—Querida señorita Bucles de Nieve: creo que utilizaría medios menos crudos si tuviera intención de atacaros. Todavía no os habéis sentado. Por favor…
No era un ruego, y Larissa obedeció. Misroi cogió el atizador y observó con satisfacción el brillo anaranjado de la punta; lo introdujo en el cuenco, y el vino chisporroteó al calentarse. Después, colocó el instrumento otra vez en su sitio y tomó un sorbo de vino caliente. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza y se dirigió a la silla que ocupaba Larissa.
—Tomad: vino caliente con especias, una bebida que me encanta; no hay nada mejor después de una dura cabalgada bajo la lluvia.
Larissa, dubitativa, levantó la mirada hacia aquellos ojos penetrantes.
—Bebed —ordenó Misroi.
Larissa tomó el recipiente y se lo llevó a los labios con precaución. Estaba caliente y aromatizado con cítricos y especias. Tomó un segundo sorbo, sorprendida por el agradable sabor y agradecida por la calidez que se expandía por su helado cuerpo, antes de devolvérselo al señor de los no muertos. Misroi parecía contento.
—Ahora ya habéis sido debidamente recibida en la
Maison de la Détresse
.
Levantó el vino en un brindis silencioso por ella; después se sentó y continuó bebiendo a medida que hablaba.
—Veamos; si mis informadores no yerran, os llamáis Larissa Bucles de Nieve y sois bailarina en ese encantador barco que actualmente navega por las aguas de mi pantano. Vuestro tierno corazón sufre por la situación desesperada de los esclavos; habéis sido torturada por esa irritante criatura musgosa, la supuesta Doncella del Pantano, y os gustaría rescatar a los prisioneros. La Doncella, aviesamente, como era de esperar, se niega a ayudaros sin mi cooperación y, en un alarde de cobardía, os envía para solicitar mi permiso. Decidme, señorita Bucles de Nieve —prosiguió, mirando con intensidad las rojas profundidades del vino—, ¿de verdad esperáis salir de aquí con vida?
El tono despreocupado de la pregunta resultaba mucho más impresionante que la pregunta misma. El calor confortante del vino la abandonó de repente, y la boca se le quedó seca de miedo.
—No tiene importancia —respondió con un ligerísimo titubeo en la voz—. Si a cambio consigo vuestro permiso para atacar
La Demoiselle
, no me preocupa morir.
—La muerte no es la única alternativa —le recordó el señor de los muertos vivientes.
—Necesito vuestro consentimiento para atacar a Dumont —repitió la joven sin hacerse eco de la provocación—. Es un ladrón que se apodera de cosas que no le pertenecen y se lucra a costa del sudor de seres inocentes. No os pido ayuda; me limito a solicitar vuestro permiso. —Misroi permanecía tan impasible que le recordaba a un buitre al acecho—. ¿Es que no comprendéis? —estalló—. ¡Hace prisioneras a las criaturas del Souragne sin siquiera pediros licencia, sin consultaros previamente! —Al parecer, Misroi no percibía la rabia en la voz de la bailarina. Tomó otro trago de vino, que se estaba enfriando, y se levantó para volver a calentarlo—. Lord Misroi…
—Antón, por favor, querida mía —la corrigió, fingiendo sentirse ofendido.
—Antón… ¿Nos concedéis permiso para atacar
La Demoiselle
?
—Todavía no he tomado una decisión —repuso, con el atizador en la mano para recalentar el vino.
Rápido como una serpiente al abatirse sobre una pieza, arrojó el cuenco al suelo y blandió el atizador sobre la cabeza de Larissa; la joven logró esquivarlo con un salto de paloma y aterrizó sobre el pie derecho. Poniendo en práctica todo lo que le había enseñado la Doncella, hizo un ademán con la mano izquierda, movió el pie derecho y el atizador se retorció entre las manos de Misroi como si tuviera vida propia, para quedar inmóvil después. El señor de los muertos vivientes comprobó la longitud de la vara que ahora tenía entre los dedos.
Larissa se agazapó, lista para saltar hacia un lado o para ejecutar un movimiento de danza. Sus azules ojos permanecían alerta, pendientes de la menor alteración en Misroi.
El señor de Souragne paseó la mirada de la vara a la joven, con la sorpresa pintada en el rostro.
—¡Muy bien! —musitó—. Eres mejor de lo que esperaba. Será divertido. Siéntate, querida Larissa, si me permites el tratamiento. No necesitas temerme ya; he puesto a prueba tu temple… ¡y he salido malparado! —Tiró la vara al fuego—. Debes de tener muchas preguntas que hacerme; pregunta, pues.
—La Doncella dice que sois el señor de Souragne —comenzó, tras humedecerse los labios y sentarse de nuevo sin confiarse del todo.
