La cruzada de las máquinas (92 page)

Read La cruzada de las máquinas Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La cruzada de las máquinas
9Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se sacó del bolsillo el collar de diamantes negros que Serena le regaló hacía tantos años, antes de su impetuoso viaje para salvar Giedi Prime. En aquel entonces, la joven y afligida Octa le entregó el collar con el mensaje holográfico que lo acompañaba. Aquella decisión, aquella misión de Serena, había cambiado las vidas de todos para siempre.

Y ahora se iba en una misión muchísimo más importante…

Cuando la nave diplomática se cerró y sonaron las fanfarrias, Xavier se dejó caer en su asiento mientras las lágrimas caían por su rostro arrugado. Algunos de los asistentes le miraron, pensando quizá que era un viejo veterano que recordaba pasadas glorias.

Omilia le dio ligeramente con el codo, sonriendo.

—¿Qué pasa, padre? Todo irá bien. De toda la gente, seguro que tú eres quien más fe tiene en la sacerdotisa Serena, ¿verdad?

Él acarició las gemas negras y lisas del viejo collar.

—Sí, Omilia. Serena conseguirá cualquier cosa que se proponga. —Meneó su cabeza desgreñada—. Pero mi corazón me dice que no volverá.

Vor no perdió el tiempo preocupándose por los riesgos de navegar con los nuevos motores con efecto Holtzman. Simplemente, se lanzó al espacio con su nave, porque sabía que debía llegar al mundo capital de la Liga lo antes posible.

Pero cuando llegó a Zimia, Serena ya se había ido.

Sin saber muy bien qué hacer, se dirigió a la casa de los Butler. Quizá él y Xavier encontrarían una solución. Vor no dudaba ni por un momento que podía hacer algo.

En lo alto de la colina, en la puerta principal de la casa solariega, el viejo primero lo miró con ojos cansados y ensombrecidos. A Vor le chocó ver a aquel hombre que había sido su compañero durante tantos años. ¿Era posible que Xavier fuera tan viejo? En su rostro había una expresión totalmente derrotada que nunca le había visto.

—Sabía que vendrías. —Las manos de Xavier se aferraban a la estructura oscura de madera de la puerta.

—¿Cómo sabías que me encontrarías en Caladan?

Xavier le dedicó una sonrisa triste.

—Me parece que no te has dado cuenta de la frecuencia con la que hablas de esa mujer. ¿Dónde ibas a estar?

—Tendría que haber estado aquí. Quizá yo podría haberla detenido. —Y escupió las palabras con expresión furiosa.

Xavier meneó la cabeza.

—No hubiera servido de nada, Vorian. Conoces a Serena tan bien como yo.

Vor chasqueó la lengua con resignación y pasó al vestíbulo. Sus tres vidas —la suya, la de Xavier y la de Serena— llevaban tanto tiempo entrelazadas que era como si fueran diferentes facetas de una misma entidad.

—Pero ¿por qué estás tan preocupado? Si Omnius ha accedido a recibirla en Corrin, seguramente no hay peligro. Los cimek ya no están allí, y la supermente no sabe romper promesas. Podemos odiar a las máquinas todo lo que queramos, Xavier, pero los humanos somos infinitamente más traicioneros.

—Quizá tengas razón. Espero.

Los dos hombres bajaron por el pasillo cavernoso, que parecía frío y vacío, lleno de sombras ominosas.

—Ven, Serena ha dejado algo para nosotros —dijo Xavier—. Lo tengo en mi estudio.

Xavier cerró la puerta de la sala con revestimiento de madera, donde sabía que no les molestarían. Se metió la mano en el bolsillo y sacó una pequeña llave con la que abrió cuidadosamente un cajón de su despacho; extrajo el paquete sellado.

Vor vio que a su amigo le temblaban las manos cuando abrió el sello con una uña.

—Dejó instrucciones para que lo abriera cuando estuviéramos juntos.

Del interior del paquete sacó una pequeña caja rectangular con una superficie negra mate y sin ningún tipo de distintivo, como si además de la luz se hubiera tragado todo lo demás. Xavier se la entregó a Vorian, y este la sostuvo durante unos momentos. Era ligera. Levantó las cejas y miró a su amigo, que parecía muy preocupado.

—Las serafinas de Serena me lo entregaron cuando ya se había ido. —Los labios de Xavier formaron una fina línea—. Ya te he hablado del collar que me dio hace años, cuando se escapó para salvar Giedi Prime. Todavía lo tengo. Y me temo que esto es algo parecido, que va a hacer algo peligroso.

Vor se peleó con el cierre y, al abrir la caja, vieron que dentro había otro collar de cristales oscuros perfectamente trabajados que parecían absorber la luz. Detectó una fuente de energía en el minúsculo colgante central y, al tocarlo, el proyector se activó. Enseguida apareció una pequeña imagen holográfica de la orgullosa y carismática Serena Butler, con sus deslumbrantes túnicas de sacerdotisa.

Vor le dio la vuelta al colgante para que la imagen quedara de cara.

