La dama del lago (10 page)

Read La dama del lago Online

Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La dama del lago
13.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

—A los pies de Beauclair —aclaró el caballero Reynart— se extiende la ciudad. Las murallas, se entiende, fueron añadidas con posterioridad, sabéis sin duda que los elfos no rodeaban sus ciudades con murallas Azuzad a los caballos, vuesas mercedes. El camino ante nosotros es largo. Beauclair parece cercano, pero las montañas engañan la perspectiva.

—Vayamos.

*****

Cabalgaron velozmente, adelantando a caminantes y vagabundos, carros y carretas cargados de granos oscuros, se diría que podridos, Luego aparecieron las calles bulliciosas y oliendo a mosto fermentado de una ciudad, luego un oscuro parque lleno de álamos, tejos, agracejos y boj. Luego hubo macizos de rosas, las más importantes variedades de multiflora y de centifolias. Luego hubo columnas talladas, los portales y las arquivoltas del palacio, hubo pajes y lacayos de librea Quien les recibió, peinado y vestido como un príncipe, fue Jaskier.

—¿Dónde está Milva?

—Sana y salva, no tengas miedo. Está en las habitaciones que se os han preparado. No quiere salir de allí.

—¿Por qué?

—Luego hablaremos de ello. Ahora ven. La condesa está esperando.

—¿Así, recién llegado del viaje?

—Tal fue su deseo.

La sala en la que entraron estaba llena de gente multicolor como aves del paraíso. Geralt no tuvo tiempo de contemplarlos. Jaskier lo empujó hacia una escalera de mármol ante la cual, asistidas por pajes y cortesanos, estaban de pie dos mujeres que resaltaban poderosamente entre la multitud.

La sala estaba en calma, pero se hizo un silencio todavía mayor. La primera de las mujeres tenía una nariz fina y respingona y sus ojos azules eran penetrantes y como un poco febriles. Tenía los cabellos castaños recogidos en un peinado genial, hasta artístico, sujeto con unas tiras de terciopelo y trabajado hasta el más nimio detalle, incluyendo en ello un rizo perfectamente geométrico en forma de media luna en la frente. La parte superior de su escotado vestido estaba cruzada por miles de rayas azules y lilas sobre fondo negro, la parte baja era negra, con un denso y regular diseño de pequeños crisantemos de oro bordados. Del cuello y el escote —como un complicado andamio o una jaula— colgaba un collar de primorosas flores y arabescos de laca, obsidiana, esmeraldas y lapislázuli, terminado en una cruz de jade que caía casi en medio de unos pechos pequeños, sujetos por un ceñido corpiño. El borde del escote era grande y profundo, los delicados brazos al descubierto de la mujer parecían no garantizar un suficiente apoyo, Geralt esperaba todo el tiempo que se le resbalara el vestido y se le cayera de los pechos. Pero no se caía, se mantenía en la posición adecuada gracias a los arcanos secretos de la sastrería y a los ahuecamientos de las ahuecadas mangas.

La segunda mujer igualaba a la otra en altura. Tenía los labios pintados de idéntico color. Y allí se acababan las semejanzas. Ésta llevaba sobre unos cortos cabellos un gorrillo de red que se convertía por delante en un velo que llegaba hasta la misma punta de un pequeño pie. Los motivos de flores del velo no enmascaraban unos ojos bellos, relampagueantes, muy resaltados por una sombra verde. El mismo velo floreado cubría el modestísimo escote de un vestido negro de largas mangas con unos zafiros, aguamarinas, cristales de roca y estrellas de dorados calados que estaban dispuestos de forma sólo aparentemente casual.

—Su señoría la condesa Anna Henrietta —habló alguien a media voz a la espalda de Geralt—. Arrodillaos, señor.

Me gustaría saber cuál de las dos, pensó Geralt, doblando con esfuerzo la dolorida pierna en una genuflexión ceremonial. Las dos, que me parta un rayo, tienen un aspecto igual de condesil. Bah, y hasta real.

