La dama de la furgoneta (3 page)

Read La dama de la furgoneta Online

Authors: Alan Bennett

Tags: #Novela, Narrativa, Humor

BOOK: La dama de la furgoneta
4.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Nunca investigué sus métodos sanitarios. Una sola vez me pidió que le comprara rollos de papel higiénico («Los uso para limpiarme la cara»), pero de cualquier modo que se desenvolviese en este apartado, entendí que se trataba de algún apaño complicado en que intervenían las bolsas de plástico que solía lanzar desde la furgoneta todas las mañanas. Cuando aún podía subir escaleras, muy de cuando en cuando utilizaba mi retrete, pero no la animaba a hacerlo; mi caridad se detenía ahí, en el umbral del excusado. Una vez que estaban haciendo obras en mi casa (y supongo que me daba cuenta de lo que pensaban los obreros), le dije sin ambages que había un olor a orina.

—Bueno, ¿qué se puede esperar cuando me llueven ladrillos todo el día? Y además creo que hay un ratón. Despedirá cierto tufo a queso, digamos.

La diaria aparición de Miss Shepherd en la furgoneta era muy espectacular. De repente y sin previo aviso, la puerta trasera se abría de golpe y se veían las cortinas que ocultaban el espantoso interior. Tras una pausa, eran arrojadas a través de los velos varias abultadas bolsas de plástico. Una nueva pausa, y lentamente, con una gran cautela, una pierna robusta, calzada con pantuflas, buscaba a tientas el suelo antes de que la otra la siguiera y apareciese la primera visión del atuendo del día. El sombrero era una prenda fija: uno negro de ferroviario, con visera larga, algo gastado y ladeado, que le daba aspecto de guardavías borracho o de gendarme francés de 1880; su gorra de béisbol de Charlie Brown, y en junio de 1977 un mantelillo octogonal de paja, atado con un pañuelo de gasa y un pedazo de cartón para la visera. También le gustaban las viseras verdes. Sus faldas tenían un aspecto telescópico, porque habían sido alargadas muchas veces mediante el simple procedimiento de coser una tira adicional de tela alrededor del dobladillo, sin preocuparse por la combinación de colores. Tenía una falda de gamuzas calabazas de limpiar el polvo cosidas. Cuando tenía problemas con las autoridades, lo atribuía a su ropa. Una noche, tarde, la policía me llamó desde Tunbridge Wells. Habían recogido a Miss Shepherd en la estación, creyendo que su vestido era un camisón. Estaba indignada:

—¿Esto parece un camisón? Hay cantidad de gente con vestidos como éste. Parece que a Tunbridge Wells todavía no ha llegado la moda.

Miss Shepherd rara vez usaba medias, y alternaba entre zapatillas negras y pantuflas. Tenía las manos y los pies grandes, y era lo que mi abuela habría llamado «una mujerona». Su forma de hablar revelaba que era de extracción burguesa, aunque su conducta quejumbrosa y a menudo resentida tendía a oscurecer este hecho; no tenía voz de persona dulce ni educada. Las expresiones adolescentes recorrían su vocabulario. No decía que estaba cansada, sino que estaba «hecha polvo»; la gasolina era «gasofa», y si no tenía ganas de hacer algo decía «prefiero morirme». Impregnaba todo su léxico su singular fanatismo católico («la tremenda importancia de los actos de justicia»). Era el lenguaje de las octavillas que escribía, y en el «digamos» con que terminaba tantas de sus frases resonaba un eco del «sin perjuicio de los derechos de la Iglesia católica, romana, etc.» con que encabezaba todos sus escritos.

Mayo de 1976.

Me han entregado un pedido de estiércol para el jardín, y como el montículo de fertilizante no está lejos de la furgoneta, a Miss Shepherd le preocupa que la gente que pasa pueda pensar que el olor procede de ella. Quiere que ponga un letrero en la verja diciendo que el olor lo desprende el estiércol. Le digo que no, sin añadir, como podría, que el abono huele muchísimo mejor.

