La danza de los muertos (30 page)

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Authors: Christie Golden

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

BOOK: La danza de los muertos
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—Ni siquiera he traído una capa —se reprochó.

Se recogió sobre sí misma en un vano intento de evitar quedar empapada. Las gruesas gotas caían al azar sobre la superficie de agua maloliente.

Tiritando, miró alrededor sin saber si encontraría algún lugar donde guarecerse de la lluvia, y al dirigir la vista hacia la orilla, se sobresaltó.

Cuatro esqueletos, vestidos con meros harapos, le sonreían desde las ramas de lo que parecían árboles movedizos. Supuso que aquellos hombres debían de haber muerto de inanición, atrapados por los árboles. Uno de los árboles se movió, y Larissa se percató de que la «cara» del enorme ciprés era mucho más perversa que la de los otros; un fuego mortecino brillaba en las partes huecas que le servían de ojos, y tenía la boca llena de protuberancias afiladas. Ante sus ojos, el árbol inclinó sus adornos óseos hacia la hierba.

Los esqueletos se levantaron con torpeza y desaparecieron entre el follaje. La compasión que había sentido por los muertos se trocó en miedo, pues comprendió que se dirigían a informar de su presencia a su amo, el señor de los muertos. Sin cejar en su empeño, se abrazó cuanto pudo para procurarse calor y evocó la imagen de Fando.

Ya llovía a raudales y la pequeña piragua cabeceaba, pero no perdía el rumbo; por fin, se dirigió hacia la orilla y ella sola subió a tierra. Larissa descendió, medio cegada por el fuerte aguacero, y, con los pies hundidos en el resbaladizo barro hasta los tobillos, acarreó la embarcación más adentro luchando contra el agua por cada centímetro de tierra firme. Cuando consiguió alejar la piragua del agua una buena distancia, le dolían los brazos, la espalda y las piernas.

Se enderezó con mala cara y echó una ojeada alrededor protegiéndose con la mano, pero no vio nada que se pareciera a una casa.

—¡Oh, maravilloso! —exclamó con rabia—. Y ahora ¿qué?

Un relincho cortante fue la respuesta. La joven giró sobre sus talones y vio aparecer un carruaje entre los densos jirones de bruma y musgo. Los caballos de tiro tenían algo extraño, una forma de caminar anormal, rígida, desprovista de la elegancia natural de esos animales, y también el color resultaba curioso. Al acercarse, las náuseas le hicieron torcer el gesto; el viento cambió de dirección y el olor de los caballos muertos le dio de pleno en la cara. El color era raro porque se trataba de materia en proceso de descomposición, y se veían trozos del esqueleto en los puntos donde la carne podrida se había gastado por el roce de los arneses.

La carroza se acercó, y Larissa comprobó que también el cochero era un monstruo corroído, de color verde ceniciento. Se quedó helada de espanto, más aferrada al suelo que la Doncella en su isla.

Por alguna razón, el silencioso carruaje, tirado por las bestias putrefactas, le aterrorizaba más que cualquier otra cosa que recordara, más que el horror de la niebla, que las criaturas del pantano o que la abominable transformación de Cas, porque esas cosas habían sucedido así, y ella se había visto obligada a afrontarlas. El carruaje, en cambio, estaba allí porque ella, a su libre albedrío, había decidido visitar al señor de los muertos vivientes.

Haciendo acopio de fuerzas, levantó un pie en dirección a la carroza que aguardaba y después el otro. A cada paso recobraba confianza. El cochero descendió del pescante con lentitud y le abrió la portezuela en silencio. La bailarina dudó sólo un segundo y luego, con una desafiante sacudida de los cabellos, montó.

DIECIOCHO

El lacayo subió a su puesto, fustigó a los caballos y el coche saltó hacia adelante. Larissa se enjugó la lluvia de la cara lo mejor que pudo, y, al arrellanarse entre los cojines de terciopelo morado, vio una capa negra doblada con pulcritud sobre el asiento de al lado. Una ligera sonrisa le asomó por la comisura de los labios. Quienquiera que fuese aquel Antón Misroi, había tenido un detalle de consideración hacia ella. Agradecida, se secó con el suave manto de lana.

El carruaje era sólido y bien construido, aunque necesitaba un lavado y tenía los cojines rasgados y la madera mellada. La bailarina todavía tiritaba, y se envolvió en la capa; los cristales de la ventana se habían empañado con su aliento cálido y limpió un resquicio para mirar hacia fuera.

El carruaje daba tumbos; había dejado atrás las ciénagas y trotaban por un camino empedrado que seguía la margen del pantano. Por fin, se detuvieron bruscamente.

