—Si el señor Ufford quiere ayudar a los trabajadores, ¿por qué iban a estar furiosos con él?
—Esa es la cosa, ¿verdad? Antes los estibadores conseguíamos trabajo cuando podíamos, pero entonces ese pez gordo del tabaco (Dennis Dogmill se llama) lo fastidió todo. Dijo que teníamos que reunirnos y presentarnos todos juntos para que pudiera contratar a un grupo y no tener que andar eligiendo a los hombres uno por uno. Así que se formaron grupos y los grupos se convirtieron en bandas, y entre ellas se odian más que a Dogmill, que me parece que es lo que quería desde el principio. ¿Lo conocéis a Dogmill?
—Me temo que no.
—Ah, no os preocupéis, no hay que tener miedo si no se lo conoce. El problema es cuando lo conoces. Es el hijo del hombre del tabaco más importante en la isla, pero él no es como su padre. Se ponga como se ponga, no vende como vendía antes su familia, y eso le pone muy furioso. Una vez le vi pegar a un estibador casi hasta matarlo porque decía que no trabajaba bastante. Todos nos quedamos allí, mirando, sin atrevernos a hacer nada, aunque éramos muchos, pero eso no importaba. Si das un paso, pierdes tu insignia. Si tienes familia, adiós comida. Y había algo más. Me dio la sensación (es difícil decirlo, pero es así) de que veinte de nosotros no hubiéramos sido bastantes para reducirlo. Es un tipo corpulento y fuerte, pero no es por eso. No, lo que pasa es que está rabioso, no sé si me comprendéis. Y esa rabia que tiene es muy mala.
—¿Y él está detrás de las bandas? —pregunté.
—No directamente, pero sabía muy bien lo que hacía cuando nos dividió. Ahora hay un montón de bandas, y nunca nos reunimos. Bueno, las más numerosas son las de Walter Yate y Billy Greenbill; le llaman Greenbill Billy porque sus labios parecen un pico verde.
—¿No es por el nombre?
Littleton se quitó el sombrero y se rascó su cabeza casi calva.
—Claro, también. Pero el caso es que Greenbill Billy es un tipo desagradable; dicen que prefiere ver muertos a los que quieren dirigir a los trabajadores, y incluso a los trabajadores, que rendir cuentas a otro… que no sea Dogmill, claro. Me parece que no le gustaría que Ufford meta la jeta en el asunto, porque en su opinión no es asunto suyo, y no tiene ninguna razón para meter las narices en las cosas de los estibadores. El cura quiere que las bandas formen una gran asociación de trabajadores para que se enfrenten a Dogmill, y si eso pasa, Greenbill Billy dejará de ser el estibador más poderoso de los muelles y será solo uno más en el montón de mierda.
—¿Las otras bandas están dispuestas a dejar a un lado sus diferencias y formar una asociación? —pregunté.
Él meneó la cabeza.
—Al revés. Compiten entre ellas, porque ahora Dogmill controla casi todos los muelles y no deja que ninguna trabaje si no lo hace por menos que las otras. Por eso los salarios no dejan de bajar y nosotros cada vez nos peleamos más por las migajas.
—¿Y creéis que Greenbill Billy está detrás de las notas?
—Puede que sí o puede que no. Yo estoy en la banda de Yate, y sé que él no lo haría. Es un buen hombre. Es joven, pero es listo como un cerdo que consigue escapar de la feria de Bartholomew, y parece que quiere hacer las cosas bien. Tiene la mujer más guapa que he visto. No me importaría tener una mujer como esa, la verdad. Y la he visto que me miraba un par de veces. Ya lo sé que soy más viejo que Yate, pero tengo mis encantos. De cintura para abajo parezco un hombre joven, y no me extrañaría que una moza tan bonita se la diera con queso a su hombre, no sé si me entendéis.
Yo, que tenía la sensación de que nos habíamos desviado del tema, traté de llevar la conversación de vuelta a su cauce.