Estoy trabajando en el jardín cuando Miss B., la asistenta social, llega con una caja llena de ropa. Miss Shepherd no quiere abrir la puerta de la furgoneta porque está escuchando un concurso en la radio, pero al final se desliza sobre el trasero hasta la portezuela y examina la ropa. No le entusiasma.

miss s.: Sólo pedí un abrigo.

miss b.: Pues le he traído tres por si quería cambiar.

miss s.: No tengo sitio para los tres. Además, tengo pensado lavar éste dentro de poco. Con lo cual son cuatro.

miss b.: Este es mi viejo impermeable de enfermera.

miss s.: Ya tengo impermeable. Además, el verde no me sienta bien. ¿Ha conseguido el bastón?

miss b.: No. Lo van a mandar. Han tenido que hacerlo a medida.

miss s.: ¿Será lo bastante largo?

miss b.: Sí. Es un bastón especial.

miss s.: No quiero un bastón especial. Quiero uno normal. Sólo que más largo. ¿Tiene goma en la punta?

Cuando Miss B. se va, Miss Shepherd, sentada en la portezuela de la furgoneta, revuelve como un chimpancé el contenido de la caja, lo huele y lo levanta en el aire, y rezonga.

Junio de 1976.

Sentado en los escalones, reparo mi bicicleta cuando Miss Shepherd vuelve de su paseo vespertino.

—Fui a Devon el sábado —dice—. Con ese billete. —Supongo que se refiere al billete gratuito que la British Rail ofreció la semana pasada a todos los jubilados del país—. Fui a Dawlish. Gente muy agradable. El hombre del altavoz nos llamó damas y caballeros, como es debido. Hubo alguien que gritaba, pero no era de nuestro grupo; un desconocido, creo.

Y casi por primera vez sonríe y cuenta que todos se habían agolpado para subir a aquel vagón, un auténtico gentío, y que a ella la izaron. «Se habría podido hacer una película, —dice—. Me acordé de usted.» Y se queda allí con su impermeable mugriento, y del pañuelo que lleva en la cabeza asoman mechones de lacio pelo cano. Agradezco que la gente haya sido amable con ella, y me pregunto cómo debió de viajar en el vagón toda aquella tarde calurosa. Después ella me habla de un programa sobre Francis Thompson que ha oído en la radio, de que intentó hacerse sacerdote pero perdió la vocación y se convirtió en un vagabundo. Después, cosa insólita, me cuenta un poco de su propia vida, que en dos ocasiones intentó hacerse monja, que había recibido formación de novicia, pero tuvo que desistir a causa de su mala salud, y que durante muchos años se sintió una fracasada. Sin embargo, era un error, no había sido un fracaso.

—Si hubiera tenido ropa más moderna, dormido más tiempo y respirado un aire más puro, digamos, lo habría conseguido.

«Una pequeña juerga», llama a su viaje a Dawlish. «Mi juerga.»

Junio de 1977.

Es el día del Aniversario y Miss Shepherd ha pegado una bandera de papel en la agrietada ventanilla trasera de la furgoneta. Es la única en toda la calle. Ayer llevaba un pañuelo en la cabeza, y de una parte a otra se había prendido un Spontex azul sujeto en ambos extremos con sendos imperdibles gruesos; la esponja formaba una especie de visera contra el sol (muy acuoso). Parecía un favor en la cabeza de un caballero medieval, o una cinta para ahuyentar a los malos espíritus. Con todo, era mejor que la ocurrencia de la semana pasada, una gorra del Afrika Korps comprada en Lawrence Corner: Miss Shepherd, zorro del desierto.

Septiembre de 1979.

Miss Shepherd me enseña una foto que se ha sacado en un fotomatón de Waterloo. Se la ve muy abajo del marco, con las comisuras de la boca también hacia abajo, como en la fotografía de una muerta. Está muy contenta con ella. «Casi nunca salgo bien. Pero en esta foto soy yo.» Quiere hacer dos copias. Le digo que sería más fácil volver a Waterloo y sacarse otras dos. No, eso «lo estropearía todo».