Habían llegado a una enorme verja de hierro forjado, vigilada por varios muertos vivientes. Larissa, aferrada a la tela negra del manto de Misroi, se quedó mirando a las criaturas no muertas que abrían lentamente la verja para dejar paso al carruaje. Una de ellas levantó los restos de su cara hacia la joven, y la muchacha se estremeció; aquella cosa tenía los ojos podridos por completo.

Pasada la verja, la naturaleza salvaje daba paso a la civilización. Los labradores laboraban en el campo de la hacienda, a pesar del chaparrón, igual que en los alrededores de Puerto de Elhour, aunque sus movimientos resultaban mecánicos, obedientes a un ritmo regular que revelaba su verdadera naturaleza. Larissa cerró los ojos y respiró hondo para tranquilizarse.

Se arrellanó de nuevo en el asiento, pues no deseaba presenciar los horrores desconocidos que se presentaran a medida que se acercaba a Misroi. Al cabo de un rato, el coche aminoró la marcha y se detuvo; el cochero bajó del pescante y abrió la portezuela.

Era una granja de verdad, una mansión enorme e irregular, cubierta de musgo y telarañas como cualquier árbol del pantano. La casa en sí se levantaba casi un metro por encima del suelo sobre unas pilastras de madera, para evitar la humedad del pantano. Algunos pavos reales se contoneaban por el descuidado césped con su vistoso plumaje empapado por la lluvia. La estampa en su totalidad parecía una parodia grotesca de la vida cotidiana de una casa de campo.

Larissa reunió ánimos, se caló la capucha de la capa y descendió al camino de gravilla; el contacto de los pies desnudos sobre los ásperos guijarros le hizo encogerse, pero emprendió la marcha hacia la casa, despacio y pisando con cuidado. Subió los peldaños, que crujían a su paso, hasta el porche, levantó la aldaba de bronce con forma de cabeza de caballo y, tras un instante de vacilación, llamó con fuerza.

El momento que tardó en abrirse la puerta se le hizo eterno; el corazón latía desbocado en su pecho.

Un muerto viviente, mejor conservado que los que había visto en la plantación, la miró impasible; el atuendo, prácticamente íntegro, indicaba que se trataba de un criado de alto rango, pero exhalaba un hedor nauseabundo.

—He… —Se le quebró el habla y se detuvo a recobrar la calma—. He venido a ver a tu amo.

—Adelante —repuso el sirviente con una voz que no había sido utilizada en mucho tiempo; se retiró y abrió aún más.

Larissa entró, y sus azules ojos recorrieron el espacio en un momento. Se encontraba en un amplio vestíbulo con el suelo de madera cubierto de alfombras, lujosas en algún tiempo pero manchadas ahora de agua y echadas a perder; también la señorial escalinata que ascendía en espiral hacia el piso superior estaba protegida por una alfombra. El polvo se acumulaba, capa sobre capa, en los artísticos balaustres, y en la superficie se notaban las huellas de unas manos grandes; la iluminación provenía de una enorme araña de cristal tallado. Larissa captó un movimiento furtivo por el rabillo del ojo y se volvió con rapidez hacia un espejo deslucido que reflejaba pálidamente su propia imagen.

El muerto viviente señaló hacia una habitación a la izquierda de la muchacha y levantó la mano derecha, de negras uñas, en actitud de espera. Larissa se quedó mirándolo sin comprender, pero reaccionó enseguida y le entregó la capa empapada; el lacayo inclinó la cabeza y la dejó sola.

Con precaución, Larissa avanzó hasta el recibidor, donde encontró dos mesillas frente a dos sofás de cómodo aspecto. La chimenea, flanqueada por dos sillas tapizadas de terciopelo morado, ocupaba casi toda la pared, y, sobre ella, una repisa de madera oscura servía de apoyo a un candelabro con las velas encendidas y a una especie de aguafuerte.

Las cortinas estaban descorridas, sujetas por agarradores de bronce con forma de manos infantiles; la tormenta, sin embargo, oscurecía la luz del día, y las velas y el fuego, a pesar de sus valientes esfuerzos, no conseguían alumbrar la hosca y oscura sala.

El fuego chasqueó, y la empapada bailarina sintió una alegría incongruente al percibir el calor y el crepitar de los troncos. Se arrodilló frente al hogar y, al acercar las manos buscando el amor de la lumbre, vio un atizador clavado entre las rojas ascuas. Se preguntó para qué estaría allí.

El fragor de la tormenta no cesaba; se estremeció a pesar del calor hasta que, poco a poco, el fuego fue secándole la ropa y templándole el cuerpo. Volvió a mirar la habitación y vio los trabajados dibujos del papel de las paredes; intrigada, tomó el candelabro de la repisa para examinarlos con detenimiento.

