La dama azul (4 page)

Read La dama azul Online

Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

BOOK: La dama azul
2.9Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Iba y volvía cuando quería? —murmuró Txema incrédulo.

—Eso parece. Alguien tan poco sospechoso como una monjita de clausura castellana fue capaz de controlar su capacidad de «vuelo» y burlar a los tribunales del Santo Oficio sin que la condenaran por brujería.

—¿Y diste con ella?

—Ni con ella ni con el soldado —su voz sonó ahora lastimera—. En el caso de la monja, tenía su nombre, pero no un lugar o un convento por el que empezar a buscar. En cuanto al soldado, conocía sus puntos de partida y llegada, también la fecha de su «vuelo», pero jamás encontré su nombre o un documento de la época que recogiera su hazaña… De hecho, dejé el asunto aparcado. Si lo recuerdas, en mi último reportaje citaba esos dos incidentes, pero sin darles apenas importancia, y archivé todo el asunto porque no veía la manera de enfocarlo. Por eso decidí dedicarme a otras cosas.

—A la religión, por lo que veo.

—No exactamente.

—También publicaste lo del cura de Venecia…

—Sí, también. Hablé de su idea de poder alcanzar imágenes del pasado desde nuestro presente, pero tampoco eso me condujo a nada.

—Ya.

El motor diesel del Ibiza renqueaba cada vez más. Tal como había vaticinado el fotógrafo, el paisaje se iba recrudeciendo por momentos a medida que ascendían hacia la serranía de Cameros. Las temperaturas debían de estar ya bajo cero, pese al fuerte sol de la mañana. Para colmo, la pequeña emisora de onda corta que llevaban por si surgía cualquier imprevisto, había dejado de funcionar. Txema se apeó del coche en un par de ocasiones para revisar la antena y cada pocos minutos intentaba infructuosamente contactar con alguien.

—Nada —cedió al fin—. Ni ruido de estática siquiera. La emisora se ha muerto.

—Tampoco es tan grave, hombre. Esta tarde, con suerte, estaremos en Logroño otra vez y podremos llevarla a un técnico para que le eche un vistazo.

—Dime una cosa, ¿falta mucho para que lleguemos?

—Una hora, quizá.

—¡… Si nos teleportáramos! —bromeó Txema.

Capítulo
5

A Carlos se le provocaba con poca cosa. Bastaba con sugerirle un tema o un asunto polémico en el que él hubiera estado implicado para que, de inmediato, recitase toda una retahíla de datos y escenarios posibles. Por eso Txema, aunque nunca lo reconocía, disfrutaba viajando con él. Es más, disfrutaba dejándose llevar por su visionaria forma de trabajar y de relacionar la información más inconexa.

Antes de llegar a Laguna de Cameros, donde les esperaba —eso creían— una de las copias mejor conservadas de la Sábana Santa turinesa, Carlos se entregó a la ímproba tarea de explicar a su compañero las posibilidades teóricas de que se produjera realmente una teleportación. No es que le gustara demasiado revolver en las sombras de su fallido proyecto, pero se sentía en la obligación de aclararle un par de puntos. Y es que, según le explicó con todo lujo de detalles, algunos físicos teóricos, en su mayoría norteamericanos, ya habían hecho públicas fórmulas que permiten, de momento sólo sobre el papel, trasladar instantáneamente materia de un punto al otro del universo. De hecho, algunos de esos mismos físicos cuánticos habían logrado hacer desaparecer partículas elementales en sus grandes aceleradores de California y Suiza, sin que nunca hubieran podido determinar adonde habían ido a parar esas pequeñas masas de materia.

Txema escuchaba con deleite, mientras la imaginación de Carlos se disparaba.

—¿Se teleportaron estas partículas? —se preguntaba a sí mismo, en voz alta, sin siquiera mirar a su compañero—. ¿Podrían hacerlo también, por tanto, organismos complejos en un futuro inmediato y bajo un riguroso control científico?