—Alzaos, don Geralt —deshizo sus dudas la del genial peinado castaño y la nariz fina—. Os damos la bienvenida a vos y a vuestros amigos al condado de Toussaint y al palacio de Beauclair. Estamos contentas de poder albergar a una persona embarcada en tan noble misión. Y aparte de ello, que se encuentre en amistad con nuestro caro vizconde Julián.

Jaskier hizo una profunda y enérgica reverencia.

—El vizconde —continuó la condesa— nos reveló vuestro nombre, delató el carácter y el propósito de vuestro periplo, contó lo que os ha traído a Toussaint. Este relato nos ha encogido el corazón. Contentas estaríamos de poder hablar con vos en privada audiencia, don Geralt. Ello habrá sin embargo de demorarse un tanto, puesto que pesan sobre nosotras obligaciones de estado. Terminada la vendimia, la tradición ordena que participemos en la Sagrada Cuba.

La otra mujer, la del velo, se inclinó hacia la condesa y le susurró algo muy deprisa. Anna Henrietta miró al brujo, sonrió, se pasó la lengua por los labios.

—Es nuestra voluntad —alzó la voz— que al lado del vizconde don Julián nos sirva en la Cuba don Geralt de Rivia.

Un murmullo atravesó los grupos de cortesanos y caballeros como si fuera el susurro de un pino agitado por el viento. La condesa Anarietta regaló al brujo otra mirada lánguida y salió de la sala junto con su compañera y el séquito de pajes.

—¡Rayos! —susurró el Caballero del Ajedrez—. ¡Nada menos! No es menudo el honor que os ha tocado, señor brujo.

—No he entendido bien de qué se trata —reconoció Geralt—. ¿De qué forma he de servir a su alteza?

—Su señoría —le corrigió, acercándose, un personaje metido en carnes con apariencia de confitero—. Perdonad, señor, que os corrija, pero en estas circunstancias debo hacerlo. Aquí en Toussaint respetamos sobremanera la tradición y el protocolo. Soy Sebastian le Goff, chambelán y mariscal del palacio.

—Encantado.

—El título oficial y protocolario de doña Anna Henrietta —el chambelán no sólo tenía aspecto de confitero, sino que hasta olía a azúcar garrapiñado— es «excelentísima señora», extraoficialmente «su señoría». Familiarmente, fuera de la corte, «señora condesa». Pero para dirigirse a ella siempre hay que hacerlo por «señoría».

—Gracias, lo recordaré. ¿Y a la otra dama? ¿Cuál es su título?

—Su título oficial es: «venerable» —le instruyó serio el chambelán—. Pero está permitido dirigirse a ella como «señora». Se trata de una pariente de la condesa, llamada Fringilla Vigo. De acuerdo con la voluntad de su señoría, será precisamente a doña Fringilla a quien habréis de servir durante la Cuba.

—¿Y en qué consiste ese servicio?

—Nada complicado. Al punto os lo aclararé. Veréis, nosotros desde hace años usamos prensas mecánicas, mas la tradición...

El patio retumbaba con el estruendo y el frenético pitido de las chirimías, la loca música de las flautas, el maniaco ritmo de las panderetas. Alrededor de una cuba instalada en una tarima danzaban y brincaban saltimbanquis y acróbatas vestidos con guirnaldas. El patio y las galerías estaban por completo cubiertos de gente: caballeros, damas, cortesanos, burgueses ricamente vestidos.

El chambelán Sebastian le Goff alzó un bastón cubierto de sarmientos, tocó con él tres veces en el pedestal.

—¡Eh, eh! —gritó—. ¡Nobles señoras, señores y caballeros!

—¡Eh, eh! —respondió la masa.

—¡Eh, eh! ¡Ésta es la antigua costumbre! ¡Que se regale la uva de la viña! ¡Eh, eh! ¡Que madure al sol!

—¡Eh, eh! ¡Que madure!

—¡Eh, eh! ¡Que el mosto fermente! ¡Que tome fuerza y sabor en los barriles! ¡Que fluya sabroso a las copas y se suba a las cabezas para honra de su señoría, hermosas damas, nobles caballeros y obreros de los viñedos!

—¡Eh, eh! ¡Que fermente!

—¡Que salgan las Bellezas!