Xavier y Vorian, mis queridos, mis fieles amigos, cuanto más pienso en lo que debo decir, más me convenzo de que es mejor que no estéis conmigo en estos momentos. No tengo estómago para discutir con vosotros.
—Extendió las manos—.
Solo quiero que lo entendáis, incluso si no estáis de acuerdo.

Qué irónico que nuestras vidas, incluso nuestros pensamientos, hayan quedado tan marcados por las máquinas pensantes. Omnius destruyó todos mis sueños, todo cuanto quería para mi futuro. Pero la pensadora Kwyna me enseñó que el tapiz de la historia está hecho con hilos poderosos y que la mayoría no se ven, a menos que te alejes lo bastante y mires desde una perspectiva más amplia.

Sé que siempre me habéis querido, pero nunca he podido corresponderos a ninguno de los dos como merecíais. En lugar de eso, un poder superior ha establecido un propósito más importante para nosotros tres. ¿De verdad nos hubiéramos contentado con unas vidas tranquilas? Dios solo concede ese favor a los débiles. Para nosotros tenía planes más importantes. Sobre nosotros (y sobre Iblis Ginjo) ha recaído la misión de convertir el largo y oscuro camino de la supervivencia humana en la luz deslumbrante de la Yihad. La grandeza tiene sus recompensas… y un precio terrible.

Vor aferró los bordes afilados del collar, esperando lo peor. Miró con los ojos entrecerrados el rostro de Serena, ya maduro pero aún atractivo. Tenía una expresión totalmente beatífica, como si ya se hubiera ido a otro mundo. Se estremeció.

Xavier seguía en su asiento, con la cabeza entre las manos.

Mi error no ha sido dirigir la lucha, sino permitir que la gente se acostumbrara a una batalla sin fin. Han perdido el fervor, y el fanatismo es imprescindible si queremos tener alguna posibilidad de derrotar a las máquinas pensantes. Debo hacer esto para revitalizar la Yihad, para renovar la determinación de la gente.
—Sonrió, con gesto más afable—.
Soy vieja, y estoy dispuesta para un acto final y definitivo que le demuestre a Omnius que ni él ni sus serviles robots podrán entender jamás el espíritu humano. Cogeré su ridícula paz y se la meteré por sus frías gargantas de metal.

—No, no, te matarán —musitó Vor.

Pero estaba hablándole a un holograma, y ella no contestó.

Serena siguió hablando:

Iblis ha sido mi mentor en este difícil momento. Y tiene razón. Él sabe lo que hay que hacer y me ha ayudado a prepararlo todo. Me ha enseñado cuáles son mis obligaciones. Escuchadle vosotros también.

Su imagen parpadeó y desapareció como un jirón de humo blanco. Vor miró al vacío donde antes estaba la imagen de Serena, con la esperanza de que volviera, de que al menos quedara su aroma. Con una fría sensación de miedo, supo que aquellas eran las últimas palabras que oirían decir a Serena Butler.

Miró a su apesadumbrado amigo, sin saber qué hacer con sus propias emociones. Vor volvió a dejar el collar en la caja y la cerró.

—¿Iblis ha sido su mentor en esto? ¿Y eso qué significa? ¿Él la ha convencido para que lo haga?

Xavier respondió con una firmeza que recordaba la fuerza que tenía en su juventud.

—Creo que es lo que Iblis Ginjo quería, y ya sabes que es muy persuasivo. Ha manipulado a Serena, la ha convencido para que lo hiciera. Si no vuelve, estará él solo al frente de la Yihad.

Vor conocía a Ginjo desde los días de la revuelta en la Vieja Tierra, y sabía que hacía tiempo que se dedicaba en cuerpo y alma a su gloria y a su poder personales. Aquel hombre, que había utilizado el nombre de Serena Butler para sus ambiciones, le desagradaba; no confiaba en él.

Xavier estaba tan afligido que Vor lo abrazó. Los dos se abrazaron, sin poder hacer absolutamente nada para salvar a aquella mujer a la que siempre amarían.

102

No temo a la muerte, porque, para empezar, me siento afortunada por haber nacido. Esta vida es un regalo, y nunca ha sido realmente mía.

S
ERENA
B
UTLER
, último mensaje a Xavier Harkonnen

Cuando Serena Butler llegó a Corrin y ella y sus serafinas desembarcaron, fueron recibidas por un comité de relucientes robots apostados a ambos lados de una alfombra carmesí. Serena avanzó con valentía, sola, entre los robots.

La guarida de los demonios, de mis enemigos.
Sobre sus cabezas, el inmenso sol rojo parecía a punto de colisionar contra Corrin y quemar aquel mundo infestado de Omnius.

—He venido en respuesta a la propuesta de paz de los pensadores —dijo alzando la voz. Había ensayado aquellas palabras, escogiendo de forma precisa cada una de ellas para que las máquinas hicieran lo que quería—. Soy la sacerdotisa de la Yihad, virreina interina de la Liga de Nobles, cabeza del Consejo de la Yihad. Todos los humanos siguen mis instrucciones. Llevadme ante Omnius, mi homólogo entre las máquinas pensantes.

