Read La Cosecha del Centauro Online
Authors: Eduardo Gallego y Guillem Sánchez
La visita prosiguió hasta arribar a una sala cuyas dimensiones cortaban el aliento. Debía de medir un kilómetro de diámetro y unos quinientos metros de altura. Un pilar grueso y pulido unía suelo y bóveda. ¿Sostenía la caverna o era un elemento ornamental? A su alrededor, una docena de columnas estriadas, de poco más de dos metros de altura, surgían como estalagmitas a distancias variables del eje central.
—Sugiere un lugar de culto —dijo Marga.
—La religiosidad exacerbada es un rasgo exclusivo de la especie humana —contestó el arqueólogo—. Este recinto podría ser cualquier cosa, o incluso carecer de propósito, doctora Bassat. Evitemos el antropocentrismo, y reconozcamos humildemente nuestro completo despiste.
—Tiene que ser el androide. —Bob usó el micrófono privado—. Se expresa como si no se considerase humano...
—Sin comentarios —fue la lacónica respuesta de su tía.
Vagaron por el laberinto pétreo durante horas. Los embargaba una mezcolanza de maravilla y frustración. ¿Qué había pasado allí? Fue un alivio salir del farallón granítico y retornar a la familiar lanzadera.
—¡Siguiente parada: el campo minado! —anunció Nerea, en tono festivo—. Abróchense los cinturones, señores pasajeros. Aterrizaremos en unos minutos. Pero antes, sobrevolaremos una de las áreas esquilmadas. ¡Disfruten de las vistas!
El joven colono estudió con disimulo a la piloto. Cómo envidiaba su capacidad para tomarse la vida con esa encantadora despreocupación. Manejaba el cuadro de mandos de la lanzadera con soltura, como si llevase haciéndolo desde que nació. Cuando adelantaba el cuerpo sobre los controles, la cremallera a medio bajar del uniforme dejaba entrever el escote de la camiseta y...
Bob se forzó a apartar la vista de ella y fijarse en el panorama que mostraban las holopantallas que sustituían a las ventanillas. Se recriminó sus desvaríos. Era un representante de las colonias, no un adolescente saturado de hormonas. Debía comportarse con circunspección, como se esperaba de él.
No le costó demasiado. Resultaba difícil pensar en amoríos cuando uno se enfrentaba a una devastación como aquélla. Algo había arrancado de cuajo masas de roca de kilómetros de profundidad, para luego romperlas y disgregarlas como si fueran migas de pan. Una ciudad, después de sufrir un ataque nuclear, ofrecería mejor aspecto.
—¿Para qué...? —se le escapó, sin darse cuenta. Varias cabezas se giraron hacia él.
—Tal vez el símil no sea el adecuado, pero podría compararse a los restos de un banquete, lo que queda de una presa después de que los carroñeros la hayan despojado de las últimas briznas de carne —dijo Asdrúbal, volviendo a contemplar el desolado paraje que sobrevolaban—. El planeta ha sido limpiado de toda traza de materia orgánica, así como de agua, aire y filones minerales. Sí, algo lo devoró. A él y a otros 388.
—Aquí no vamos a sacar nada en claro. Seguramente averiguaremos algo útil cuando nos dirijamos al interior galáctico —comentó Eiji. El biólogo estaba de humor un tanto huraño. Un mundo sin vida no iba a propiciar su lucimiento personal.
La conversación languideció y se apagó. Nadie tenía ganas de charla. Al cabo de unos minutos llegaron al
campo minado.
El nombre resultaba adecuado. Una planicie de cientos de kilómetros cuadrados aparecía tachonada de innumerables boquetes. Desde luego, a sus creadores les apasionaba agujerear los sitios. Tomaron tierra junto a algunos de los más aparatosos, que superaban el centenar de metros de diámetro. Los expedicionarios bajaron de la lanzadera y se asomaron con precaución al más cercano. Debía de medir casi quinientos metros de profundidad. La lisura de la pared cilíndrica se veía interrumpida por innumerables surcos y orificios.
—¿Qué plantarían aquí? —preguntó Eiji, con aire zumbón. Sonó incongruente, y él mismo se dio cuenta.
—Los robots se centraron primero en la colmena —explicó Manfredo—. Ahora estamos empezando a estudiar esta zona. Nos encontramos con lo mismo: sólo roca perforada. Cualquier otro material brilla por su ausencia. En cuanto a su utilidad... —Se encogió de hombros dentro de la escafandra—. En los últimos días he oído las más variopintas teorías: almacenes de comida, criptas, aljibes... Tal vez, la hipótesis más coherente sea la que ha propuesto nuestro comandante. He pedido a las sondas que recojan muestras. En unos minutos sabremos si se confirma o no.
Todos miraron hacia Asdrúbal.
—Sí, ya conozco los peligros de aplicar esquemas humanos a lo alienígena, etcétera. —Se permitió una pausa, como si le costara elegir las palabras adecuadas—. He visto documentales antiguos, y hay una imagen que no puedo quitarme de la cabeza. Son silos de misiles. La forma, el aspecto, los huecos para los cables...
