—Me siento mejor —dijo Annee.
Romeo se dirigió al cuarto de baño y humedeció una toalla. Regresó y le lavó las manos y luego se limpió él mismo. Después le entregó la toalla a ella, que se la frotó entre las piernas.
Habían hecho lo mismo en otra misión y Romeo comprendía que ésta era la única forma de afecto que ella era capaz de expresar. Era tan feroz en su independencia, fuera cual fuese la razón, que no podía soportar que la penetrara un hombre al que no amara. Y cuando él le había sugerido la fellatio y el cunnilingus, también le habían parecido otra forma de rendición. Lo que acababa de hacer era la única manera de satisfacer su necesidad sin traicionar sus ideales de independencia.
Romeo observó su rostro. Ahora no era tan rígido, y los ojos no parecían tan feroces. Pensó que era muy joven, y se preguntó cómo había podido convertirse en una persona tan cruel en tan corto espacio de tiempo.
—¿Quieres dormir conmigo esta noche, aunque sólo sea por tener compañía? —le preguntó.
—Oh, no —contestó ella aplastando el cigarrillo—. ¿Por qué iba a querer hacer tal cosa? Los dos ya tenemos lo que necesitábamos.
Se levantó y empezó a vestirse.
—Al menos podrías decir algo tierno antes de marcharte —comentó Romeo en son de broma.
Ella se detuvo por un momento en el umbral de la puerta y se volvió. Por un instante, Romeo pensó que regresaría a la cama. Estaba sonriendo y por primera vez la vio como una muchacha joven de la que podría llegar a enamorarse. Pero luego ella pareció ponerse de puntillas y dijo:
—Romeo, Romeo, ¿dónde está tu arte, Romeo?Le dirigió una mueca con la nariz y desapareció por detrás de la puerta, que cerró.
David Jatney y Cryder Cole, dos estudiantes de la universidad Brigham Young de Provo, Utah, prepararon sus equipos para la tradicional «cacería asesina» que se organizaba una vez por curso. Este juego había vuelto a ponerse de moda desde la elección de Francis Xavier Kennedy para la presidencia de los Estados Unidos. Según las reglas del juego, un equipo de estudiantes disponía de veinticuatro horas para cometer el asesinato, es decir, disparar sus pistolas de juguete contra una efigie de cartón del presidente de los Estados Unidos, a no más de cinco pasos de distancia. Para impedirlo, allí estaba el equipo defensivo de la fraternidad de la ley y el orden, compuesto por más de cien estudiantes. La «apuesta del premio en metálico» se utilizaba para pagar el banquete de la victoria, que se celebraba a la conclusión de la «cacería».
La facultad y la administración universitaria, influidas por la iglesia mormona, desaprobaban esta clase de juegos, que se habían hecho populares en los
campus
de todas las universidades de los Estados Unidos, y que eran uno de los inconvenientes de una sociedad libre. El mal gusto y el anhelo de groserías en la vida formaban parte de los elevados espíritus de los jóvenes. Era una vía de escape para el resentimiento contra la autoridad, una protesta de aquellos que aún no habían conseguido nada en contra de aquellos que ya habían alcanzado el éxito. Se trataba de una protesta simbólica y, desde luego, preferible a las manifestaciones políticas, la violencia ocasional y las sentadas. El juego de la cacería era una válvula de seguridad para las hormonas de las revueltas.
David Jatney y Cryder Cole, los dos «cazadores», atravesaron el
campus
con el arma al hombro. Jatney era el planificador y Cole el actor, por lo que sería este último el encargado de hablar y Jatney el de asentir mientras se dirigían hacia los hermanos de la fraternidad que protegían la efigie del presidente. La figura de cartón de Francis Kennedy poseía un cierto parecido, pero había sido coloreada de una forma extravagante, mostrándolo con un traje azul, una corbata verde, calcetines rojos y sin zapatos. En lugar de los zapatos se veía un número romano, IV.La fraternidad de la ley y el orden amenazó a Jatney y Cole con sus pistolas de juguete y los dos «cazadores» retrocedieron. Cole lanzó un alegre insulto, pero Jatney tenía una expresión hosca en el rostro. Se tomaba su misión muy en serio. Jatney estaba revisando su plan maestro y ya experimentaba una satisfacción salvaje por el éxito asegurado. Esta aparición ante el enemigo sólo había tenido el propósito de mostrarse vestidos con ropas de esquiar, para crear así una identidad visual y prepararse para un ataque por sorpresa posterior. También tenía el propósito de inducir a que los demás pensaran que se marchaban del
campus
para pasar fuera el fin de semana.