—Una vez me hice una foto en Francia, a los veintiún o veintidós años. Tuve que ir al pueblo de al lado y salí bizca. Vi la foto de una chica en el abono de autobús y había salido como si fuera negra. Si puedes evitarlo, mejor no parecer negra, ¿no?

Junio de 1980.

Miss Shepherd ha inaugurado el guardarropa veraniego: una gabardina del revés, con tiras de tela marrón y una gran etiqueta que anuncia que se trata de una Emerald Weatherproof. Remata esto un pañuelo de gasa color lavanda atado alrededor de una visera hecha con un paquete viejo de cornflakes. Me pide que le haga unas compras.

—Quiero un paquetito de Eno, algo de leche y caramelos de goma. Los caramelos no son urgentes. Ah, y, Mr. Bennett, ¿me puede traer una de esas botellitas de whisky? Creo que Bells es muy bueno. No es para bebérmelo; lo uso sólo para darme friegas.

Agosto de 1980.

Estoy rodando, y Miss Shepherd me ve salir temprano por la mañana y volver tarde por la noche. Hoy su mano escuálida asoma con una carta que dice: «Por favor, lea con mucha atención»:

Con mi ayuda Mr. Bennett, digamos, encontraría un modo más fácil de ganarse la vida. Dos hombres me seguirían en un coche, uno de ellos con una cámara para filmar una película cómica digamos al estilo de las de la Vieja Madre Riley. Si el coche se parase podrían empujarlo. O subir a autobuses con ella a cierta distancia. Las cosas cómicas a veces suceden así, improvisando, o por lo menos una película interesante sobre el uso que hacen de los autobuses los ciudadanos de la tercera edad. Un día a Hounslow, otro a Reading o Heathrow. Los demás pasajeros lo pasarían bien, aunque quizá hubiera que pedirles permiso. Así Mr. Bennett descansaría más y se forraría, digamos.

Octubre de 1980.

Miss Shepherd ha empezado a ansiar una caravana y acaba de perder una que vio en un anuncio de
Exchange and Mart
que decía: «Visillos todo alrededor, tres camas.»

—No las usaría todas, salvo —dice, agorera— para poner cosas encima. Bonitas ventanillas: doscientas setenta y cinco libras. Me han dicho que estaba vendida, pero a lo peor me han tomado por una vieja vagabunda… Estaba pensando en ofrecer mi ayuda a Mrs. Thatcher en economía. No le pediría dinero, porque soy pensionista, y le saldría barato. Pero podría pedirle algunas compensaciones. Una caravana, por ejemplo. Le escribiría, pero está de viaje. Sé lo que hace falta. Es sencillísimo: justicia.

Ningún partido político defendía exactamente las ideas de Miss Shepherd, aunque el National Front estaba cerca. Era una anticomunista furibunda, y ya en 1945 había escrito una carta a Jesús «sobre las espantosas perspectivas que se abrían con los acuerdos de Yalta». El problema era que sus opiniones políticas, nunca moderadas, siempre quedaban matizadas por su visión idiosincrásica de la fisonomía humana. Ser más viejo era siempre ser más sabio, que aunque discutible es aceptable, pero para Miss Shepherd ser más alto era también ser más listo. Pero la altura tiene sus inconvenientes, y quizá porque ella era alta creía que la altura de una persona aumentaba sus cargas, la sometía a cierta tensión. De ahí que, si bien estaba de acuerdo con Heath en todo menos en el Mercado Común, creía que «la posición personal de Wilson respecto a Europa es la mejor, porque está en el banco de la oposición con menos sueldo y porque es más viejo, más bajo y sometido a menos tensión». Se oponía vehementemente al Mercado Común, el «común» invariablemente subrayado cuando escribía sobre el particular en la acera, como si pusiera especiales reparos a la pura vulgaridad de la unión económica. Nunca muy lúcida en sus folletos, se confundía sobre todo con respecto a la CEE. «No hace mucho, una pluma escribió, o se proponía escribir (la autora no recuerda cuál de las dos cosas y puede que fueran las dos), que se desvinculaba del ingreso en el Mercado Común y las injusticias que derivarían de ello, o algo parecido.» «Enoch», como siempre llamaba a Powell, había acertado, y ella le escribió varias cartas para decírselo, pero a falta de un partido plenamente afín fundó el suyo, el Fidelis Party. «Será un partido que se preocupe de la justicia (y en consecuencia no necesita oposición). La justicia en el mundo de hoy, con su supina ignorancia, exige el gobierno de un Dictador Bueno, digamos.»

