Pero Druso permanecía impertérrito sin amilanarse.
—¡Lo haré! —gritó—. ¡Lo haré!
—¡Por encima de mi cadáver! —aulló Cepio desde el estrado.
—¡Si es necesario —replicó Druso caminando hacia él— se hará por encima de tu cadáver, cretino de remate! ¿Cuándo has hablado o tratado con itálicos para saber la clase de gente que son? —tronó Druso temblando de indignación.
—¡En tu casa, Druso, en tu casa! ¡Hablando de insurrección! ¡Una buena camada de sucios itálicos! ¡Silo y Mutilo, Egnatio y Vidacilio, Lamponio y Duronio!
—¡En mi casa jamás, y menos hablando de insurrección!
Cepio se había puesto en pie con el rostro congestionado.
—¡Eres un traidor, Druso! ¡Un baldón en tu familia, una úlcera en el rostro de Roma! ¡Te llevaré ante los tribunales por esto!
—¡No, costra repugnante, seré yo quien te lleve! ¿Qué fue de todo el oro de Tolosa, Cepio? ¡Díselo a la Cámara! ¡Cuenta a la Cámara lo prósperas que son tus innumerables empresas, tan incompatibles para un senador! —gritó Druso.
—¿Vais a consentir que siga hablando? —bramó Cepio, volviéndose a mirar a ambos lados de la Cámara, implorante con los brazos abiertos—. ¡Es un traidor! ¡Una víbora!
Durante todo este diálogo, Sexto César y Escauro, príncipe del Senado, no habían cesado de llamar al orden; Sexto César se dio por vencido e hizo un gesto a los lictores, se arregló la toga y abandonó la sesión detrás de su escolta, sin mirar a derecha ni izquierda. Algunos pretores le siguieron, pero Quinto Pompeyo Rufo saltó del estrado en dirección a Catulo César, en el mismo instante en que Cneo Pompeyo Estrabón también se dirigía hasta él desde el otro extremo de la Cámara. Los dos le miraban con ojos asesinos y los puños cerrados. Pero antes de que ninguno de ellos se acercase al desdeñoso y altivo Catulo César, Cayo Mario se interpuso, meneando con fiereza su vieja cabezota y agarrando a Pompeyo Estrabón de las muñecas para hacerle bajar los brazos, al tiempo que Craso Orator contenía al enfurecido Pompeyo Rufo. Los dos Pompeyos fueron sacados sin contemplaciones de la Cámara con el concurso de Druso y Antonio Orator, mientras Catulo César permanecía de pie junto a su silla, sonriendo.
—No les ha sentado muy bien —dijo Druso, recobrando aliento.
El grupo se había retirado al recinto de los
Comitia
, buscando un retiro para sobreponerse, pero al instante se vieron rodeados por una serie de partidarios indignados.
—¿Cómo se ha atrevido Catulo César a decir eso de los Pompeyos? —gritó Pompeyo Estrabón, escudándose en su primo lejano Pompeyo Rufo—. ¡Si su pelo es del color de la arena…!
—¡
Quin taces
, todos vosotros! —terció Mario, buscando en vano a Sila con la mirada; hasta aquel día Sila había sido uno de los partidarios más entusiastas de Druso y no se había perdido uno solo de sus discursos. ¿Dónde estaría? ¿Se habría vuelto atrás a la vista de lo sucedido? ¿Estaría rindiendo pleitesía a Catulo César? El sentido común le impedía pensarlo, pero ni siquiera él había esperado tal alboroto en la Cámara. ¿Y Escauro, príncipe del Senado?
—¿Cómo ha osado ese licencioso e ingrato Filipo insinuar que yo manipulé el censo? —exclamó Antonio Orator, con el rubicundo rostro aún más colorado—. ¡Será gusano… Mira cómo se calló en cuanto le dije que me lo dijera afuera!
—¡Marco Antonio, al acusarte a ti me acusaba a mi! —terció Lucio Valerio Flaco, que había salido de su habitual sopor—. ¡Juro que ésta me la paga!
