Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Además —pensó—, siempre podemos construir más máquinas.
Desde el puente de plazburbuja de su nave ballesta, Xavier tenía una perfecta panorámica del espacio, un cuadro engañosamente sereno de estrellas titilantes. Allá abajo, las franjas naranjas que surcaban la atmósfera del planeta señalaban la ruta de las naves de rescate yihadíes que volvían a toda velocidad junto a la flota espacial. Pero allí tampoco estarían seguras.
Xavier pensó en Octa y sus hijas, en sus tranquilas propiedades en Salusa Secundus, con sus olivares y sus viñedos. El recuerdo del viejo Manion y su dedicación a los vinos hizo que su corazón se llenara de afecto. Oh, cuánto deseaba sobrevivir a aquel día y volver a casa.
—Se están moviendo, primero —informó con nerviosismo una voz por el comunicador—. El número de naves enemigas ha aumentado. Son cinco veces más que nosotros, y creo que esta vez van en serio.
A través del plaz, Xavier vio que miles de naves plateadas se elevaban sobre la superficie curva de Ix. Eran tantas que superaban en número a las estrellas.
—Señor, solo la mitad de nuestras naves de rescate han regresado a los muelles de la ballesta. Las bajas son…
El primero le interrumpió.
—No quiero oír hablar de bajas todavía. —
Seguramente en unos minutos habrá muchas más.
Empezó a dar órdenes y a estudiar las imágenes tácticas de las diferentes pantallas del puente. Observó cómo las ballestas se colocaban en posición.
Los equipos de mercenarios habían cumplido con su misión; Xavier no permitiría que el ejército de la Yihad fuera menos. Los cascos de la ballesta se pusieron de un intenso color naranja conforme los sistemas de ataque se cargaban. Esperaba que los escudos estuvieran lo bastante fríos para aguantar un largo enfrentamiento y que el sistema intermitente de Tio Holtzman —que permitía activar y desactivar los escudos entre disparo y disparo— estuviera a la altura.
Por experiencia, Xavier sabía que a veces el éxito o el fracaso de una batalla depende más de la suerte que de la habilidad. Los escudos Holtzman los protegerían del ataque inicial de las naves robóticas, pero ni siquiera en sus previsiones más pesimistas había imaginado una cantidad tan increíble de naves enemigas de vanguardia. El enemigo podía golpear y golpear, y tarde o temprano las naves de la Yihad caerían, una a una.
—Aguantaremos todo lo que podamos, y atacaremos a la primera ocasión. —Trató que su voz sonara más valiente de lo que se sentía—. Los rebeldes de Ix se han enfrentado a situaciones mucho más duras, y han sobrevivido casi durante un año.
Allá delante, la flota enemiga se dividió en dos grupos, y un tercero se lanzó contra ellos a gran velocidad. El titán Jerjes habló por un canal abierto que sabía que los humanos interceptarían.
—Los hrethgir no podrán posponer durante mucho tiempo lo inevitable. Bloquead sus vías de escape.
Xavier había apostado sus naves más pequeñas en la vanguardia, y vio cómo cedían. Detrás de estas naves más pequeñas, los escudos superpuestos de las ballestas más grandes parpadearon imperceptiblemente para permitir que lanzaran una andanada de proyectiles que hizo retroceder al primer grupo de ataque robot y destruyó muchas de sus naves suicidas antes de que pudieran penetrar en sus líneas.
Inmediatamente después llegó un escuadrón de neocimek con estrambóticas formas aladas y de combate, encabezados por una enorme figura tan grande como una ballesta. Sin duda era el comandante titán. Las naves robóticas más grandes se agruparon para la segunda fase del ataque.
—Aguantad —dijo Xavier—. Que no abran ninguna brecha en nuestras líneas o estamos perdidos.
Pero cuando vio que las naves robóticas atacaban de nuevo, Xavier supo que no podrían aguantar el ataque. Pensó en la nave de su hermano Vergyl, destruida por los cimek en Anbus IV, y se vino abajo.
Alguien tendría que decirle a Emil Tantor que el único hijo que le quedaba había muerto.
En el interior del asteroide gigante controlado por Hécate, Iblis Ginjo se sentía nervioso. Esperaba que la cimek —teóricamente su aliada—, hiciera lo que había prometido.
La ornamentada figura de dragón se había retirado tras separarse del contenedor cerebral. Hécate había cargado su cerebro en el complejo sistema que controlaba la inmensa roca artificial que viajaba por las estrellas.
—Hécate, ¿qué pasa? —Iblis estaba en pie, con los puños apretados a los lados, mirando a su alrededor, a la sala de espejos donde estaba atrapada su nave. Notaba la aceleración del asteroide.
La voz femenina de Hécate tintineó por los altavoces ocultos en las paredes de roca.
—Estoy haciendo exactamente lo que me has pedido que haga, querido Iblis. Mira… tu
arma secreta
está a punto de golpear. Su risa era como el tintineo cristalino del hielo.
Una de las superficies planas de cristal brilló y se convirtió en una pantalla donde apareció el sistema planetario al que se estaban acercando a toda velocidad.