—Entonces quizá debería hablar con Greenbill.
Littleton chasqueó los dedos.
—Es lo que yo pensaba. Va a una taberna que se llama El Ganso y la Rueda, en Old Gravel Lane, cerca del depósito de madera. No estoy diciendo que sea él el que manda las notas, pero si no ha sido él, seguramente sabe quién lo ha hecho.
—¿No le habéis dicho nada de esto al señor Ufford?
Me guiñó un ojo.
—No mucho, no.
—¿Por qué?
—Porque —dijo en un susurro— Ufford es más tonto que el culo de un caballo. Y porque cuanto menos sepa, cuanto más miedo tenga y cuanto más vaya dando por saco de un lado a otro, más cerveza, pan y monedas habrá para mí. Seré sincero, porque no quiero que os enteréis por otro lado y penséis mal de mí. Le dije que no os metiera en esto. Dije que es porque la Iglesia no necesita que los judíos se metan en sus cosas, pero la verdad es que no quiero que se quede tranquilo demasiado pronto. Es malo para mi tripa. El invierno está a la vuelta de la esquina y no hay trabajo para los estibadores de los muelles. Me mantengo (lo justo para no morirme de hambre y de sed) limpiando de ratas los barcos que atracan. Es una desgracia que un estibador con insignia como yo tenga que verse de esa forma. Y, bueno, Ufford vino, me preguntó si podía ayudarle y me ofreció dinero y comida, y me dio esta ropa. Exprimirle las ubres es mucho mejor que cazar ratas, y no me gustaría que el pozo se seque demasiado pronto, ya me entendéis, aunque parece que él piensa que ya ha hecho por mí todo lo que debía y que yo tendría que bailar para él como una marioneta de Mayfair.
—Os entiendo. —Eché mano de mi bolsa y saqué un chelín, que le entregué.
—Bueno —dijo él, con una sonrisa de mono que dejaba a la vista unos poderosos dientes amarillos—, no se podría pedir más. Creo que habéis encontrado a un amigo, amigo mío. Si queréis, puedo llevaros a El Ganso y la Rueda yo mismo y deciros quién es Greenbill. No es mi amigo, y no me gustaría que me viera por allí, pero puedo deciros quién es. Siempre que me invitéis a algo cuando lleguemos, claro.
Empezaba a pensar que aquel asunto podía estar resuelto en uno o dos días, y era exactamente lo que necesitaba para volver a entrar en la dinámica del trabajo.
—Os estaría muy agradecido —le dije a Littleton—. Y si resulta que ese Greenbill es nuestro poeta o me lleva hasta él, no dudéis que habrá otro chelín para vos.
—Eso era lo que yo quería oír —dijo. Y acto seguido se metió la jarra de peltre vacía en una pequeña bolsa que había al lado de su silla—. Antes era mía. O una que se parecía.
Yo me encogí de hombros.
—Os aseguro que no me preocupa ninguna jarra que podáis llevaros de la cocina del señor Ufford.
—Muy amable —dijo él. Estiró el brazo y cogió mi jarra, la apuró y se la metió en la bolsa junto con la otra—. Pero que muy amable.
Cuando el juez Rowley pronunció la sentencia, supe que no se me permitiría regresar a la relativa comodidad de mi celda en la zona para los ricos, un privilegio que había costado sus buenos dineros pero que me había permitido estar alejado de la peligrosa chusma de la prisión. Pero, por mucho dinero que tenga, un hombre condenado a la horca debe permanecer en la parte destinada a esos infortunados, a cuyas filas pasé a incorporarme. Si bien sabía que no podría disfrutar de un alojamiento precisamente confortable, no tenía motivos para imaginar la seriedad de las intenciones del juez con respecto a mí. Cuando llegamos a la celda, en la oscuridad del infernal sótano de Newgate, uno de los guardas me ordenó que estirara los brazos para esposarme.