Aunque alguno lo pensara, nadie osó decir que le parecía una tontería. Wanda, por su parte, consideró la posibilidad. Paseó la mirada por aquella vasta llanura agujereada.
—Si tienes razón, comandante, entonces estas criaturas o bien eran belicosas, o bien se defendían de algo muy, pero que muy amenazante —comentó.
—Las sondas me están enviando los resultados preliminares de sus análisis —anunció el arqueólogo; en el visor de su casco se intuían destellos de colores—. En algunos de los presuntos silos existen trazas de combustible quemado incrustado en la roca. Recuerda en su composición a los propergoles que empleaban nuestros primitivos cohetes, allá por los inicios de la Era Espacial.
—¡Bingo! —exclamó Nerea desde la lanzadera. Los había estado escuchando a través de la radio—. Permítaseme una objeción: estamos suponiendo que aquí se dispararon misiles. ¿Y si se tratara de un astropuerto civil? Mejor dicho, lo que queda de él.
—No soy propenso a las corazonadas, pero me reafirmo en mi idea —insistió Asdrúbal—. Tal vez sea por deformación profesional, lo admito.
—A lo mejor huyeron para escapar del Día del Juicio Final —soltó Bob—. ¿Y si fueron ellos quienes se cargaron el planeta? La Humanidad estuvo a punto de lograrlo en la Antigüedad.
—Meras especulaciones... —repuso Asdrúbal—. Por muchas vueltas que demos en este lugar, poco más sacaremos de él. Tendremos que buscar pistas en tierras más verdes.
Todos permanecieron callados mientras caminaban lentamente por el campo minado, sintiéndose insignificantes y vulnerables. A media altura en el firmamento, el gigante gaseoso en torno al cual giraba aquel mundo espectral brillaba como una esfera de ágata. El sol escogió ese preciso momento para salir. Sus rayos, sin atmósfera que los atemperase, arrancaron sombras nítidas y alargadas en aquella imagen de la desolación. Algunas estrellas seguían brillando, ajenas a la existencia de los seres que medraban bajo su luz.
—¿Que paremos en VR—409? Con el debido respeto, Wanda, ¿te figuras que mi nave es uno de esos autobuses rurales que se detienen cada vez que a un pasajero le entran ganas de bajar a mear en la cuneta?
—He recibido un mensaje cuántico cifrado, Asdrúbal; no me preguntes cómo. En VR—409 están empezando a tener problemas con la fauna. Poco cuesta echar una ojeada y permitir que nuestro amigo el biólogo se luzca.
Asdrúbal lo meditó unos instantes y claudicó con un suspiro. La expedición pretendía recopilar datos y VR—409 se hallaba en su camino hacia el interior de la galaxia. Además, sería interpretado como un gesto de buena voluntad por los colonos.
—Tú ganas, pero los cartógrafos se van a acordar de tus deudos hasta la décima generación. Un cambio de rumbo mientras se atraviesa el hiperespacio a bordo de una antigualla como la
Kalevala
es... digamos que laborioso.
—Ya os compensaremos al regreso con un banquete de los que hacen época, comandante.
Por supuesto, sus habitantes no se referían a él como VR—409, sino Erewhon. Salvo Manfredo Virányi, nadie conocía el origen del nombre. Orbitaba en torno a una enana roja que pertenecía a un sistema triple. Como resultado, su movimiento de traslación se parecía más a un arabesco que a una elipse, y el clima era endiabladamente difícil de predecir. La única zona habitable para los humanos se hallaba en los archipiélagos del océano ecuatorial, aunque la vida alienígena se había adaptado de maravilla al interior de los continentes, donde los contrastes estacionales eran extremos.
Cada colonia poseía su propia personalidad. En Erewhon la gente vivía de cara al mar. Eran buenos navegantes, y mimaban sus cultivos de algas y piscifactorías. Pero había algo que no podía faltar: la casa comunal, el símbolo de un milenario modo de vida. Aquí había sido construida en lo alto de un acantilado con unas soberbias vistas. Unos peñascos cercanos la resguardaban de los vientos dominantes. Cuando rugía el temporal, como ahora, ofrecía un cálido abrigo para protegerse de la ira de los elementos. Estaba construida con grandes bloques de basalto, pero la roca oscura no le confería un carácter sombrío. Se abrían numerosos ventanales donde se estrellaba la lluvia, y los colonos se reunían en torno a las chimeneas en animados corrillos. Y, por supuesto, el bar siempre estaba presente.
La más alta autoridad de Erewhon era un hombretón cuyo aspecto recordaba a una morsa afable. Se llamaba Kurt y, a juzgar por la familiaridad del trato, era un viejo amigo de Wanda. Siguiendo la tradición, antes de entrar en materia invitó a comer a los forasteros. Estos a duras penas lograron sobrevivir a una fantasía de mariscos, unas barrocas ensaladas de algas y un caldero de arroz, todo ello pecaminosamente excesivo. Ahora trataban de digerir el ágape gracias a un licor de filiación incierta. Sólo entonces, Kurt accedió a ponerles al corriente de sus problemas.