—Cierto. Souragne, y todo lo que contiene, me pertenecen —la miró escrutadoramente—, lo cual te incluye a ti, querida, por si acaso lo dudabas.
Larissa comenzaba a superar el miedo inicial, y la arrogancia de Misroi la molestaba; se agarró a ese sentimiento como a un clavo ardiendo.
—Puesto que sabéis que Dumont está robándoos criaturas, ¿por qué no lo habéis detenido?
—Si es tan inteligente como para darles caza —replicó con un encogimiento de hombros—, mejor para él. La astucia y la codicia no son pecados a mis ojos, Larissa.
—Pero no tiene derecho a…
—Si lo hace, se gana el derecho; sólo sobreviven los fuertes y los inteligentes. Si los animales, u otros seres, son tan simples como para dejarse atrapar, se merecen todo aquello que les suceda. Que alguien los subyugue y utilice sus poderes mágicos no es, ni mucho menos, lo peor que puede sucederles a las presas cazadas. —Sonrió cruel y fríamente—. Las que tengo en mi casa ruegan por salir tan bien paradas.
Larissa no estaba acobardada ya, sino fría y temeraria.
—¿Yo también soy una presa cazada?
—Todos lo somos —dijo Misroi con una amplia sonrisa—, de un modo u otro; la única diferencia es que algunos tenemos jaulas más bonitas. No, la ambición de Dumont no me molesta. —Hizo una pausa—. La de Alondrin, por el contrario, sí.
—¿Porque domina a los muertos vivientes, como vos?
En el mismo momento en que terminó la frase, Larissa se preguntó si habría faltado a la etiqueta, pero Misroi no se sintió ofendido.
—Eso no representa ningún problema; tengo poder sobre todos los muertos vivientes de esta tierra con sólo desearlo. No; Alondrin pretende abandonar mi reino, y yo me opongo a que lo haga. —Clavó su penetrante mirada en la bailarina, y la sonrisa se borró de su rostro como si jamás hubiera existido—. Ésa es la verdadera cuestión, Larissa, y tiene intenciones de salir de la isla a bordo de vuestro barco.
—Pero… la Doncella me ha dicho que nadie puede salir sin vuestro permiso.
La gélida expresión que asomó al bello rostro de Misroi y la furia silenciosa que llameaba en sus intensos ojos azules intimidaron a Larissa.
—Así ha sido siempre, pero Alondrin ha hecho todo lo posible por volver las cartas a su favor. —Se inclinó hacia adelante con los ojos llameantes, y comenzó a contar con los dedos—. Uno: viaja por el agua, lo cual aumenta sus poderes. Dos: el barco está protegido por la considerable magia del capitán Dumont. Tres: hay docenas de
feux follets
a bordo, que también refuerzan los encantamientos. Tal vez Alondrin tenga éxito, con lo que sentaría un precedente peligroso. ¿No te parece?
—Entonces, ¿por qué no lo habéis detenido?
—Porque voy a utilizaros a ti y a tus amigos para que lo hagáis en mi lugar —contestó—. ¿Por qué habría de tomarme yo la molestia si vosotros estáis sobre ascuas por lanzaros al rescate? Sin embargo, linda bailarina, voy a enseñarte algunos trucos para que puedas enfrentarte a la magia de ese
bocoru
.
Se puso en pie y, acercándose a ella a grandes zancadas, la hizo levantarse. Larissa se esforzó por no oponerse y lo miró serena a los ojos.
Con una mano le alisó la mata blanca, que todavía estaba húmeda; los delgados dedos le acariciaron la mejilla, el perfil de la mandíbula y la garganta. Larissa se puso en tensión y entrecerró los párpados, furiosa.
—No temas por la seguridad de tu persona, Larissa —le dijo Misroi, tomándole el rostro entre las manos. El aliento perfumado de vino le rozó la cara—. ¿Quién, mejor que el señor de los muertos vivientes, puede saber la miserable materia que es la carne? No, es tu espíritu el que me intriga. Tiene algo que me… fascina. —Retrocedió sin soltarle las manos, y una sonrisa astuta asomó a sus labios—. Te daré lo que buscas, pero cuando yo lo decida y por mis propios motivos. Eres bailarina, ¿no? Entonces, voy a enseñarte una danza nueva, querida; voy a enseñarte la danza de los muertos.
—Marcel —llamó Misroi con lasitud—, enseña a la señorita Bucles de Nieve las habitaciones de los invitados. Prepárale un baño caliente y… ¿Tienes hambre, querida? —Larissa iba a decir que sí, pero cerró la boca con recelo. Misroi meneó la cabeza y chasqueó la lengua en un gesto burlón de desánimo—. Mi linda bailarina, ya has comprobado que estoy vivo. ¿Cómo crees que me conservo yo? Te aseguro que la comida es sana; la cena se sirve temprano, y tú me acompañarás.