—¿Por qué razón? —exigí.
—Por la razón de evitar que te escapes. El juez lo ha ordenado, así que hay que hacerlo.
—¿Cuánto tiempo voy a permanecer esposado?
—Me parece que hasta que te ahorquen.
—Eso es dentro de seis semanas. ¿No es una crueldad tener a un hombre esposado seis semanas sin motivo?
—Eso tendrías que haberlo pensado antes de matar a ese tipo —me dijo.
—Yo no he matado a nadie.
—Pues entonces tendrías que haberlo pensado antes de dejar que te arrestaran por algo que no has hecho. Venga, las manos. No hace falta que estés consciente para que te espose como Dios manda. Y tengo intención de golpearte si no haces lo que digo, así podré decir a mis chicos que me he peleado con Ben Weaver.
—Si su intención es empezar un intercambio de golpes —me ofrecí—, acepto gustoso la oferta. Pero tengo la impresión de que no está pensando en un intercambio justo. —Con los regalos que me había hecho mi bella desconocida bien sujetos en el puño, tendí los dos brazos y dejé que aquel matón me esposara. A continuación me obligaron a sentarme en una silla de madera en el centro de la celda y me ataron las piernas de forma parecida, aunque las esposas estaban sujetas por una cadena a una argolla que salía del suelo. Solo disponía de unos metros para desplazarme.
Cuando los guardas me dejaron solo, tuve ocasión de examinar la celda. No era excesivamente pequeña; tendría metro y medio de ancho por tres de largo. Solo había la silla donde estaba sentado; un colchón basto, al que apenas llegaba tirando de la cadena; un orinal bastante grande para mis necesidades (por el tamaño deduje que no lo vendrían a vaciar con frecuencia); una mesa y una pequeña chimenea, que estaba apagada a pesar del frío. En lo alto de una de las paredes había una ventana pequeña y muy estrecha que daba unos centímetros por encima del nivel de la calle. Dejaba entrar algunos escasos rayos de luz, pero difícilmente podía considerarse una vía de escape, pues ni siquiera un gato hubiera podido escurrirse por aquellas estrechas ranuras. Había dos ventanas más grandes que daban al corredor, pero seguían sin ser lo bastante anchas para que un hombre pasara por ahí.
Respiré hondo para suspirar, pero me arrepentí al instante, pues el aire era malsano y hedía a causa de la proximidad de los cuerpos de otros condenados, y de otros que ya hacía tiempo que se habían ido. Olía a orinales que tenían que vaciarse y limpiarse. Y a vómitos, a sangre, a sudor.
Los sonidos tampoco eran consuelo. Oía muy cerca las patas de las ratas sobre el suelo de piedra, y el trasiego de los piojos, que se instalaron sobre mi persona sin darme tiempo a que me acostumbrara a mi nuevo entorno. A lo lejos, una mujer sollozaba y, algo más cerca tal vez, se oía una risa histérica. En resumen, que mi cuchitril era un lugar oscuro y desolador. No hacía más de uno o dos minutos que los guardas me habían dejado solo, y ya estaba yo tramando mi fuga.
No soy ningún genio de las fugas, pero en mis años mozos me colé en un buen número de casas, cuando mi carrera de púgil se vio truncada por una lesión en una pierna. Por tanto, sabía un par de cosillas sobre el uso de una ganzúa. Abrí el puño y observé el artilugio que la bella desconocida me había puesto en la mano, como si su peso pudiera decirme algo sobre su utilidad. No fue así, pero estaba decidido a que los esfuerzos de la dama no fueran en vano. Cierto, no tenía ni idea de quién podía ser o por qué había querido ayudarme, pero ya pensaría en eso cuando estuviera libre.