Tan lejos llegaron sus interpretaciones que Carlos terminó incluso analizando sucesos de actualidad bajo la óptica de aquella investigación abortada. Sin ningún pudor, explicó a Txema que muchas desapariciones aparecidas en la prensa española como las de Juan Pedro Martínez —el «niño de Somosierra»—, en julio de 1985, o la de David Guerrero Guevara —más conocido como el «niño pintor» de Málaga—, en abril de 1987, pudieron haber obedecido a teleportaciones espontáneas sufridas por los pequeños. Éstos, tras volatilizarse, quizá reaparecieron automáticamente en algún lugar inaccesible. Desde allí —especulaba Carlos sin inmutarse— a estos niños les había resultado imposible regresar, desapareciendo para siempre y sin dejar rastro.

Se mostraba convencido, en definitiva, de que nuestro universo estaba plagado de «fallas» en su estructura que se abrían ocasionalmente, engullendo todo lo que había a su alrededor y expulsándolo en otro lugar de esta u otras galaxias. Ni siquiera el indicador que anunciaba la llegada a Laguna de Cameros a la vuelta de una espectacular curva, le devolvió a la realidad.

—Mira, Txema. Piensa por un momento en lo que te he dicho. En caso de que existan realmente esa especie de puertas, capaces de tragarse todo lo que tengan cerca y de expulsarlo en otro punto del planeta, por puro cálculo estadístico tienes más posibilidades de caer en medio del océano que en tierra firme… Y, por supuesto, de desaparecer para siempre.

—¿Y cómo sabes que esas «puertas»
pueden existir
?

—¡Eso es lo mejor! ¡No lo sé! El caso es que Einstein concibió un modelo de universo maleable que contemplaba la existencia de puertas o brechas que podían unir lugares distantes en el cosmos. Los modernos astrofísicos hablan de «agujeros de gusano» cuya entrada sería un agujero negro que engulliría materia a gran escala, y su salida un agujero blanco, tal vez un quásar, que expulsaría esa misma materia en otro punto del mismo universo.

Hasta se especula que pudieran conectar universos paralelos. Ya te hablé de lo que sucede a nivel de partículas elementales, así que ¿por qué no habría de suceder algo así a escala humana?

Mientras Carlos terminaba de exponer su teoría, ambos se adentraron sin proponérselo hacia el centro del pueblo. El coche enfiló una calle ancha, en pendiente, flanqueada por casas de piedra de dos o tres pisos de altura, algunas cubiertas con tejados de madera. El
patrón
, embebido en su propio relato, esquivó maquinalmente un par de perros flacos que le salieron al paso y terminó aparcando junto a un montón de troncos troceados para leña. El lugar, a esas tempranas horas, parecía deshabitado.

La cuesta desembocaba en una minúscula plaza donde sólo brillaba con luz propia una iglesia maciza, casi cúbica. Encajado entre grandes caserones cerrados a cal y canto, el templo estaba abierto y parecía tener cierta animación en su interior.

—Lección número uno del día —murmuró el patrón—: en los pueblos, el cura lo sabe todo. Busca siempre al cura.

Para Txema y Carlos, establecer un primer contacto con don Félix Arrondo, un sacerdote de mediana edad, vestido de paisano, chaparrete y de buen carácter, fue tarea fácil. Y más aún que el párroco se volcara de inmediato en la búsqueda de una reliquia que él ya había casi olvidado por completo.

—¿Y cómo saben ustedes que yo tengo una sábana aquí? —repetía una y otra vez, mientras se dirigía al campanario acompañado por aquellos visitantes—. ¡Hace años que nadie la ve!

—¡Porque usted es el cura! —exclamó Txema.

—¿Por eso?

—No, hombre —se apresuró a intervenir Carlos—, en realidad, «su» sábana se cita en varios libros sobre reliquias españolas del siglo pasado, y queríamos comprobar si esa información es todavía válida.