Se trataba de una escena festiva donde un grupo de bellas parejas, ataviadas con sus mejores galas, bailaba el vals. La joven avanzó a lo largo de la pared hasta cambiar de escena: una batalla entre caballeros armados que luchaban gallardamente. Más allá…

Un relámpago intenso iluminó hasta el último rincón de la oscura estancia, y Larissa descubrió lo que no había percibido hasta ese momento: las figuras dibujadas en el papel eran cadáveres plasmados en diversos estados de putrefacción.

Ahogó un grito y retrocedió; la mano con que sostenía el candelabro tembló, y las llamas proyectaron sombras fantasmagóricas. Un trueno rasgó el aire como un eco burlón de su chillido sofocado. Dejó las velas en su sitio y se fijó en el aguafuerte.

Era una mujer sentada a un pupitre, escribiendo. La obra de arte estaba grabada en una finísima placa de hueso y recibía la luz de una vela desde atrás. La llama creaba la ilusión de movimiento y Larissa, distraída de los horrores del papel de la pared, se quedó admirando a la mujer que escribía afanosa.

Entonces leyó las palabras del pliego.

Ayúdame
.

Larissa abrió y cerró los ojos con rapidez, preguntándose si sería un efecto de la escasa luz. Las palabras cambiaron.

Libérame
.

Un terror frío se apoderó de ella y sus ojos volaron del mensaje al rostro de la mujer. Tragó saliva ruidosamente y dio un paso atrás; la mujer ya no miraba hacia el papel sino a ella, y una lágrima le rodaba por la mejilla.

Larissa se abrazó a sí misma temblando. Se compadeció del estado lamentable del alma atrapada en el aguafuerte, pero el miedo se sobrepuso a la emoción caritativa. ¿Habría otra plancha de hueso destinada a ella en alguna parte de aquella casa de los horrores?

Afuera, envuelto en el fragor del viento, creyó oír el relincho de un caballo espantado y recordó el comentario de Fando a propósito de los supersticiosos habitantes de Souragne: «La muerte cabalga en la lluvia», había dicho. Entonces lo comprendió y se colocó de espaldas al fuego, buscando instintivamente la protección del calor en la retaguardia para recibir al señor de la casa.

La mata-blanca oyó que abrían la puerta del vestíbulo, y un segundo relámpago iluminó la silueta de un hombre alto, que avanzó hacia el recibidor tras quitarse la capa y lanzársela al sirviente que caminaba detrás. Se aproximó a ella secándose el agua del cabello y entró en el círculo de luz.

La Doncella tenía razón: Larissa esperaba cualquier cosa excepto un hombre alto y sorprendentemente atractivo. Parecía tener unos treinta y cinco años, y el cabello, negro como el carbón, se rizaba con la humedad de la cabalgada en medio de la tormenta. De sus facciones, duras pero cinceladas con exquisitez, irradiaba una excitación apenas contenida. Misroi era un verdadero aristócrata, desde las negras botas de cuero, que alcanzaban la altura de los muslos, hasta los botones dorados que brillaban en la ajustada chaqueta de color de ante. El hecho de que las botas estuvieran manchadas de barro y la blanca camisa de lino desgarrada, tan sólo subrayaba su dominio absoluto. Sus gruesos labios se abrieron en una sonrisa al mirar a su huésped.

—Bien, no me habían dicho que erais una criatura tan adorable —comentó, dejándose caer con elegancia en una de las sillas que había junto al fuego. La voz encajaba con el rostro: bonita, masculina e intensa—. Claro que los muertos no aprecian esas sutilezas; es una de sus desventajas, según mi experiencia.

Misroi levantó la pierna por encima del brazo de la silla, y el barro de la bota dejó unas marcas en el fino terciopelo, pero al señor de los muertos vivientes no pareció importarle.

—¡Vino! —pidió imperioso, al tiempo que se desanudaba el pañuelo de seda que llevaba al cuello. Se limpió el pelo con él, lo tiró al suelo y se desabrochó los dos primeros botones de la camisa. Larissa no había dejado de observar al señor de Souragne—. Sentaos —le dijo enarcando una ceja—, y no pongáis esa cara de susto. ¿Creéis que os voy a cortar en rodajas y a asaros para la cena nada más llegar?

—No, claro —dijo, recuperada el habla—, pero es que no sois… Estáis tan… —vaciló.

—¿Vivo? —Su sonrisa se ensanchó—. ¡Naturalmente! —La miró de arriba abajo—. Y mucho. —El criado no muerto le ofreció un cuenco de vino en una bandeja de plata. Misroi lo tomó, se acercó al fuego y echó un vistazo al atizador que había entre las ascuas. Larissa se puso en tensión, dispuesta a defenderse si la amenazaba con el hierro candente. Él percibió el gesto y estalló en carcajadas.

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