Al-Salim escuchó, como los demás, las palabras del anciano ibn Nasr y no pudo sustraerse a la repugnancia que él también sentía por la muerte de un joven que vivía ajeno a las intrigas y alejado del poder. Como los reunidos, estaba de acuerdo en abortar el intento de los eunucos, pretensiones por demás heréticas, fuera de la razón y nefastas para los intereses de Córdoba. Apoyaría cualquier iniciativa para conseguirlo. Pero tal como se habían presentado los hechos y por encima del escrúpulo del vetusto juez del mercado, consideraba la muerte de Al-Mugira necesaria, por mucho que se apelase a la clemencia, a la justicia y a la religión.
—Para oponernos a las exigencias de los eunucos, mañana hemos de entrar con un ejército en el salón del trono y negarnos rotundamente a jurar por califa a Al-Mugira.
¡Habremos iniciado la guerra que tanto nos esforzamos por evitar! En caso contrario, si acudimos desarmados y sin fuerza para respaldar nuestra postura, ante las espadas de los negros sudaneses y las de los eunucos de la guardia, juraremos a Al-Mugira y, si nos lo presentan, al mismo diablo. Esta es la situación. Si esta noche no resolvemos con acierto esta confabulación, mañana será tarde. Ante los hechos consumados, el pueblo cordobés aceptará en silencio la jura de Al-Mugira. Le habremos dado ejemplo con nuestra cobardía, desidia y acatamiento.
Un rumor expectante se elevó entre el humo aromático de los braseros.
—¡Aquí no veo ningún mártir! —gritó el Cadí—. Con los aceros de los guardias en nuestros desnudos cuellos no seremos capaces de negarnos a los propósitos de Yawdar y Faiq. Los cordobeses creerán que la decisión la tomó el Califa en el último momento de su vida y otorgará validez a la jura. Nuestra actitud les convencerá y creerán que actúan con justicia. ¡Eso ocurrirá mañana si no ponemos remedio ahora! —a excepción del Hachib que conservaba una inmovilidad estática, los reunidos se removieron nerviosos en los cojines—. Tampoco soy partidario del asesinato, del derramamiento inútil de sangre, injusto y antojadizo, sin embargo considero un precio exiguo una sola muerte antes que arrojarnos en manos de esos seres deformados movidos por ambiciones personales. Estos infectos y facinerosos eunucos nos arrastrarán a un gobierno despótico donde la corrupción reinará como autentica regla. Un gobierno dirigido por desalmados se convertirá en una subasta de puestos, en un mercadeo de cargos. Los verdaderos árabes, la antigua aristocracia, serán marginados y cuantos bastardos y oportunistas llenen las arcas de Faiq y sus confabulados serán quienes medren y exprimirán al pueblo sin piedad. El Califa, como un monigote absurdo, aplaudirá a sus protectores si en algo estima su vida. Así veremos el gobierno de los tiranos. Desaparecerá la honestidad y la convivencia pacífica de las calles de Córdoba y cuando la opresión se haga insufrible, los honrados y pacíficos cordobeses se levantarán contra ellos y contra quienes les apoyaron. Entonces esta hermosa ciudad se convertirá en un verdadero infierno.
Habremos perdido la conciencia política, el derecho y las leyes será mejor escribirlas en vez de en pergaminos en papel de Játiva o en otro de mayor suavidad si lo hubiera, en previsión del destino que tendrán de aquí en adelante. El buen gobierno y el arte de la política se manifiesta en la creación de normas y leyes para ordenar la convivencia de los hombres y conducirles hacia la felicidad. Nuestra posición, como administradores, nos obliga a facilitar la convivencia en beneficio de la comunidad.
Hemos de ejercer la autoridad y exigir el cumplimiento de las obligaciones a cada cual, estimular el trabajo, la industria y el comercio como contribución al bienestar.