Don Félix tardó algunos minutos porque la sábana, primorosamente plegada en el interior de una caja forrada de terciopelo, estaba escondida bajo las escaleras del campanario. Cuando por fin sacó aquel estuche al porche de la iglesia y desplegó la tela frente a sus visitantes, colgándola de los clavos de la puerta principal, sus ojos brillaron de emoción. Nunca antes —ni cuando llegó a aquella parroquia veinte años atrás y le hablaron de la reliquia por primera vez— se había atrevido a abrir esa caja, ni había visto la anotación bordada en uno de los extremos del lienzo, que fechaba la tela en 1790. Ahora su rostro se iluminaba como si poseyera un tesoro que interesaba, incluso, a gente de Madrid.

La Canon de Txema no se perdió ni un detalle. Disparó allí mismo un carrete entero de 36 diapositivas, al tiempo que Carlos se esmeraba en tomar buena nota de sus medidas, de las inscripciones bordadas en rojo en la base de la sábana y hasta de los comentarios de asombro del propio don Félix.

—¿Puedo sugerirles algo? —preguntó tímidamente el cura al terminar de contemplar su reliquia.

—Claro, usted dirá.

—Me gustaría que se quedaran aquí hasta la hora de comer, después de misa. Así podríamos celebrar nuestro hallazgo. ¿Qué les parece? No todos los días sucede algo así, y se «descubre» un trozo de historia en el pueblo…

El generoso ofrecimiento les pilló desprevenidos.

—Verá, padre —el tono de voz adoptado por Carlos afiló el gesto del párroco—, nuestra intención es visitar hoy otra sábana que creemos está en La Cuesta, a pocos kilómetros de aquí…

—¿La Cuesta? ¿Otra sábana en La Cuesta? —don Félix no salía de su asombro.

—Sí. Eso está ya en la provincia de Soria y no nos gustaría que el frío nos dejara aislados tan lejos de una carretera nacional. Debemos aprovechar las horas de sol antes de que vuelva a helar y las carreteras se pongan peor de lo que ya están. Lo entiende, ¿verdad?

—Naturalmente —se resignó—. Entonces, otra vez será, ¿no?

—Desde luego, padre.

Con cierta ceremoniosidad, el padre Arrondo les tendió la mano, deseándoles suerte. Acto seguido, casi sin pestañear, se dio media vuelta para descolgar la sábana de la puerta de la iglesia, plegándola y evitando con maestría que rozara el suelo húmedo del porche. Después, mientras cerraba el estuche que servía de relicario, lanzó un último grito a los periodistas, antes de que se metieran en el Ibiza.

—Si la carretera no les deja continuar, vuelvan aquí. Esta sierra no bromea.

Carlos y Txema se volvieron hacia él, pero no respondieron. Se limitaron a saludarle con el brazo. Tan pronto lograron poner en marcha el vehículo, apretaron el acelerador en dirección a la salida del pueblo.

El
patrón
fue el primero en hablar, pero sólo cuando enfilaron la carretera comarcal correspondiente. El tono de su voz sonó grave, pese al éxito de su fugaz visita.

—¿Ves ese banco de niebla allá delante?

—Sí.

—Pues nos va a dar problemas. El cura de Laguna tenía razón cuando dijo que esta sierra no bromea. Yo sólo estuve aquí una vez, hace dos inviernos, y vi cómo un coche volcaba después de resbalar sobre el firme…

El comentario sobrecogió al fotógrafo. Aquellas eran tierras altas, de esas que discurren entre barrancos y cañadas, y que impresionan cada vez que se trata de distinguir su fondo.

—Vaya… —suspiró Txema—, es un consuelo. Por lo menos sabrás hacia dónde vamos, ¿no?

—Supongo que sí: hacia la niebla.

—¿Supones?