Dos mujeres surgieron de unas tiendas de campaña damasquinadas al lado contrario del patio: la condesa Anna Henrietta y su compañera morena. Ambas estaban completamente envueltas en una capa escarlata.

—¡Eh, eh! —El chambelán golpeó con el palo—. ¡Que salgan los Jóvenes!

Los «Jóvenes» ya habían sido informados y sabían lo que tenían que hacer. Jaskier se acercó a la condesa, Geralt a la morena. La cual, como ya sabía, era la venerable Fringilla Vigo.

Ambas mujeres dejaron caer a la vez las capas y la multitud lanzó roncos gritos de júbilo. Geralt tragó saliva.

Las mujeres portaban unas camisas blancas con mangas, delgadas como telas de araña, que no alcanzaban siquiera hasta el muslo. Y unas bragas muy ajustadas con volantes. Y nada más. Ni siquiera joyas. Y además iban descalzas. Geralt tomó a Fringilla de la mano, y ella le abrazó por el cuello de buena gana. Olía de una forma imperceptible a ámbar y a rosas. Y a feminidad. Emanaba calor y el calor aquél lo atravesaba como flechas. Sus carnes eran mórbidas y la morbidez le quemaba y hería en los dedos.

Las acercaron a las cubas, Geralt a Fringilla, Jaskier a la condesa, las ayudaron a subir ellas, ovales y rezumantes de mosto de uva. La multitud aulló.

—¡Eh, eh!

La condesa y Fringilla se pusieron la una a la otra las manos sobre los hombros, gracias al mutuo apoyo mantuvieron más fácilmente el equilibrio sobre los granos en los que se hundieron casi hasta la rodilla. El mosto salpicó y se esparció alrededor. Las mujeres, girando, pisaron los racimos de uvas, regocijándose como adolescentes. Fringilla, completamente fuera de protocolo, le guiñó un ojo al brujo.

—¡Eh, eh! —gritó la multitud—. ¡Que fermente!

Los granos aplastados salpicaban zumo, el turbio mosto borboteaba y espumeaba alrededor de las piernas de las pisadoras.

El chambelán golpeó con el palo en la superficie de la tarima. Geralt y Jaskier se acercaron, ayudaron a las mujeres a salir de la cuba. Geralt vio cómo Anarietta, cuando Jaskier la tomó de la mano, le mordisqueó en la oreja mientras que los ojos le brillaban peligrosamente. A él mismo le parecía que los labios de Fringilla le habían acariciado la mejilla, pero no apostaría la cabeza a si había sido a conciencia o por casualidad. El mosto del vino olía con fuerza, golpeaba en la cabeza.

Dejó a Fringilla sobre la tarima, la envolvió en la capa escarlata. Fringilla apretó su mano impetuosa y con fuerza.

—Estas tradiciones antiguas —dijo ella— pueden ser muy excitantes, ¿verdad?

—Verdad.

—Gracias, brujo.

—Ha sido un placer.

—Te aseguro que para mí también.

*****

—Echa, Reynart.

En la mesa vecina se realizaba otra predicción invernal que radicaba en arrojar la piel de una manzana pelada en una larga espiral y en adivinar la inicial del nombre del próximo amante por la forma en que se colocaba la piel. La piel se colocaba en S cada vez. Pese a ello, las risas no tenían fin.

El caballero echó vino.

—Milva, resultó —habló el brujo, pensativo—, estaba sana aunque seguía con el vendaje en las costillas. Estaba sin embargo sentada en la habitación y rechazaba toda visita, sin querer ponerse ni por todo el oro del mundo el vestido que le habían traído. Daba la sensación de que iba a estallar un conflicto de protocolo, pero la situación la serenó el omnisciente Regis. Citando un centenar de precedentes, obligó al chambelán a que le llevaran a la arquera un traje masculino. Angouléme, para variar con alegría, se libró de los pantalones, las botas de jinete y del peal. El vestido, el jabón y el peine hicieron de ella una muchacha bastante guapa. A todos nosotros, para qué hablar, nos compuso el humor el baño y la ropa limpia. Hasta a mí. Todos fuimos a la audiencia con buen ánimo...