Nuestra sociedad se rige por el Sagrado Corán, el libro que nos entregó el Enviado de Dios. ¡Que Dios lo bendiga y salve! No es momento de indecisiones cuando el peligro de desintegración se vislumbra en el horizonte. Actuemos con la energía que tenemos a nuestro alcance y terminemos de una vez por todas con esta herética conjura. El fuego se combate con fuego y estamos en medio de un devastador incendio. He dicho que no soy partidario de la muerte de Al-Mugira y si hubiera otra forma de solucionar el problema o entre vosotros hay alguno que nos aporte un medio de solución, lo acepto. Sin embargo, a mi pesar, tengo que ponerme del lado del Hachib. Yawdar y Faiq merecen el mayor de los castigos, como así mismo los que con ellos participan de la conspiración. La fidelidad al Califa siempre nos proporcionó la seguridad y el buen convivir entre nosotros, por tanto, el intento de destruir nuestro modo de vida es un atentado contra la ley de Dios y como tal nos compite el aplicar las medidas que sean necesarias para cumplir los compromisos que hemos adquirido en beneficio de la comunidad islámica, a la cual pertenecemos con la ayuda de Dios. ¡A Dios hay que pedir auxilio y ayuda!
El Cadí terminó la admonición puesto en pie como si se dirigiera a los fieles dentro de la mezquita. Se sentó adoptando un gesto inequívoco de piedad y razón, satisfecho y expectante al efecto que esperaba de sus palabras.
—Al-Salim, nuestro propósito y nuestro entendimiento es como tú lo has expresado. Tenemos pleno convencimiento en la continuidad de la política y en hacer los sacrificios que se nos exijan en bien de la comunidad. Como verdaderos creyentes no discutimos tu punto de vista. Ninguno nos oponemos a tus razonamientos esforzados y precisos. Sabemos, como pueblo elegido por Dios, dónde encontrar el futuro: ¡En la ortodoxia, nuestro verdadero camino! Como hombres hemos aceptado voluntariamente esta forma de vida. A veces llena de esplendor, éxitos personales y comodidad y al mismo tiempo de duros trabajos e ímprobos sacrificios. Tras nuestras decisiones están afectadas multitud de almas y nuestra inexcusable obligación es labrar su felicidad. Durante las largas noches en vela, sin que nos importune el sueño, recapacitamos sobre nuestras actuaciones, si han sido o no acertadas. Ahí en nuestra intimidad encontramos la alegría o desasosiego. Al-Salim, también somos hombres de carne y hueso y no podemos olvidarnos de nuestras pasiones, temores y ambiciones. Somos seres normales y comunes cargados de imperfecciones como quiso el Altísimo, el Creador. Somos celosos de nosotros mismos, de nuestros allegados más próximos con quienes compartimos la existencia y por nuestras responsabilidades estamos obligados a ocuparnos de los demás como si se tratase de nuestros amados parientes —se expresó Abi Amir con solemnidad pendiente de las reacciones que pudiese percibir en los rostros de los reunidos—. En descargo de cualquier signo de indecisión, aquí no la veo aunque a alguien se lo parezca, diré que nuestro anhelo es unificar los criterios de actuación, conjuntar nuestras voluntades y deshacernos de las diferencias personales para acometer con eficacia la solución de este desagradable problema en el que nos encontramos. Como cualquiera de los presentes, tampoco soy partidario de la eliminación de Al-Mugira. Por infinitas razones que me abstengo de exponer. Ahora bien, con el pensamiento puesto en el califato, le consideraré un mártir si nos viéramos en el caso inevitable de derramar su sangre en beneficio del Estado y por la fidelidad debida a su hermano, el califa Al-Hakam II. ¡Que Dios le haya perdonado! De acuerdo con tu sabia exposición considero menos perjudicial la pérdida de una sola vida que una apretada cosecha de víctimas. ¡Que Dios se apiade de mi alma! En cuanto a conservar nuestros cargos, es un deber moral que hemos aceptado para el fortalecimiento del destino de nuestro pueblo y para ello es menester deshacer las malvadas intenciones de Yawdar y Faiq y cuantos les acompañan —dijo Abi Amir con voz firme. A pesar de su esfuerzo por comportarse como uno más, sus ademanes y su tono dejaron al descubierto sus actitudes de hombre resuelto, un jefe natural.