—Mira, hemos llegado a Ix. Y parece que tus miedos estaban totalmente justificados. ¡Qué desastre! El ejército de tu Yihad ha opuesto una gran resistencia; mira cuántas naves destruidas hay en órbita. Pero de todos modos están a punto de caer.
—¡Haz algo! —exigió Iblis—. Hemos invertido mucho para poder liberar a Ix. Nos ha costado años. Tenemos que vencer.
—Haré lo que pueda, Iblis —contestó ella con voz melodiosa—. ¡Señor, había olvidado lo impacientes que pueden ser los mortales!
Desde encima de la eclíptica, el asteroide gigante de Hécate se dirigió a toda velocidad hacia Ix. En las atestadas rutas orbitales, aquí y allá no dejaban de aparecer el destello de los cascos de las naves y las llamaradas de los proyectiles.
El comandante de la Yipol estudiaba la situación en la pantalla, en silencio pero muy concentrado. No mostraba ninguna emoción, no hablaba.
En cambio, Floriscia Xico no dejaba de moverse a causa de los nervios y la emoción.
—Pero ¿qué puede hacer este asteroide en una zona de batalla, Gran Patriarca? Hécate es solo una cimek frente a una flota entera.
Iblis no señaló que aquella roca voladora era lo bastante grande para destruir a todas las naves robóticas con un único impacto, aunque esperaba que el plan de Hécate fuera algo más elaborado que poner simplemente un rumbo de colisión.
—Tú mira y verás, sargento. Deja que la titán nos impresione con sus habilidades.
Una risa femenina tintineó por los altavoces.
—Realmente muy bajo he tenido que caer si lo más importante en mi vida es impresionar a un hombre como tú, Iblis Ginjo. Hago esto por mis propias razones… y creo que he encontrado una forma lo bastante dramática para volver a escena. Qué momento tan extraordinario. Aunque sin duda Juno despreciaría mi audacia.
Los propulsores con forma de cráter del asteroide brillaron y lo impulsaron a una velocidad aún mayor contra las máquinas que estaban machacando la flota de guerra de la Yihad.
—Ahora veréis qué puedo hacer con mis lanzadores cinéticos.
—¡Los escudos empiezan a fallar, primero! —exclamó el oficial de armas.
Xavier ya se había dado cuenta, pero no podía hacer nada.
—Hemos perdido contacto con la tercera ballesta, señor. Los escáneres muestran destrozos, cientos de cápsulas de salvamento…
—Quiero un informe del estado de nuestras armas —dijo Xavier, negándose a sucumbir a la desesperación—. Seamos positivos. ¿A cuántos de esos bastardos podemos destruir antes de…?
De pronto, por detrás de la majestuosa y aterradora figura rapaz del titán al mando, Xavier vio un objeto enorme que se movía a gran velocidad y que procedía del exterior del plano orbital.
—¿Qué demonios es eso? Quiero un escáner preliminar.
—Parece… un asteroide, primero. Comprobando trayectoria y velocidad. ¡Es increíble! Es como si los dioses hubieran arrojado una piedra, y va directa hacia nuestro enemigo.
La imagen ampliada mostraba un pedrusco cubierto de cráteres que iba a toda velocidad hacia el apiñado ejército de máquinas. En la base de la pantalla aparecían la trayectoria, la velocidad y otros datos. Su masa era cien veces mayor que la masa agregada de las naves robóticas.
—Es imposible —dijo Xavier—. Ningún asteroide puede moverse así.
Detrás del intruso celeste, grandes cráteres brillaban como tubos de escape al rojo. Algunas de las naves enemigas cambiaron la ruta y se dispersaron, confusas ante la repentina y misteriosa aparición de aquel visitante. Un zumbido de comunicaciones cifradas asaltó a la roca, y las máquinas pensantes se pusieron a parlotear entre ellas e intercambiar datos apresuradamente.
A modo de respuesta, una lluvia de densos proyectiles esféricos brotó de los cráteres que había repartidos por la escarpada superficie, como balas de cañón con una velocidad increíble. Antes de que las máquinas pudieran contestar, las esferas cinéticas destruyeron dos de sus mayores naves.
Moviéndose como un toro salusano furioso, el asteroide se lanzó contra el grueso de la flota de máquinas. Era tan veloz como la más rápida de sus naves, pero su tamaño era mucho mayor. Con solo su impulso y su masa, el asteroide destruyó docenas de naves blindadas como si fueran insectos. Los neocimek fueron los primeros en dispersarse, y cuando el titán con cuerpo de cóndor quiso retirarse, el asteroide le asestó un golpe lateral que lo mandó a una órbita extendida.
Los yihadíes gritaron confusos e incrédulos cuando vieron que el asteroide cambiaba repentinamente de rumbo y volvía a lanzarse contra las naves robóticas. Ante este nuevo y amenazador enemigo, la flota robótica disparó inútiles proyectiles explosivos a la superficie surcada de cráteres, sin provocar apenas daños. El misterioso atacante respondió con una nueva andanada de esferas de piedra maciza que causaron estragos.
Ninguna de las desesperadas naves de la Yihad fue alcanzada en aquel fuego cruzado.