—No les ha sentado muy bien —dijo Druso, incapaz de desviarse del tema.
—Evidentemente; ¿no esperarías lo contrario, Marco Livio? —dijo la voz de Escauro, a espaldas del grupo.
—¿Estás aún de mi parte, príncipe del Senado? —inquirió Druso después que Escauro se abriera paso al centro del grupo.
—¡Sí, si! —exclamó Escauro con un revoloteo de manos—. Estoy de acuerdo en que ya es hora de que hagamos algo tan lógico, aunque sólo sea por evitar una guerra. Lamentablemente, la mayoría de la gente se obstina en no creer que los itálicos vayan a ir a la guerra contra Roma.
—Pues ya se enterarán de lo equivocados que están —añadió Druso.
—Ellos lo quieren —dijo Mario, mirando de nuevo en derredor—. ¿Dónde está Lucio Cornelio Sila? —inquirió.
—Se ha ido solo —contestó Escauro.
—¿No se ha ido con nadie de la oposición?
—No, fue solo —dijo Escauro con un suspiro—. Me da la impresión de que ha perdido bastantes ánimos desde la muerte de su pobre hijo.
—Es cierto —añadió Mario, algo más tranquilo—. De todos modos, creo que el alboroto no le ha estimulado.
—Eso sólo puede hacerlo el tiempo —dijo Escauro, que había perdido un hijo en circunstancias mucho más dolorosas que Sila.
—¿Adónde vas ahora, Marco Livio? —inquirió Mario.
—A la Asamblea plebeya —contestó Druso—. Voy a convocar un
contio
para dentro de tres días.
—Encontrarás aún mayor oposición —dijo Craso Orator.
—Me da igual —replicó Druso porfiado—. ¡He jurado que haré que se apruebe esta ley, y no pienso renunciar!
—Entretanto, Marco Livio —dijo Escauro en tono conciliador—, nosotros seguiremos con la sesión del Senado.
—Al menos tú podrás influir mejor en esos a quienes Catulo César ha insultado —dijo Druso con sonrisa desmayada.
—Desgraciadamente, muchos de ellos se opondrán totalmente a la concesión de la ciudadanía —dijo Pompeyo Rufo, sonriendo—. Tendrán que volver a hablar con sus tías y primos itálicos, después de fingir que no tenían ninguno.
—¡Pareces recuperado del insulto! —espetó Pompeyo Estrabón, que seguía indignado.
—No, no me he recuperado —contestó Pompeyo Rufo sin dejar de sonreír—. Lo he disimulado ante los que lo provocaron, pero no hay necesidad de enfadarse con los demás.
Druso celebró su
contio
el cuarto día de septiembre. La Asamblea de la plebe se congregó en seguida, esperando una reunión emocionante, aunque sin temor a violencia alguna al estar presidida por Druso. No obstante, apenas Druso había iniciado las primeras frases de apertura de la sesión, cuando apareció Lucio Marcio Filipo, escoltado por sus lictores y seguido de un numeroso grupo de caballeros jóvenes e hijos de senadores.
—¡Esta asamblea es ilegal y os insto a que la suspendáis! —gritó Filipo abriéndose paso entre la multitud, detrás de los lictores—. ¡Vamos, dispersaos, os ordeno que os disperséis!
—No tienes autoridad en una Asamblea de la plebe legalmente convocada —replicó Druso tranquilo y sin alterarse—. Ocúpate de tus asuntos, segundo cónsul.
—Soy plebeyo y tengo derecho a estar aquí —alegó Filipo.
—En ese caso, Lucio Marcio —replicó Druso, sonriendo amable—, te ruego que te comportes como un plebeyo, no como un cónsul. Quédate y escucha como el resto de los plebeyos.
—¡La reunión es ilegal! —repitió Filipo.
—Los presagios han sido propicios y me he ceñido perfectamente a la ley para convocarla; nos haces perder el tiempo miserablemente —dijo Druso, secundado con fuertes vítores de los presentes, que tal vez habían acudido dispuestos a oponerse a la propuesta de Druso, pero que no toleraban la intromisión de Filipo.