—Espera un momento —le ordenó Reynart con un movimiento de cabeza—. Los negocios se dirigen hacia nosotros. ¡Vaya, vaya, y no sólo uno, sino dos viñadores! Malatesta, nuestro cliente, lleva a un compadre... Y competidor. ¡Más raro que un perro a cuadros!

—¿Quién es el otro?

—El viñador Pomerol. Precisamente estamos bebiendo su vino, Cóte-de-Blessure.

Malatesta, el apoderado de los viñedos de Vermentino, los vio, saludó con la mano, se acercó, conduciendo a su camarada, un individuo de mostachos negros y abundante barba negra, más ajustada para un ladrón que para un empleado.

—Si los señores me permiten. —Malatesta presentó al barbudo—. Don Alcides Fierabrás, apoderado de los vinos de Pomerol.

—Sentaos.

—Sólo un ratito. Con el señor brujo por lo de la bestia de nuestras bodegas. Puesto que vuesas mercedes están aquí, asumo que el bicho ya está muerto.

—Y bien muerto.

—La suma acordada —aseguró Malatesta— será transferida a vuestra cuenta en el banco de los Cianfanelli a más tardar pasao mañana. Oh, muchas gracias, señor brujo. Gracias mil. Unas tamañas bodegas, digo, presiosas, con sus boveditas, orientás al cierzo, ni demasiado secas ni demasiado húmedas, justitas, justitas para el vino, y a causa de este piojoso moustruo no se podían ni usar. Vos mismo lo visteis, tuve que mandar cerrar toda aquella parte del sótano, mas la bestia se supo cruzar... Lagarto, lagarto, a saber de dónde salió... Del mismo infierno...

—Las cavernas excavadas en tobas volcánicas siempre abundan en monstruos —les instruyó Reynart de Bois-Fresnes con gesto sabihondo. Compadreaba al brujo desde hacía un mes y, como sabía escuchar, había aprendido ya mucho—. Está claro, no más que toba, y allá que te va el monstruo.

—Bueno, y puede que toba. —Malatesta le miró de hito en hito—. Sea quien fuera la toba ésta. Mas las gentes hablan que es causao porque nuestras bodegas al paecer se comunican con profundos pozos, con el centro mismo de la tierra. Muchas hay en esta tierra cavernas y abujeros...

—Como en nuestros sótanos, por no ir más lejos —habló el viñador pomeroliano de negra barba—. Estas bodegas tienen millas y adonde conduzcan no sabe nadie. Hubo quien quiso descubrir tal cosa, mas no volvió. Y también allí vieron horribles moustros. Parece. Por tal razón propondría...

—Me imagino lo que me queréis proponer —dijo el brujo con sequedad—. Y me place vuestra propuesta. Exploraré vuestras bodegas. La soldada la acordaremos según lo que me encuentre.

—No quedaréis mal —le aseguró el barbudo—. Ehem, ehem... Una cosa más....

—Decid, os escucho.

—El tal súcubo que a las noches embriaga a los maridos y los cansa... al que nuestra digna señora condesa mandaraos matar... me pienso que no haya exigencia de matarlo. Al fin y al cabo el bicho no fastidia a nadie, hablando en plata... Oh, embriaga a veces... Molesta un pelillo...

—Mas sólo a los mayores de edad —interpuso Malatesta con suma rapidez.

—De los labios, compadre, me lo habéis quitado. En fin, que el tal súcubo no perjudica a nadie. Y en los últimos tiempos como que ya no se oye nada de él. Como si os tuviera miedo a vos, señor brujo. Así que, ¿qué sentido tiene el perseguirlo? Pues a vos, señor brujo, no os falta moneda contante y sonante. Y si algo os faltara...

Other books

Homeland by R. A. Salvatore
Ghost Song by Rayne, Sarah
Breadcrumbs by Anne Ursu, Erin Mcguire
Dixie Diva Blues by Virginia Brown
Windfall by Sara Cassidy
The Journey to the East by Hermann Hesse
The Accursed by Joyce Carol Oates
Sins of a Duke by Stacy Reid