Cuando Serena indicó a sus serafinas que se acercaran, vio que Niriem la miraba con curiosidad, sorprendida tal vez ante aquella forma tan poco habitual de darse importancia. Serena actuaba con seguridad, consciente de que sus cinco serafinas harían exactamente lo que se esperaba de ellas cuando llegara el momento.

Un robot robusto y de aspecto implacable se separó de la formación y le habló con una voz sintetizada que sonó metálica en aquella atmósfera enrarecida.

—Sígueme.

Serena se estremeció al pensar en el robot Erasmo, que la había esclavizado hacía tantos años, que la torturó y mató a su hijo. Pero dejó su aprensión a un lado; aquello había pasado en otra época, en otro lugar, en la Tierra.

Al otro extremo de la alfombra roja, Serena siguió a su escolta hasta una cinta transportadora que las llevó a ella y a su pequeño séquito al corazón de la ciudad robótica y finalmente se detuvo ante un edificio poco llamativo hecho de metal plateado y mate.

Niriem siguió a Serena de cerca cuando esta entró con orgullo y elegancia en el inmenso vestíbulo rectangular de la ciudadela, hecho de aleometal y plaz.

—¿Dónde está Omnius? —preguntó Serena con tono exigente—. Veremos si es digno o no. Muy pocos tienen la suerte de hablar conmigo. —Tenía que prepararlos, provocarlos, hacer que hicieran lo que debían.

Una voz resonante llegó desde todas partes de las paredes que la rodeaban, y pantallas brillantes como ojos gigantes destellaban en las superficies lisas de metal.

—Yo soy Omnius. Estoy en todas partes. Aquí todo es parte de mí.

Serena miró a su alrededor, sin molestarse en disimular la expresión de desdén.

—Y yo sola represento a la raza humana, que ha resistido tus envites durante tanto tiempo.

Sin mayores formalismos, la supermente dijo:

—Vuestros intermediarios pensadores propusieron unos términos para acabar con este conflicto ineficaz. Los dos aceptaremos el acuerdo siguiendo el procedimiento que requieren los humanos. —La voz informática vibró, esperando.

Serena sonrió y respiró hondo, consciente de lo que tenía que hacer.

—¿No creerás que vamos a abandonar las armas sin más y nos iremos a casa? Después de décadas de Yihad, ¿crees que podemos olvidar el motivo por el que fuimos a la guerra? No, Omnius. Firmaré un acuerdo solo si aceptas una condición muy simple y lógica: liberar a todos los humanos.

La voz de la supermente se convirtió en una mueca exagerada, que divirtió a Serena por su artificialidad.

—Eso no es lo que los pensadores dijeron. No es lo que yo he aceptado.

Serena insistió.

—Solo podrá haber paz cuando liberes a todos los humanos de los Planetas Sincronizados. Cuando reciba la confirmación de que esto se ha cumplido, y solo entonces, informaré al ejército de la Yihad para que cesen las operaciones militares.

Sabía que Omnius no aceptaría estos términos. Sabía que las máquinas nunca negociarían y que sus palabras serían una provocación.

—Tendría que haberlo previsto, basándome en los informes sobre el carácter impredecible de los humanos —dijo Omnius—. Estos hrethgir son un enigma.

El robot escolta hizo ademán de coger a Serena con su poderoso brazo mecánico. Sus serafinas entraron en acción y se arrojaron sobre él para defender a Serena.

En un abrir y cerrar de ojos, el suelo de metal vivo se convirtió en una cavidad con barrotes afilados, como las costillas de una bestia prehistórica, y atrapó en su interior a Serena y a sus protectoras. La ciudadela entera se contorsionó y se expandió, elevándose al cielo de Corrin. A Serena el estómago se le revolvió de vértigo cuando sintió que saltaba en el aire.

Aquel lugar anguloso y plateado brillaba a su alrededor. Las paredes se curvaron, el techo se abrió, como los dedos de un puño que se abren para dejar ver el gigante rojo del cielo de Corrin. Y entonces se formó un nuevo techo sobre la habitación de altas paredes, que ahora era circular. El suelo se solidificó bajo sus pies como arcilla metálica.

Serena sacó pecho y siguió con sus provocaciones.

—Solo yo doy órdenes a la Liga, Omnius. No te atrevas a amenazarme. Me ven como a una auténtica diosa.

Vio que la cámara estaba tachonada con ojos espía decorados con rubíes y portas de armas; pretendía intimidarla o impresionarla. Quizá la supermente conocía aquel tipo de extravagancias por algún archivo de la Era de los Titanes o incluso del Imperio Antiguo y por eso hasta había incluido un trono. Una esfera plateada y reluciente quedó suspendida sobre el trono.

—Tu desafío es ilógico, Serena Butler. Tu posición es insostenible, no tienes nada que ganar. —La voz salía de mil lugares a la vez—. Solo eres una humana; te atribuyes más importancia de la que tienes.

Serena estaba con los brazos cruzados sobre el pecho.
Muerte, no te temo.
—Trató de controlar el pulso—.
Sólo temo al fracaso.

Other books

Screw the Fags by Josephine Myles
Murder on the Bucket List by Elizabeth Perona
The Ambassadors by Henry James
Pushing Reset by K. Sterling