La dama de la furgoneta

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Authors: Alan Bennett

Tags: #Novela, Narrativa, Humor

BOOK: La dama de la furgoneta
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En 1974, cuando Miss Shepherd y su furgoneta se instalaron definitivamente en el jardín de la casa de Alan Bennett, ya hacía varios años que ambas eran conocidas en el barrio. Tras algunos extraños encuentros, y después de que algunos gamberros comenzaran a atacarla, Alan Bennett le sugirió que pasara las noches en un cobertizo de su jardín. Aunque, afirma el escritor, él jamás se engañó pensando que su impulso obedecía a razones puramente caritativas; aquel sadismo le había perturbado demasiado, se pasaba el día vigilando a Miss Shepherd, y así no podía escribir. Y éste fue el comienzo de una convivencia que duraría quince años, hasta la muerte de la excéntrica, reservada y digna Miss Shepherd, una persona y una presencia muy reales, y con más de una identidad y una vida, como descubrió Bennett después de su muerte. «El hipnótico retrato de una marginada con un espíritu indomable, un texto sostenido a partes iguales por la fascinación y la compasión. Y también por algunos de los estallidos de comicidad más inteligentes que ha producido la escritura del siglo XX» (The Village Voice)

Alan Bennett

La dama de la furgoneta

ePUB v1.0

Mezki
01.08.12

Título original:
The Lady in the Van

Alan Bennet, 1989.

Traducción: Jaime Zulaika Goicoechea

Editor original: Mezki

ePub base v2.0

El buen carácter, o lo que a menudo se considera tal, es la más egoísta de las virtudes; nueve de cada diez veces es un mero temperamento indolente.

William Hazlitt,

On the Knowledge of Character
, 1822

Alan Bennett (Leeds, 1934) es un dramaturgo, actor, novelista y guionista británico, ganador de un Premio Tony por su obra
The History Boys
.

Es autor de muchas y celebradas obras teatrales como
Habeas Corpus
,
Forty One Years On
,
Kafka's Dick
o
The Madness of George III
(adaptada después al cine). También es apreciado su trabajo en la televisión y en el cine. Aun con una dilatada literaria a sus espaldas, sólo comenzó a escribir prosa en la última década.

Notas de mis diarios

Me he topado con una serpiente esta tarde —dijo Miss Shepherd—. Subía por Parkway. Era larga, gris; una boa constrictor, digamos. Parecía venenosa. Se pegaba a la pared y se diría que sabía adonde iba. Tengo la impresión de que quizá se dirigiese hacia la furgoneta.

Esta vez me alivió que no me pidiera que llamase a la policía, como hacía cada vez que ocurría algo fuera de lo normal. Quizá aquello fuera demasiado insólito (aunque resultó que la noche anterior habían entrado en la tienda de animales domésticos de Parkway, y podía ser cierto que hubiera visto una serpiente). Me trajo su taza y le preparé una bebida que ella se llevó a la furgoneta.

—Pensé que, por si acaso, era mejor decírselo —dijo—. Me las he visto otras veces con serpientes.

Este encuentro con la supuesta boa constrictor fue en el verano de 1971, cuando Miss Shepherd y su furgoneta llevaban varios meses estacionadas delante de mi casa de Camden Town. Yo había tropezado por primera vez con ella unos años antes, cerca del convento, en lo alto de la calle: estaba apoyada en su vehículo, parado como siempre. El convento (que en un destino posterior se convertiría en la escuela japonesa) era un edificio desolado, con aire de reformatorio, que alojaba a una guarnición menguante de monjas ancianas y destacaba por un llamativo crucifijo colgado de la fachada que daba a los semáforos. Había algo en la posición del Cristo, apretado contra la lúgubre y rugosa superficie del muro, bajo las ventanas con barrotes del convento, que suscitaba visiones del Stalag y su reflector, y que nos había inducido a apodarlo «El Cristo de Colditz».

Miss Shepherd, no sin cierto aspecto también de crucificada, estaba plantada junto a su furgoneta con una actitud que llegaría a ser muy familiar para mí, el brazo izquierdo con la palma abierta contra el flanco del vehículo, indicando propiedad, y el derecho convocando a quienquiera que fuese lo bastante idiota para fijarse en ella, en esta ocasión yo mismo. Con su metro ochenta de estatura, era una figura imponente, y lo habría sido aún más de no haber ido vestida con una gabardina grasienta, falda naranja, gorra de golf y zapatillas de felpa. Rondaría los sesenta años en aquel tiempo.