Una parte de la «cacería» exigía que se publicara previamente el itinerario que seguiría la efigie presidencial. La efigie estaría presente en el banquete de la victoria, programado para aquella misma noche, antes de las doce. Jatney y Cole se reunieron a las seis de la tarde en el restaurante acordado. El propietario no tenía ni la menor idea de cuáles eran sus planes. Para él sólo se trataba de dos estudiantes jóvenes que habían trabajado en su local durante las dos últimas semanas. Eran camareros muy buenos, sobre todo Cole, y el propietario estaba encantado con ellos.
Aquella noche, a las nueve, cuando el grupo de cien guardias de la ley y orden entró con su efigie presidencial, algunos se quedaron apostados vigilando todas las entradas del restaurante. La efigie fue colocada en el centro del círculo de mesas. El propietario se frotaba las manos ante aquel aumento del negocio. Sólo comprendió lo que pasaba cuando entró en la cocina y vio a sus dos jóvenes camareros ocultando sus pistolas de juguete en las soperas.
—Oh, por el amor de Dios —exclamó—. Eso significa que vosotros dos os marcharéis esta misma noche.
Cole le sonrió con una mueca, pero David Jatney le dirigió una mirada amenazadora al tiempo que ambos salían al comedor, con las soperas levantadas en alto para ocultar sus rostros.
Los guardias ya brindaban por su victoria cuando Jatney y Cole colocaron las soperas en el centro de la mesa, levantaron las tapaderas y sacaron las pistolas de juguete. Apuntaron las armas contra la efigie tan alegremente coloreada y dispararon los pequeños taponazos del mecanismo. Cole hizo un solo disparo y luego se echó a reír a carcajadas. Jatney hizo tres disparos, con una actitud muy deliberada, y luego arrojó la pistola al suelo. Ni se movió, ni sonrió hasta que los guardias se apiñaron a su alrededor, maldiciendo y felicitándoles; después todos se sentaron a cenar. Jatney le dio una patada a la efigie de modo que ésta se deslizó hasta el suelo, donde nadie pudiera verla.
Aquélla había sido una de las «cacerías» más sencillas. En otras universidades del país el juego se tomaba mucho más en serio. Se preparaban elaboradas estructuras de seguridad y hasta efigies con chorros de sangre sintética. Los periódicos especulaban diciendo que esta manía había vuelto a ponerse de moda después de la elección de Francis Xavier Kennedy para la presidencia. En las universidades más liberales, la efigie era a veces de color negro.
Pero en Washington DC, Christian Klee, fiscal general de Estados Unidos, tenía su propio archivo de todos estos asesinos ficticios. Y lo que llamó su interés fue la fotografía y el memorándum sobre Jatney. Escribió una nota para asignar un equipo que se dedicara a investigar la vida de David Jatney.
En este mismo Viernes Santo, antes del Domingo de Resurrección, dos jóvenes mucho más serios y con creencias mucho más idealistas que las de Jatney y Cole, pero también mucho más preocupados por el futuro de su mundo, se dirigieron en coche desde el Instituto de Tecnología de Massachusetts hasta Nueva York y depositaron una pequeña maleta en una consigna del edificio de la administración del aeropuerto. Caminaron con desagrado entre los borrachos sin hogar, los chulos de ojos avizor y las putas incipientes que llenaban las salas del edificio. Los dos eran verdaderos prodigios, profesores de física a la edad de veinte años y miembros de un equipo que trabajaba en un programa avanzado de la universidad. La maleta contenía una diminuta bomba atómica que habían construido utilizando materiales robados en el laboratorio y el necesario óxido de plutonio. Les había costado dos años robar todos aquellos materiales de sus programas, poco a poco, falsificando sus informes y experimentos, para que nadie se diera cuenta.
Sus nombres eran Adam Gresse y Henry Tibbot y habían sido calificados de genios desde la edad de doce años. Sus padres los habían educado para que fueran conscientes de sus responsabilidades con la humanidad. No tenían vicios, excepto la adquisición de conocimientos. El brillo de sus inteligencias les hacía desdeñar aquellos apetitos que consideraban como piojos en la piel de la humanidad: el alcohol, el juego, las mujeres, la glotonería y las drogas.
Pero sucumbieron a la poderosa droga del pensamiento claro. Poseían una conciencia social y se daban cuenta de todos los males que asolaban el mundo. Sabían que la fabricación de armas atómicas constituía un error, que estaba en juego el destino de la humanidad, y decidieron hacer todo lo que pudieran por impedir un desastre definitivo. Así que, después de un año de conversaciones juveniles, decidieron asustar al gobierno. Demostrarían lo fácil que sería para cualquier individuo demente infligir un grave castigo a la humanidad. Construyeron la diminuta bomba atómica, de sólo medio kilotón de potencia, con la intención de colocarla y luego advertir a las autoridades de su existencia. Ellos no sabían que esa misma situación ya había sido predicha con toda exactitud en los informes psicológicos de un prestigioso «grupo de pensamiento» fundado por el gobierno, como una de las posibilidades de la era atómica de la humanidad.