Xavier no tenía tiempo para pensar qué estaban haciendo los hados por él, ni cuestionó aquel giro inesperado de la fortuna. No podía quejarse por tener un aliado. No todavía.
Respiró hondo. Sabía que no había nada que sus soldados descaran más que salir de allí ahora que podían. Pero no dejaría que aquella batalla y los sacrificios que habían hecho los suyos fueran en vano.
—Reagrupaos y elegid nuevos objetivos. Ataquemos a las máquinas antes de que se recuperen. Estamos ante un momento decisivo.
Encabezando a los suyos con su nave insignia dañada y con los escudos protectores inutilizados, Xavier Harkonnen se lanzó a la batalla de cabeza, metiéndose entre las naves enemigas. Aquello era un riesgo, porque el misterioso atacante podía volverse contra ellos si quería.
Los neocimek llamaban desesperados a su líder titán, pero Jerjes iba a toda velocidad hacia el exterior del sistema, tratando de salvar su vida.
De pronto, el misterioso visitante interestelar, tras destruir la mitad de la flota mecánica él sólito, se dio la vuelta y desapareció antes de que Xavier pudiera hacer ninguna pregunta o expresar su gratitud. Ahora le tocaba a él acabar el trabajo, y lo hizo con un gran despliegue de violencia.
Tras dejar atrás el tumulto de la batalla, el asteroide de Hécate se alejó del sistema ixiano con el increíble impulso que le daban sus motores de fusión.
—Bien, Gran Patriarca… creo que he cumplido con mi parte y te he demostrado lo que puedo hacer. He llegado en el momento oportuno.
—No los ha destruido a todos —dijo Yorek Thurr en voz baja pero con dureza.
Hécate habló con voz petulante.
—Oh, vuestro primero puede liquidar a los que quedan. No quisiera privarle de la satisfacción de una victoria.
—Has hecho un buen trabajo, Hécate —dijo Iblis Ginjo. Estaba impaciente por tener un informe completo de todo lo que la Liga podría hacer en aquel Planeta Sincronizado que acababan de capturar—. Las industrias de Ix darán un buen impulso a nuestros esfuerzos de guerra.
Floriscia Xico casi no podía contenerse.
—¡Ha sido increíble! Todos se pondrán muy contentos cuando sepan quién es nuestro nuevo aliado.
Iblis frunció el ceño al pensar en lo que acababa de decir la sargento. Trató de pensar en la mejor manera de llevar aquello, de integrar adecuadamente al cimek que había cambiado de bando en las estrategias de la Yihad. Los ojos de la sargento brillaban de alegría y fervor.
Thurr, que nunca retrocedía ante las decisiones difíciles, llegó enseguida a una conclusión. Sin alertar de sus intenciones a Iblis, se acercó a la entusiasta Xico por detrás.
—Has servido bien a la Yipol, Floriscia —le dijo con voz baja y tranquila al oído—. A partir de hoy estarás en la lista.
—¿La lista? —Arrugó la frente.
—De mártires.
Y le clavó una daga corta en la nuca, deslizando la punta entre dos vértebras para seccionar la médula espinal. La joven se quedó paralizada instantáneamente y murió sin apenas retorcerse ni sangrar. En la atmósfera de baja gravedad del interior del asteroide, el pequeño Thurr sujetó el cuerpo de la sargento hasta que la resistencia cesó; luego dejó que cayera al suelo pulido. Quedó tendida boca arriba, con los ojos muy abiertos.
Iblis se volvió hacia él, perplejo, furioso.
—¿Qué estás haciendo? Era una de nuestras…
—Es evidente que no habría sabido guardar silencio. ¿No se lo habéis notado en la voz? En cuanto hubiéramos llegado a Salusa, le habría faltado tiempo para contárselo a todo el mundo. —Aquel hombrecito pequeño y calvo alzó la vista y vio su reflejo en el millar de facetas de las paredes. Su mirada mortecina iba de un lado al otro—. Hécate es nuestra arma secreta. Nadie sabe ni debe saber de nuestra alianza con ella. Todavía no. Si sigue en el anonimato, seguiremos teniendo de nuestro lado el factor sorpresa. Esta titán será parte del golpe de gracia que asestaremos contra las máquinas pensantes.
Iblis miró al comandante de la Yipol y comprendió. Tenía toda la razón.
—A veces me asustas, Yorek.
—Pero nunca os decepcionaré —prometió.
Planes, esquemas, conversaciones… parece que nos pasamos la vida hablando, y nunca emprendemos acciones significativas. No debemos dejar de aprovechar nuestras oportunidades.
G
ENERAL
A
GAMENÓN
, cuadernos de batalla
Recuerdos.
Seurat tenía muchos recuerdos, ordenados y catalogados, listos para ser inspeccionados y analizados. Eran totalmente distintos de los recuerdos de los humanos, con su carácter aleatorio y asociativo. En cambio, si quería juegos de palabras o enigmas, él podía disponer de todos ellos al instante. Y si quería comprobar el efecto que tenían sus chistes en otras máquinas o en los humanos, también tenía archivos sobre ello. Y mucho más.