Ésa fue la señal para que los jóvenes que rodeaban a Filipo comenzasen a empujar al público, ordenándole marcharse a casa, al tiempo que sacaban porras de debajo de las togas.
Al ver las porras, Druso reaccionó.
—¡Se suspende el
contio
! —gritó desde los
rostra
—. ¡No consentiré que nadie siembre el caos en lo que debe ser una asamblea ordenada!
Pero aquello no complació al resto de la audiencia y unos cuantos comenzaron a repeler los empujones y atropellos; una porra lanzada al aire alcanzó al propio Druso, que en aquel instante saltaba de la tribuna para impedir que se esgrimiesen las porras y todos se fueran pacíficamente a casa.
En aquel momento, un cliente de Cayo Mario, amargamente decepcionado, perdió los estribos y antes de que nadie se lo impidiera —incluidos los lictores del segundo cónsul— se acercó a Filipo, le largó un puñetazo en la nariz y desapareció sin que pudieran detenerle, dejando al pobre Filipo sangrando con la inmaculada toga hecha una pena.
—Te lo tienes bien merecido —dijo Druso, sonriente otra vez, mientras se alejaba.
—Bien hecho, Marco Livio —dijo Escauro, príncipe del Senado, que lo había contemplado todo desde la escalinata de la Cámara—. ¿Y ahora qué?
—Volveré al Senado.
Para su sorpresa, cuando Druso volvió al Senado, el séptimo día de septiembre, fue mejor recibido. Se notaba la influencia que habían ejercido sus aliados consulares.
—Lo que el Senado y el pueblo de Roma deben comprender —dijo Druso con voz fuerte, segura e impresionante— es que si continuamos negando la ciudadanía a las gentes de Italia, habrá guerra. ¡Y no lo digo a la ligera! Y antes de que alguno de vosotros comience a ridiculizar a los pueblos de Italia como si fuese un enemigo baladí, os recordaré que hace cuatrocientos años que participan con nosotros en guerras, y que en ciertos casos la han hecho contra nosotros. Saben cómo combatimos y ellos combaten igual. En el pasado, Roma ha tenido que hacer ingentes esfuerzos para vencer a uno o dos pueblos itálicos. ¿Alguno de vosotros ha olvidado Cannae, una derrota que nos infligió el pueblo samnio? Hasta Arausio, Cannae fue la peor derrota sufrida por Roma. Así pues, si ahora los diversos pueblos de Italia deciden coligarse contra Roma, yo os planteo el siguiente interrogante: ¿Puede Roma vencerlos?
Una ola de intranquilidad recorrió las filas blancas de ambos lados de la Cámara, como un viento que azotase un bosque de árboles de plumas.
—Ya sé que la mayoría de los que estáis sentados aquí creéis que la guerra es de todo punto imposible. Por dos motivos. Primero, porque no creéis que los aliados itálicos encuentren jamás razones para coligarse contra un solo enemigo. Segundo, porque pensáis que ningún pueblo de Italia salvo Roma esté preparado para la guerra. Incluso entre los que me apoyan sinceramente hay quienes son incapaces de creer que los aliados itálicos estén preparados para la guerra; hasta el punto que no resulta una exageración decir que ninguno de los que me apoyan lo cree. ¿Dónde están las armas y las corazas?, se dicen. ¿Dónde los pertrechos y las tropas? ¡Pues yo os digo que están ahí! Listos y a la espera. Italia está preparada. Si no les concedemos la ciudadanía, los itálicos nos arruinarán con la guerra.
Hizo una pausa y alzó los brazos.