—Bueno, compruébalo tú mismo. Abandonamos hace unos minutos Laguna de Cameros, y desde entonces todos los carteles indicadores que hemos visto están sepultados bajo la nieve o su grado de congelación es tal que no permite leerlos.

—Ya…

—Y además, para cerrar el círculo, tu radio sigue sin funcionar y no hay manera humana de saber, de momento, dónde demonios estamos.

La lógica de Carlos irritó a Txema, que aún luchaba por acomodar la bolsa de las cámaras bajo su asiento.

—¿Y qué se supone que vas a hacer?

—Lo único posible: seguir adelante hasta que desemboquemos en una carretera más grande o demos con una gasolinera donde preguntar el camino hacia La Cuesta y comprar unas cadenas. ¿Te parece bien?

Txema sabía lo bueno que era su compañero conduciendo. Lo vivió en Italia, donde se adaptó como un guante al infernal tráfico romano, y en Portugal, donde su pericia salvó al vehículo de una costosa reparación. El fotógrafo reconocía sus méritos, pero ignoraba los límites de su paciencia ante un camino que debía recorrer a velocidad de tortuga.

Durante la siguiente media hora, Txema y Carlos no intercambiaron ni una sola palabra. Uno confiaba en salir lo antes posible de aquella ruta, el otro soñaba con comprobar que también la sábana de La Cuesta había resistido el paso de los años…

Capítulo
6

Eran las 9:50 de la mañana. De eso daba fe el cuaderno de campo de Carlos, una libreta forrada de corcho en la que iba garabateando todas las incidencias de su ruta. Entre ellas, la temperatura, que lejos de caldearse con las luces del día, parecía recrudecerse por momentos.

Durante muchos kilómetros no encontraron ni un alma. No había pueblos ni casas aisladas, y ni siquiera la radio del coche sintonizaba apropiadamente alguna emisora que les informara de la evolución del tiempo previsto para las próximas horas. De vez en cuando, Carlos detenía el coche en el arcén de aquella casi invisible carretera, se apeaba para propinar un par de patadas a los guardabarros, inutilizados bajo masas compactas de nieve, tomaba un par de notas románticas —del estilo «9:55, desesperado en medio de una nada de color blanco»—, y volvía a pisar el acelerador ante la mirada provocativa de su fotógrafo.

—¿Qué? ¿Dónde has dejado hoy tu estrella? —preguntó socarronamente Txema en una de aquellas «escalas».

—No te rías. Ya sabes que la suerte cambia de repente, para bien o para mal.

—Pues hoy lo ha hecho para mal, ¿no crees?

Carlos no contestó.

Apenas terminó Txema de bromear sobre la suerte, cuando entre la niebla se dibujó claramente una señal roja de «stop». Estaba allí, a escasos cien metros de ellos, indicándoles sin ambages que aquello era el cruce con otra carretera. Quizás una nacional desprovista de hielo.

—¿Y si…?

El fotógrafo no pudo terminar la frase. En efecto, cuando el Ibiza se detuvo frente al «stop», un gran cartel en forma de flecha, situado al otro lado de la calzada, rezaba: «N-122. Tarazona».

Carlos no lo dudó. Giró a la izquierda, tomó la nueva carretera y pisó a fondo el acelerador. ¿Qué podía perder? Acababa de abandonar el infierno helado de la serranía de Cameros y con toda seguridad estaba ahora en la provincia de Soria, algo más al sur, en una ruta despejada de hielo. La Cuesta no podía andar ya muy lejos.

Pronto descubrió lo equivocado que estaba. Y es que, en aquellos primeros minutos sobre la N—122, ni él, ni Txema, podían siquiera imaginar lo que estaba a punto de cruzarse en su camino…

Other books

Hienama by Constantine, Storm
Bombay to Beijing by Bicycle by Russell McGilton
Dressed to Killed by Milton Ozaki
Forbidden Indulgences by Terry Towers