que tomar decisiones correctas en décimas de segundo. Pendergast. Así se llamaba el agente del FBI. Estaba solo. Se había dejado al ayudante cachas, el del apellido italiano. ¿Por qué? Significaba que seguía una corazonada, y que actuaba por su cuenta y riesgo. De haber tenido pruebas concluyentes, habría llegado con un equipo de asalto armado hasta los dientes. Punto uno.

El punto dos era que Pendergast no era consciente de haber sido visto. Tal vez hubiera presenciado la llegada del coche de Esteban, o se la esperase, pero lo que no sabía era que Esteban estaba al tanto de su presencia. Lo cual le situaba en clara desventaja.

Punto tres: Pendergast desconocía la distribución de la finca, sobre todo del sótano, tan grande como laberíntico. En cambio Esteban podía recorrerlo con los ojos cerrados.

Se quedó frente a la mesa, pensando a gran velocidad. El objetivo de Pendergast era el sótano.

De eso estaba seguro. Buscaba a la mujer. Probablemente hubiera bajado por la escalera de la cocina del fondo, muy cerca de la puerta por donde había entrado; y seguro que era donde estaba, debajo de la casa, husmeando por los viejos decorados de cine, y recorriendo la parte sur del sótano. Tardaría como mínimo un cuarto de hora en abrirse camino entre los trastos hasta el túnel que llevaba al granero.

Por suerte la chica estaba en el sótano del granero. Por desgracia había un túnel entre aquel sótano y el de la casa.

Se decidió de golpe. Tras ceñirse la pistola en la cintura, cruzó deprisa la puerta principal y fue hacia el granero por el césped. Al cruzar el camino de entrada, le hizo sonreír un poco el plan que se formaba en su cabeza. Pobre imbécil, no tenía ni idea de dónde se había metido.

El pequeño drama tendría un final encantador, realmente encantador; un poco como el de su última película,
Evasión de Sing Sing.
Lástima no poder rodarlo.

75

R
odeado de caos y oscuridad, Rich Plock oía mezclarse los gritos de los fieles y los manifestantes con chillidos de animales, ruido de sonajeros y ritmo de tambores. Tras la irrupción inicial en la iglesia, los fieles se habían recuperado, pero solo un momento; ahora volvían a retroceder, y muchos se escapaban por puertas laterales a los callejones y el laberinto de edificios que componían la Ville.

Para Plock era un giro inesperado, con algo de anticlímax. Aunque hubieran conseguido liberar a los animales, ahora se daba cuenta de que no tenían adonde llevarlos y guardarlos; corrían sueltos, y la mayoría ya había salido al patio por la puerta reventada. Eso no lo tenía previsto. Tampoco sabía qué hacer con los fieles que se le escapaban. Su plan había sido echar de la Ville a sus residentes, sin tener bastante en cuenta lo enorme, extensa y desorientadora que era; tampoco había previsto que los residentes se refugiasen tan pronto, huyendo a las profundidades de la Ville en vez de ofrecer.una resistencia más larga que permitiera expulsarles. Eran como los antiguos indios, que rehuían el enfrentamiento directo.

Habría que sacarles de su madriguera.

Y aprovechar para buscar a la mujer secuestrada, porque Plock empezaba a darse cuenta de que si no la salvaban, como excusa para justificar su incursión en la Ville, tal vez (y sin tal vez) ni se viesen en muy serios aprietos cuando terminase todo. Sí, eso liarían: recorrer la Ville, expurgarla, limpiarla, sacar de sus madrigueras a los carniceros, demostrarles que ya no había huida ni escondrijo posibles, y de paso salvarle la vida a la mujer. Si lo lograban, tendrían a la opinión pública claramente de su parte. Y una especie de justificación legal. Si no…

Todavía entraban manifestantes por la puerta reventada de la iglesia, llenando el espacio que dejaba la desaparición de los últimos residentes de la Ville. Solo quedaba el líder, Bossong, inamovible como una estatua, con su herida en la frente y sus ojos torvos, que lo observaban todo.

Mientras los últimos manifestantes afluían a la iglesia, que estaba a rebosar, Plock se subió a la plataforma.

—¡Escuchadme! —exclamó, levantando las manos.

Se hizo el silencio. Intentó no prestar atención a Bossong, que le miraba fijamente desde un rincón, proyectando por toda la nave su malévola presencia.

—¡Es necesario que sigamos juntos! —exclamó—. Los torturadores se han escondido. ¡Tenemos que encontrarles y echarles! ¡Pero sobre todo tenemos que salvar a la mujer!

De repente Bossong habló desde el rincón.

—Esto es nuestra casa.

Plock se giró a mirarle con una mueca de rabia.

—¿Casa? ¿Este nido de torturadores? ¡No os merecéis ninguna casa!

—Esto es nuestra casa —repitió Bossong en voz baja—. Y así es como adoramos a nuestro Dios.

Plock se sintió lleno de rabia.

—¿Como adoráis a vuestro Dios? ¿Cortándoles el cuello a animales indefensos? ¿Secuestrando y matando a la gente?

—Váyanse. Váyanse mientras puedan.

—¡Uuuuh, qué miedo me das! ¿Bueno, qué, dónde está ella? ¿Dónde la tenéis encerrada?

La gente compartía su rabia.

—Honramos a los animales sacrificándolos para alimentar a… nuestro protector. Nuestros dioses nos dan su beneplácito para…

—¡No nos vengas con chorradas! —Plock tembló de indignación al gritarle al hombre del hábito—. Dile a tu gente que no tiene nada que hacer, que más les vale irse. ¡O eso, o les echamos! ¿Me has entendido? ¡Ya os podéis ir a otra parte con vuestra religión de pervertidos!

Bossong levantó un dedo y señaló a Plock.

—Me temo que para ti ya es demasiado tarde —dijo serenamente.

—¡No veas cómo tiemblo! —Plock abrió los brazos, incitante—. ¡Fulminadme, dioses de los torturadores de animales! ¡Venga!

Justo entonces se movió algo en uno de los transeptos oscuros de la iglesia; se oyó cortarse la respiración de los manifestantes, que titubearon un momento, hasta que alguien gritó, y la multitud retrocedió como una ola al retirarse: los de delante empujaban a los de detrás, y estos a los de aún más atrás, mientras una figura grotesca y deforme se tambaleaba por la vacilante media luz. Boquiabierto de horror, Plock contempló a la criatura sin dar crédito a sus ojos; pero no era ninguna criatura, sino un ser humano. Miró fijamente los labios llagados, los dientes podridos y la cara chata; miró la musculatura blanquecina y pegajosa, envuelta en mugrientos andrajos. En una de sus manos había un cuchillo ensangrentado. Su hedor llenaba toda la nave. El ser echó hacia atrás la cabeza, mugiendo como un ternero herido. Un solo ojo lechoso giró en su órbita hasta enfocarse en Plock.

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