—Todo empezó cuando el Consejo votó la ampliación de los invernaderos. Sí, señores, hay vida más allá del pescado; también practicamos la agricultura intensiva. Para acometer la obra era necesario desbrozar varias hectáreas de matorral nativo. Por supuesto, nos cercioramos de que ninguna especie en peligro de extinción se viera implicada. Pues bien, una vez limpio el terreno, justo cuando lo enarenábamos, las chicharras se nos echaron encima.
—¿Chicharras?
—Eiji se incorporó.
—Unos bichos inofensivos —explicó Kurt—. Abundan en el continente; en las islas sólo quedan poblaciones relictas. Son herbívoros solitarios y, ante todo, tímidos. Y cuál fue nuestra sorpresa cuando... Pero será mejor que lo veáis por vosotros mismos. Acompañadme. Así, además, bajaréis la comida.
Marga miró a través de los ventanales. En el exterior parecía haberse desatado un tifón.
—¿Con este tiempo? —preguntó, con voz queda.
Kurt la observó como si se tratara de una alienígena.
—¿Qué tiene de malo? ¡Deberíais venir en pleno invierno! Entonces sí que apetece quedarse sentado al calor del hogar...
—Pues menos mal que estamos en verano —masculló Marga, tratando de mantener el equilibrio—. ¿Aquí nunca amaina el viento?
—Os quejáis de vicio —dijo Kurt, muy ufano y ataviado con una parka ligera. Wanda y Bob tampoco parecían incómodos. Los demás, en cambio, iban tan abrigados como les era posible.
—¿Cómo demonios no salen volando los invernaderos? —Las palabras de Eiji sonaron distorsionadas por la máscara facial protectora.
—Andándolos bien —repuso Kurt.
El biólogo dejó de prestarle atención. Allí había una fascinante vida autóctona. La vegetación se adaptaba a los fortísimos vendavales adquiriendo formas almohadilladas. Había muy pocos animales voladores, ya que el aire los habría arrastrado indefectiblemente hacia el mar. Casi todos seguían un patrón insectoide, con exoesqueleto y patas articuladas, ideales para aferrarse a cualquier sustrato. Tomó al azar un bichejo de una brizna de hierba; le costó despegarlo. El animalillo se hizo el muerto, a ver si así se aburría y lo dejaba en paz. Acabó siendo observado a través del visor de la máscara, cuyas lentes macro funcionaban como un estereomicroscopio.
—Posee el mismo esquema corporal que la fauna predominante en tu mundo, Wanda —comentó distraídamente el biólogo, mientras estudiaba a la inmóvil criatura—. Sin embargo, en Eos las proporciones son más gráciles. ¿Sembraron en ambos planetas las mismas especies, que luego evolucionaron para adaptarse a ambientes muy diferentes? En tal caso, y con tan poco tiempo, el cambio tuvo que ser rapidísimo. ¿O quizá las
preadaptaron
antes de liberarlas?
Sacó de un bolsillo un artilugio con aspecto de termo cilíndrico, abrió la tapa y metió en él al animal. La criatura murió tan calladamente como había vivido. Unas cuchillas giratorias la redujeron a pulpa en unos segundos. Poco después, el artilugio emitió un pitido.
—Por fortuna, pude conseguir un analizador portátil de biomoléculas bastante rápido —prosiguió—. Como suponíamos, su código genético es idéntico al de los animales de Eos, Wanda. De acuerdo, veamos esas famosas chicharras.
El analizador, una vez catalogadas las principales moléculas, volcó los datos en una memoria cuántica, incineró los restos biológicos, eliminó discretamente los residuos y quedó listo para recibir la siguiente muestra. La comitiva reemprendió la marcha, luchando para que el ventarrón no los tumbara.
—Os pondré en antecedentes —dijo Kurt—. Las chicharras abundan en el continente. Son unos animales solitarios que se dedican a comer hierba, esquivar a los depredadores y engendrar más chicharras. En las islas encontramos pocos ejemplares; sin duda, vienen arrastrados por el viento o flotando en balsas naturales. No parecen hallarse muy a gusto por aquí, ya que sus poblaciones son escasas y dispersas. Sin embargo, al poco de preparar el terreno para los invernaderos... Mirad junto a esas rocas.
Durante unos instantes nadie habló. Primero fue por la escasa visibilidad que permitía la ventisca; luego, por la sorpresa.
—Me recuerda a... —Eiji sonó titubeante, como si temiera quedar en ridículo, pero Bob dijo en voz alta lo que todos pensaban:
—... a la colmena de piedra de VR—218.
En efecto, parecía una versión a pequeña escala de la misteriosa construcción. Por los agujeros veíase pulular un sinfín de pequeños insectoides. Los había de diversos tamaños, aunque ninguno sobrepasaba los quince centímetros.
—Aparecieron así, de sopetón —les contó Kurt—, en masa. Empezaron a remover el enarenado, socavaron y derribaron los pilares de un invernadero antiguo, provocaron diversos estropicios menores y finalmente construyeron eso. —Señaló a la roca—. Me lo expliquen...