Así pues, me puse a la tarea de hurgar en la cerradura de mis esposas. Con las muñecas tan juntas no tenía la destreza de un ladrón de casas, pero tampoco temía que me sorprendieran, así que, con cuidado y esmero, logré introducir la ganzúa en la cerradura y tantear el mecanismo. Me tomó cierto tiempo encontrar el muelle, y algo más activarlo, pero conseguí soltar el cierre en menos de un cuarto de hora. Qué glorioso era el sonido sordo de metal contra metal, ¡la música de las cadenas sueltas! Mis manos estaban libres; tras frotármelas disfrutando unos momentos de mi nueva libertad, empecé a trabajar en los pies.
Aquello fue un poco más difícil, por el ángulo, porque en solo quince minutos la poca luz que entraba en la celda empezó a apagarse y porque mis dedos habían empezado a resentirse por la precisión que requería aquella labor. Pero no tardé en quedar totalmente libre de mis cadenas.
Sin embargo, no tenía muchos motivos para alegrarme. Ahora podía moverme libremente por la celda, pero no podía ir a ninguna parte, y si descubrían que me había soltado, sin duda acabaría en una posición mucho peor que al principio. Tenía que actuar deprisa. Miré a mi alrededor en aquella oscuridad creciente. La llegada de la noche sería una ventaja, por supuesto, pues ocultaría mis acciones, pero acentuó la sensación de melancolía.
¿Por qué había tenido que pasarme aquello? ¿Cómo era posible que me hubieran condenado a la horca por un crimen que no había cometido? Me senté y oculté el rostro entre las manos; estaba al borde de las lágrimas, pero enseguida me reprendí por ceder a la desesperación. Me había librado de las cadenas, tenía herramientas y tenía fuerza. Aquella prisión, me dije con falsa determinación, no me retendría mucho tiempo.
—¿Quién hace tanto ruido? —Oí que decía una voz espesa y distorsionada a través de los muros.
—Soy nuevo —dije.
—Ya lo sé que eres nuevo. Te oí llegar, ¿no? Te pregunto quién eres, no si estás fresco. ¿Acaso eres un pez? Cuando tu mamá te ponía un pastel humeante delante le preguntabas si era de alcaravea o de ciruela, no cuándo lo había hecho, ¿verdad?
—Me llamo Weaver —dije.
—¿Y por qué te han traído?
—Por un asesinato en el que no he tenido nada que ver.
—Ah, bueno, eso pasa siempre. Solo los inocentes acaban aquí. Nunca han condenado a alguien que haya hecho lo que decían que había hecho. Excepto a mí. Yo lo hice, y lo reconozco abiertamente porque soy un hombre honrado.
—¿Y a ti por qué te han condenado?
—Por negarme a vivir según las leyes de un extranjero usurpador, por eso. Ese falso rey que hay en el trono me quitó el pan de la boca, eso hizo, y cuando traté de recuperarlo, van y me meten en la cárcel y me condenan a la horca.
—¿Y cómo te quitó el rey el pan de la boca? —pregunté, aunque lo cierto es que me interesaba bien poco.
—Yo estaba en el ejército, al servicio de la reina Ana, pero cuando el alemán usurpó el trono, consideró que nuestra compañía era demasiado tory para su gusto y la disolvió. No conozco más oficio que el de soldado, y no podía imaginar otra forma de ganarme la vida. Así que cuando dejé de ser soldado, tuve que buscar otra cosa.
—¿Que fue…?
—Salir a los caminos y robar a los que apoyan al de Hanover.
—¿Y te asegurabas de robar solo a los que apoyan al rey Jorge?
El hombre rió.
—Quizá no fui tan cuidadoso como debiera, pero reconozco el carruaje de un whig cuando lo veo. Y no es que no tratara de ganarme la vida de una forma más honrada. Pero no hay trabajo; la gente muere de hambre en las calles. No tenía intención de dejar que me pasara a mí también. El caso es que me pillaron con un reloj robado en el bolsillo y ahora van a ahorcarme.