El cadí Al-Salim no había apartado los ojos del rostro de Abi Amir mientras hablaba y al terminar no pudo por menos que dedicarle una sonrisa cómplice. «Este es el hombre», se dijo y a su memoria llegaron los recuerdos como la lluvia otoñal.
Una mañana, en el camino que hacía desde su casa a la mezquita, al pasar por la puerta de la Justicia del Alcázar, le encontró por primera vez. Sentado ante una humilde mesa, con un montón de pliegos de papel a un lado, una afilada y pequeña daga, varios cálamos, un tintero y un Corán. «Otro estudiante empeñado en ganarse la vida», pensó y continuó sin concederle mayor importancia. Muchos se dedicaban al mismo oficio de redactar cartas, peticiones o memorandos, a los que querían comunicarse con familiares en otras provincias o en lejanos lugares de Oriente, a rendidos enamorados, a quienes les urgía demandar justicia y no sabían exponerla, a ricos comerciantes o a vanidosos que buscaban genealogías impecables donde se demostrase su descendencia árabe. Al poco tiempo le llamó la atención el número de personas a su alrededor. Empezaba a acaparar la clientela de los otros escribientes.
“¿Qué extrañas artes tendrá este muchacho?”, se preguntó y se dispuso a indagar sobre él. Preguntó a unos y a otros. Nadie le dio una contestación satisfactoria. Un estudiante llegado de Torrox en busca de oportunidades a la corte. Fue lo que pudo averiguar en esos primeros intentos. Cierto día, vio una aglomeración ante su mesa y asombrado y curioso, se hizo el firme propósito de enterarse de la vida del joven. Se dirigió a la
madrasa
de la mezquita aljama y allí se encontró con Ali Al-Khalib, renombrado jurista. “¿Conoces a ese muchacho que se ha instalado en la Puerta de la Justicia?”, le preguntó. “¡Quien no conoce a Abi Amir! Es uno de mis mejores alumnos. Un joven inteligente, brillante y capaz. Dado a la ensoñación y apasionado.
Quizá con un carácter un poco altivo. Pertenece a una de las antiguas familias yemeníes de la tribu de Moafir. Su antepasado Abd Al-Melik fue uno de los generales al mando de una división que desembarcó con Tarik y se distinguió en la toma de Carteya, la primera ciudad que conquistaron nuestros ejércitos al poner los pies en la península del Al-Andalus. Por esta hazaña se le concedió el castillo de Torrox a orillas del río Guadairo, en la provincia de Algeciras. Desde allí ha venido ese muchacho por quien te interesas. Su padre fue Abd Allah ibn Amir, un teólogo y jurisconsulto. Hombre piadoso y de recto carácter. Gobernó su tierra con justicia y murió en el camino de regreso de la peregrinación a los Santos Lugares. Su madre aún vive. Es la hija de ibn Bartal, quien fue magistrado. ¡Que Dios le haya perdonado!”. Al día siguiente, Al-Salim se acercó a la mesa de Abi Amir y, antes de que pudiera articular el saludo, el joven, que le había visto llegar, dejó el cálamo y con la familiaridad de un antiguo conocido le dijo: «Cadí, acertarías incluyéndome entre tus ayudantes. Tú estarías contento con mi trabajo y yo ampliaría mis conocimientos contigo». La inesperada petición le cogió desprevenido y, sin tiempo para meditar, como si Allah le hubiera puesto las palabras en la boca, contestó:
“Sígueme, empiezas en este momento”. Con cierto mal humor y resentido consigo mismo a causa de su irreflexiva aceptación, vigiló al joven Abi Amir en su trabajo y cuando se dio cuenta de que en inteligencia y valía sobresalía sobre sus colaboradores, decidió invitarle a su casa al finalizar las tareas. En la primera cena Abi Amir dio cuenta de cuanto le servían como un lobo hambriento. “¿Es costumbre entre los jóvenes devorar los alimentos sin el placer de paladearlos?”, le preguntó el Cadí maravillado. Abi Amir respondió con desenvoltura y un tanto avergonzado:
“Entiendo que la costumbre es comer con regularidad”. “Entonces ¿tú cuándo comes y dónde?”, le sonrió el Cadí condescendiente. “Cuando tengo dinero en los puestos del zoco. No quiero ser una carga para mi familia. Ellos hacen bastante con alojarme en su casa. No son ricos. Los ingresos de mi tío alcanzan para poco”, respondió circunspecto Abi Amir. Esta sinceridad sin afectación agradó al Cadí. Se levantó de la mesa y de un cofrecillo sacó unos dinares. No los contó. Se los entregó a Abi Amir:
«A cuenta de tu primer salario». Abi Amir se los guardó sin comprobar la cantidad.
Al día siguiente, llegó a la sala de audiencias vestido como un príncipe. Terminada la jornada, Al-Salim invitó de nuevo al joven ayudante. “Observo con placer el estilo que tienes de escoger tus vestidos”, sonrió el Cadí a su invitado. “Me he esmerado para estar a la altura de tu noble morada. Quiero agradarte y evitar que puedas sentirte incómodo con la visión de mis paupérrimas ropas”. La contestación desconcertó al Cadí que no prestaba atención a la ostentación. Sin embargo, Al-Salim no pudo olvidar jamás el colofón de aquella velada. Abi Amir recitó el poema de Hatim Al-Ta y con exquisito ingenio y gracia le comparó con el legendario héroe de la generosidad y la hospitalidad. “Oh, Al-Salim, Hatim desde niño para comer tenía que compartir su mesa con otros niños. Tú lo has hecho conmigo del mismo modo.
¡Que Dios te conceda el Paraíso con la misma generosidad y hospitalidad que has derrochado con mi humilde persona!”. Al recordar aquella frase creyó sentir un flujo de sangre a sus mejillas y miró en derredor. Nadie se fijaba en él, todos los ojos estaban puestos en Abi Amir. «Quise hallar un magnífico secretario y me encontré un genuino cortesano. Un hombre predestinado a grandes empresas».
—El Cadí no te ha perdido la afición —susurró Hudayr malicioso y socarrón al oído de su amigo.
—¡Qué dices insensato! Se deshizo de mí en cuanto se le presentó la oportunidad —dijo Abi Amir con una expresión indefinida.
—Pues te hizo un inmenso favor. Ascendiste en la corte con la velocidad de un caballo árabe de pura sangre —replicó Hudayr.
—Me recomendó al Hachib para ocupar el puesto que el Califa había creado de administrador de los bienes de su primogénito ¡Que Dios le haya acogido! Si Subh se hubiera decidido por otro de los candidatos, me hubiera visto de nuevo en la Puerta de la Justicia redactando cartas por encargo —se lamentó Abi Amir sin convicción y recordó los primeros tiempos en palacio, cómo se ganó la confianza de la Princesa Madre, la muerte del pequeño Abd Al-Rahman a la edad de seis años, el disgusto del Califa, el nacimiento de Hisham y cómo le renovaron en el cargo y se lo ampliaron a la administración de los bienes personales de Subh.
—Al-Salim estuvo al tanto para que eso no ocurriera. Habló con anterioridad con la Princesa Madre y te preparó el camino. El Cadí te ha apreciado siempre —respondió Hudayr que conocía los motivos por los cuales el Cadí le recomendó para el cargo.