—No me cabe duda, padres conscriptos del Senado, de que os percatáis de que una guerra entre Italia y Roma sería una guerra civil. Un conflicto entre hermanos. Un conflicto en la tierra que llamamos nuestra y que ellos llaman suya. ¿Cómo podremos justificar ante nuestros nietos semejante ruina de lo que habrían de heredar recurriendo a argumentos tan endebles como los que oigo cada vez que se reúne esta Cámara? En la guerra civil no hay vencedores. Ni botín. Ni esclavos que vender. ¡Pensad en lo que os pido que hagáis con mayor detenimiento y objetividad que nunca! No es un asunto emocional, ni un asunto de prejuicio. Ni para tomárselo a la ligera. Lo que realmente trato de hacer es ahorrarle a mi querida Roma los horrores de la guerra civil.
Esta vez la Cámara escuchaba atenta y Druso comenzó a alimentar esperanzas. Ni siquiera Filipo, que estaba sentado, indignado y balbucía algo de vez en cuando, osó interrumpir. Tampoco lo hizo —y quizá fuese más significativo— el vociferante y perverso Cepio. A menos que se tratase de una nueva estrategia acordada en días anteriores. Incluso podía ser que Cepio no deseara verse con una nariz hinchada como Filipo.
Cuando Druso hubo concluido, tomaron la palabra para apoyarle Escauro, príncipe del Senado, Craso Orator, Antonio Orator y Escévola. Y la Cámara escuchó.
Pero cuando Cayo Mario se puso en pie para tomar la palabra, la paz se quebró: precisamente en el momento en que Druso se había convencido de haber ganado. Luego se vio obligado a colegir que Filipo y Cepio lo tenían planeado así.
—¡Basta! —clamó Filipo, poniéndose en pie de un salto en el estrado curul—. ¡Os digo que basta! ¿Quién eres tú, Marco Livio Druso, para corromper las mentes y los principios de hombres tan grandes como nuestro príncipe del Senado? Que el itálico Mario esté de tu parte es comprensible, pero ¿el portavoz de la Cámara? ¡Pobres de mis oídos que han tenido que escuchar lo que han dicho algunos de nuestros más honorables consulares!
—¡Pobre de tu nariz, Filipo! —exclamó burlón Antonio Orator—. ¿Huele realmente el olor que tú despides?
—
¡Tace
, italófilo! —gritó Filipo—. ¡Cierra tu vil boca y tápate esa cara de italófilo!
Como esta última referencia a una parte de la anatomía no salía a relucir en la Cámara, Antonio Orator se puso en pie de un salto al oir el insulto, pero Mario y Craso Orator, que le flanqueaban, le sujetaron para que no se lanzara contra Filipo.
—¡Me oiréis! —gritó Filipo—. ¡Daos cuenta de lo que os han metido en la mollera, borregos consulares! ¿Guerra? ¿Cómo va a haber una guerra? ¡Los itálicos no tienen armas ni hombres! ¡Dificilmente podrían ir a la guerra con un rebaño de borregos… aunque fuesen borregos como vosotros!
Sexto César y Escauro, príncipe del Senado, habían estado llamando al orden desde la primera interrupción de Filipo, y ahora Sexto César hacía señas a sus lictores, que, por precaución, había dejado dentro. Pero antes de que pudiesen avanzar hasta él, que se hallaba en el centro de la Cámara, ya se había arrancado la toga púrpura y se la había arrojado a Escauro.
—¡Quédatela, Escauro, traidor! ¡Quédatela! ¡Yo voy a Roma a buscar otro gobierno!
—¡Y yo voy a los
Comitia
a reunir al pueblo patricio y plebeyo! —gritó Cepio, bajando del estrado.
La sesión degeneró en el caos; los senadores sin derecho a la palabra iban de un lado a otro, Escauro y Sexto César no cesaban de llamar al orden, y la mayoría de los de la primera y segunda grada se dirigían en tropel hacia las puertas tras Filipo y Cepio.
El extremo inferior del Foro lo llenaba una multitud que aguardaba el final de la sesión del Senado. Cepio se dirigió directamente a los
rostra
, dando gritos para que todo el pueblo se congregase por tribus. Sin preocuparse por formalismos —ni por el hecho de que el Senado no había cerrado oficialmente el debate, lo cual significaba que no podía convocarse la asamblea— se lanzó a una diatriba contra Druso, que ya se había situado junto a él en la tribuna.