Miss Shepherd no consideraba que estuviese en lo más bajo de la pirámide social. Este lugar lo ocupaban los «pobres de solemnidad», es decir, los que no tenían un techo sobre la cabeza. Ella, por su parte, estaba «un peldaño más arriba de los más necesitados», y una de sus responsabilidades sociales era interceder por ellos y por aquellos cuyos apuros pensaba que Thatcher había pasado por alto. Si se le llamaba la atención sobre el problema (y escribió a Thatcher varias cartas sobre el asunto), sin duda les proporcionaría ayuda.

De vez en cuando escribía cartas a otros personajes públicos. En agosto de 1978 se dirigió al colegio cardenalicio, a la sazón reunido para elegir Papa. «Sus eminencias: Quisiera sugerir humildemente que un Papa más anciano podría ser admirable. También es muy probable que la altura propicie la sabiduría.» Puesto que a este Papa más viejo (y, era de esperar, más alto) que recomendaba podría cansarle la ceremonia, ella, una experta en materia de tocados, proponía que «en la coronación se use una mitra no tan pesada, digamos una de plástico ligero o de cartón, por ejemplo».

Febrero de 1981.

Hago la compra a Miss Shepherd, que tiene gripe. Aguardo todas las mañanas junto a la ventanilla lateral de la furgoneta, con el interior oscuro y su mano mugrienta sosteniendo la raída cortina violeta, como si yo estuviera en el confesonario. Los artículos principales de esta mañana son galletas de jengibre («dan mucho calor») y mosto.

—Creo que es lo que debieron de beber en Canaán —dice cuando le tiendo la botella—. A Jesús no le habría gustado que anduvieran por allí borrachos, y esta bebida no tiene alcohol. No gustará a todo el mundo, pero a mi juicio es mejor que el champán.

Octubre de 1981.

Esta mañana se descorre de nuevo la cortina y Miss Shepherd, todavía vestida con lo que entiendo es su ropa de dormir, habla del «discernimiento de los espíritus» que le han permitido intuir una presencia angelical cerca cuando estaba enferma. En un período anterior, cuando tenía el tenderete plantado delante del banco, había presentido una presencia similar, y ahora, al ver su folleto de campaña, resultaría que era, «digamos», nada menos que nuestro candidato conservador, Mr. Pasley-Tyler. Se lanza a una larga disquisición sobre su tema tan manido de la edad de los políticos. Thatcher es demasiado joven y viaja demasiado. No como el presidente Reagan. «A él no le verás haciendo una gira por Australia.»

Enero de 1982.

«¿Ve como le han encontrado, al soldado americano?» Habla del coronel Dozo, secuestrado por las Brigadas Rojas y encontrado después de un tiroteo en un piso en Padua.

—Sí, le han encontrado —dice, triunfalmente—, y yo sé quién le ha encontrado.

Como me parece improbable que conozca a algún miembro del equivalente italiano de los SAS, le pregunto a quién se refiere.

Other books

Love By Design by Liz Matis
Blackmail by Robin Caroll
The Stolen Lake by Aiken, Joan
Unfair by Adam Benforado
August and Then Some by David Prete
Claiming Their Mate by Morganna Williams
Far From My Father's House by Elizabeth Gill
Inevitable Sentences by Tekla Dennison Miller