Mientras aún se hallaban en Nueva York, Adam Gresse y Henry Tibbot enviaron por correo su carta de advertencia al
New York Times
explicando sus motivaciones y pidiendo que se publicara la carta antes de enviarla a las autoridades. La redacción de la carta había exigido un largo proceso, no sólo porque tenía que hacerse con precisión para demostrar que no había malicia, sino porque utilizaron palabras impresas y recortadas, y letras extraídas de periódicos antiguos que luego pegaron en hojas de papel en blanco. La bomba no explotaría hasta el jueves siguiente. Para entonces, la carta estaría en manos de las autoridades y, seguramente, se habría encontrado la bomba. Eso sería una advertencia para los gobernantes de todo el mundo.
Oliver Oliphant tenía cien años de edad y la mente tan clara como un timbre. Desgraciadamente para él.
Poseía una mente tan clara, y sin embargo tan sutil, que aunque había transgredido muchas leyes morales, había sido capaz de conservar la conciencia limpia. Una mente tan astuta que nunca había caído en las trampas casi inevitables de la vida cotidiana; no se había casado, nunca se había presentado para ningún cargo político y nunca había tenido un amigo en quien confiara de un modo absoluto.
Instalado en una propiedad enorme, aislada y muy vigilada, a sólo quince kilómetros de la Casa Blanca, Oliver Oliphant, el hombre más rico de Estados Unidos y posiblemente el ciudadano privado más poderoso del país, esperaba la llegada de su ahijado, Christian Klee, el fiscal general de Estados Unidos.
El encanto de Oliver Oliphant igualaba a su brillantez; su poder residía en ambos atributos. Incluso a la avanzada edad de cien años, los grandes hombres seguían buscando su consejo, confiando en sus poderes analíticos hasta el punto de que se le había dado el sobrenombre de
El Oráculo
.
Como consejero de diversos presidentes,
El Oráculo
había predicho las crisis económicas, los hundimientos de Wall Street, la caída del dólar, la huida del capital extranjero, las fantasías de los precios del petróleo. Había predicho los movimientos políticos de la Unión Soviética, los inesperados abrazos de rivales de los partidos Demócrata y Republicano. Pero, por encima de todo, había amasado una fortuna cifrada en diez mil millones de dólares. Era natural que se valorara mucho el consejo de un hombre tan rico, a pesar de que fuera equivocado; aunque
El Oráculo
casi siempre tenía razón.
Ahora, en este Viernes Santo,
El Oráculo
se sentía preocupado por una cosa: la fiesta de cumpleaños para celebrar sus cien años de vida sobre la Tierra. Una fiesta que se celebraría el Domingo de Resurrección en el Jardín Rosado de la Casa Blanca, y cuyo anfitrión no sería otro que el propio presidente de Estados Unidos, Francis Xavier Kennedy.
Constituía una vanidad permisible para
El Oráculo
el sentir un gran placer ante este asunto tan espectacular. El mundo volvería a recordarle, aunque sólo fuera por un breve momento. Sería su última aparición sobre el escenario, pensaba con tristeza.
Ese mismo Viernes Santo, en Roma, Theresa Catherine Kennedy, hija del presidente de Estados Unidos, se preparaba para poner fin a su exilio europeo y regresar al lado de su padre en la Casa Blanca. Los miembros del servicio secreto de seguridad ya se habían ocupado de todos los preparativos del viaje. Obedeciendo sus instrucciones, habían reservado pasaje para un vuelo que partiría de Roma el Domingo de Resurrección, con destino a Nueva York.
Theresa Kennedy tenía veintitrés años y había estudiado en Europa, primero en la Sorbona, en París, y luego en Roma, donde acababa de dar por terminada una relación seria con un estudiante italiano radical, ante el alivio mutuo de ambos.
Quería a su padre, pero le disgustaba que se hubiera convertido en presidente porque ella era demasiado leal como para expresar en público sus propios puntos de vista. Creía en el socialismo, en la hermandad de los hombres, en la fraternidad de las mujeres. Era una feminista al estilo estadounidense; la independencia económica era el fundamento de la libertad, de modo que ella no sentía ninguna culpabilidad por los fondos de fideicomiso que garantizaban su libertad.
Con una moralidad curiosa pero muy humana, rechazaba la idea de disfrutar de cualquier clase de privilegio y raras veces visitaba a su padre en la Casa Blanca. Y quizá juzgaba inconscientemente a su padre como responsable de la muerte de su madre, ya que se había lanzado a la lucha por el poder político cuando su madre estaba a punto de morir. Más tarde había querido perderse en Europa, pero la ley exigía que el servicio secreto la protegiera como un miembro inmediato de la familia presidencial. Ella había intentado «renunciar» a aquella protección de seguridad, pero su padre le había rogado que no lo hiciera. Francis Kennedy le dijo que no podría soportar que le sucediera algo.