Debió de convencerme para que empujara la furgoneta hasta Albany Street, aunque no recuerdo nada de lo que hablamos. Lo que sí recuerdo es que nos adelantaron dos policías en un coche patrulla cuando yo empujaba a lo largo de Gloucester Bridge; pensé que, como la furgoneta estaba obstaculizando el tráfico, quizá nos echaran una mano. Los menospreciaba. El otro aspecto de aquel primer contacto con Miss Shepherd fue su modo de conducir. Apenas hube arrimado el hombro contra la trasera de la furgoneta, una Bedford vieja, un largo brazo asomó, elegantemente extendido, por la ventanilla del conductor para indicar, como en un manual, que ella (o más bien yo) se ponía en marcha. Unos metros más adelante, cuando estábamos a punto de girar hacia Albany Street, el brazo emergió de nuevo, haciendo en el aire un revoleo complicado, para señalar que íbamos a la izquierda: fue un movimiento ejecutado con tanta gracia descarnada que aquel capítulo del código de circulación parecía una coreografía de Petipa, con Ulánova al volante. Su «voy a parar» tuvo menos desparpajo, porque estaba claro que ella no se esperaba que yo dejara de empujar, y me gritó enfadada que a donde quería ir era al otro extremo de Albany Street, un kilómetro y medio más adelante. Pero yo ya estaba harto y la dejé allí, sin que ella me agradeciera las molestias. Bien al contrario. Hasta se apeó de la furgoneta y corrió detrás de mí gritando que no podía abandonarla así, por lo que los transeúntes me miraban como si hubiese infligido algún agravio a aquel lastimoso espantajo. «¡Hay cada uno!», supongo que pensé, como un estúpido al que le hubieran tomado el pelo, y disgustado por haber salido peor parado que si no hubiese levantado un dedo, sentimientos contrapuestos que eran la consecuencia inevitable de cualquier transacción relacionada con Miss Shepherd. Rara vez podías hacerle un favor sin que se te pasara por la cabeza estrangularla.

Alrededor de un año después de esto, es decir, hacia finales de los sesenta, la furgoneta apareció en Gloucester Crescent. En aquel entonces la calle era todavía un poco híbrida. Sus grandes casonas adosadas, originalmente construidas para albergar a la clase media victoriana, habían venido a menos, y si bien no habían sufrido una decadencia absoluta, muchas de ellas degeneraron hasta convertirse en pensiones, y de este modo figuraban entre las más tempranas candidatas al proceso de lo que ahora se llama «recalificación», pero que entonces se llamaba «derribos a troche y moche». Jóvenes parejas de profesionales, muchos de ellos del periodismo o la televisión, compraron las casas, las restauraron y (rasgo invariable de la restauración) tiraron los tabiques del sótano para transformarlo en una espaciosa cocina-comedor. A mediados de los sesenta yo escribí una serie para la BBC,
Life in NW1,
basada en una familia de este tipo, los Stringalong, a los que Mark Boxer eligió después para poblar una tira cómica del
Listener,
y que siguieron apareciendo en sus dibujos durante el resto de su vida. Lo que hacía singular el entramado social era la disparidad entre el estilo de vida que los recién llegados descubrían que eran capaces de llevar y sus opiniones progresistas: un sentimiento de culpa, dicho simplemente, que es sabido que inquilinos de hoy día no tienen (o que no les «supone un problema»). Nosotros sí lo teníamos, aunque no sé muy bien si éramos mejores por eso. Había una grieta entre nuestra posición social y nuestras obligaciones sociales. Y Miss Shepherd (en su furgoneta) podía vivir dentro de esa grieta.

Octubre de 1969.

Cuando no está en la furgoneta, Miss Shepherd pasa gran parte del día sentada en la acera de Parkway, donde tiene un tenderete delante del banco Williams amp; Glyn. Vende octavillas tituladas «Visiones auténticas: cosas de importancia», que escribe ella misma, aunque no quiera admitirlo. «Yo las vendo, pero por lo que respecta al autor diré que son anónimas, y no estoy dispuesta a decir más.» Esboza con tiza en la acera el tema de la octavilla, sin pretensiones artísticas. «San Francisco tiraba el dinero» es el mensaje de hoy, y los posibles clientes tienen que pisarlo para entrar en el banco. También gana unas perrillas vendiendo lápices. «El otro día vino un caballero y me dijo que el lápiz que me había comprado era el mejor del mercado. Le ha durado tres meses. Dentro de poco vendrá a comprar otro.» D., uno de los vecinos más convencionales (no de los que «tiran paredes»), me para y dice: «Dígame, ¿es una excéntrica
de verdad?»

Abril de 1970.

Hoy movemos la furgoneta de la anciana. Le pusieron un aviso debajo del limpiaparabrisas que dice que está estacionada delante del número 63 y que es un peligro para la salud pública. Miss Shepherd insiste en que es un aviso reglamentario: «Y reglamentario significa pendiente de resolución —en este caso pendiente de resolución delante del número 63—, o sea que si la furgoneta se desplaza la multa ya no es válida.» Nadie se aventura a discutir esto, pero ella duda de si instalarse delante del número 61 o más allá. Al final decide que hay un «bonito espacio» delante del 62 y opta por ocuparlo. Mi vecino Nick Tomalin y yo empujamos la furgoneta, pero aunque ella indica grácilmente con el brazo que va a desplazarse (los cuatro metros), el vehículo no se mueve. «¿Ha quitado el freno de mano?», pregunta Tomalin. Silencio. «Lo estoy quitando ahora mismo.» Cuando nos disponemos de nuevo a empujar, aparece otro excéntrico de Candem Town, un personaje alto y provecto, con abrigo largo y sombrero de fieltro, elegante bigote gris y una banderita del partido conservador en el ojal. Se desprende de un guante mugriento de color canario y apoya una mano temblorosa en la trasera de la furgoneta (OLU246), y en cuanto la hemos movido los centímetros pendientes, vuelve a calzarse el guante y dice: «Si me necesitan estoy a la vuelta de la esquina» (es decir, en Arlington House, el hospicio de obreros).

Pregunto a Miss Shepherd desde cuándo tiene la furgoneta.

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