No tenía alternativa y asintió. El señor de los muertos vivientes le tomó la fría mano, la presionó sobre sus labios con fuerza y se marchó.
Marcel tomó el candelabro de la repisa y condujo a Larissa por la amplia escalinata; ella lo seguía con un torbellino de agitados pensamientos en la cabeza. Había llegado hasta allí para pedir permiso a Misroi, no ayuda ni enseñanzas. ¿Cuánto tiempo pensaría retenerla? ¿Y qué le pediría a cambio?
Seguía a su guía no muerto, que ahora la llevaba a través de una gran sala iluminada por velas danzarinas, adosadas a la pared por medio de unos candeleros de bronce en forma de brazos. Marcel llegó al fondo del salón, sacó un grueso llavero e introdujo una llave; la puerta se abrió hacia adentro con un chirrido. Larissa se preguntó cuándo habría sido la última vez que una persona viva había ocupado aquella estancia.
Marcel le hizo seña de que entrara, y ella obedeció cautelosa. Los muebles, como todos los de la casa, eran grandes y antiguos y estaban cubiertos de polvo. La desvencijada cama con baldaquín era una sombra de esplendores pasados. El armario, de madera labrada, necesitaba una mano de cera, y el espejo de la coqueta estaba tan gastado como el del recibidor. Una mujer, convertida en zombi no hacía mucho y vestida con ropas en buen estado de conservación, derramaba como una autómata cubos de agua humeante en una bañera que parecía limpia en comparación con el resto.
Larissa estuvo a punto de soltar una carcajada por lo absurda y macabra que resultaba la escena; la risa nerviosa gorjeaba en su garganta, pero la acalló de inmediato.
Se despojó de sus ropas, húmedas y sucias, y se sumergió en el baño. Al punto se sintió mejor; el agua, caliente y perfumada con rosas, era como un bálsamo para su helado cuerpo. Mientras disfrutaba del baño, la criada no muerta abrió el armario y comenzó a sacar vestidos maravillosos. Larissa la miró; no quería más favores de parte del señor de los muertos vivientes.
—No —se rebeló—, me pondré la ropa con la que llegué.
La criada se enderezó, le clavó una mirada de besugo y, negando despacio con la cabeza, dijo en tono monocorde:
—El amo ha dicho vestirse.
Larissa profirió una maldición y chapoteó impotente en el agua; ni siquiera iba a dejar que se pusiera su vestido de baile.
—Una puñetera mosca en una mierda de telaraña, eso es lo que soy —musitó mientras alcanzaba una toalla.
—¡Caramba, qué bien te has arreglado! ¡Estás espléndida! —comentó Misroi cuando la bailarina descendió la escalera una hora más tarde.
Larissa lo miró con una expresión que contrastaba con el precioso vestido que había escogido. La falda era de lame dorado y la sobrefalda, de color verde oscuro; la parte alta de las abullonadas mangas era también de lame pero la de los antebrazos estaba confeccionada con la misma tela verde, y ajustada a la piel igual que los puños; el escote era muy bajo para el gusto de Larissa. No se había sujetado el pelo y lo llevaba flotando sobre los hombros como una nube blanca.
El señor de los muertos vivientes salió a su encuentro a mitad de la escalera. Él también se había vestido para la ocasión; había logrado dominar el pelo y lo llevaba recogido atrás en una cola de caballo; la ropa estaba recién planchada, y los colores —capa azul oscura, chaqueta azul clara y calzones negros— le sentaban bien. Unas medias de seda, de una blancura cegadora, y unos zapatos con relumbrantes hebillas de oro sustituían a las embarradas botas de montar. Ofreció el brazo a Larissa y ella lo tomó con precaución.
El comedor estaba en frente del recibidor, al otro lado del vestíbulo; la mesa era grande y el primer plato ya estaba servido. Misroi ofreció una silla a Larissa y después se sentó en el otro extremo de la mesa. Ya no llovía; el sol entraba a raudales por las ventanas en un ángulo molesto, y Misroi parpadeó.
—Cortinas, cerraos —ordenó.
Igual que en el recibidor, las cortinas estaban sujetas por manos de bronce y, a la voz de Misroi, los metálicos dedos se abrieron y los pesados cortinajes de terciopelo granate se cerraron.
Dos camareros llegaron de las cocinas. Uno procedió a encender las velas con diligencia; el otro llevaba una enorme sopera. La dejó sobre la mesa y, con mirada vacía, comenzó a servir dos cuencos para los seres vivos.
—Sopa de tortuga —dijo Misroi—; deliciosa, según mi cocinero. Por cierto, acabo de adquirirlo y es una maravilla en la cocina.