Noté que los alguaciles me llevaban, sujetándome con fuerza cada brazo; por un momento, pensé en tratar de escapar. ¿Por qué no? Podía vencerles sin dificultad. ¿Por qué había de respetar la justicia ahora que me había tratado tan injustamente?
Pero allí estaba ella, justo delante, con su pelo de color panocha. Su bello rostro estaba enrojecido y descarnado. Las lágrimas brotaban de sus ojos.
—¡Oh, Benjamin —exclamó—, no me dejes! Sin ti voy a morir.
Aquello me pareció muy improbable, ya que la mujer había vivido hasta entonces sin mí y se la veía totalmente sana. Sin embargo, no podía negarse que sus emociones eran auténticas. Se arrojó sobre mí, me rodeó el cuello y cubrió mi rostro de besos.
Ser objeto de las atenciones de tan bella mujer me hubiera complacido en otras circunstancias —es decir, unas circunstancias que no incluyeran una condena a muerte—, pero en aquellos momentos lo único que fui capaz de hacer fue mirarla perplejo. Los alguaciles la apartaron de mí y ella empezó a gimotear y a hablar de injusticia. Entonces, se volvió de una forma tan magistral que hubiera provocado la envidia de un titiritero o un contorsionista de la feria de Bartholomew. Sus pechos cremosos, ligeramente expuestos gracias al generoso escote del corpiño, rozaron las manos de uno de mis captores.
El alguacil, distraído y complacido, y quizá también algo desconcertado, se detuvo y se sonrojó. La mujer también pareció detenerse. Se inclinó hacia delante lo justo para que su piel rozara la mano del hombre. Él se miró la mano y la carne que estaba tocando. Su compañero alguacil también miraba, celoso porque el destino había querido que aquella otra mano menos digna hallara favor en el pecho de la señora. En aquel momento de confusión, con la destreza de un carterista, ella deslizó una cosa en mi mano. Dos cosas, diría, porque enseguida noté que eran dos objetos fríos y metálicos y oí con claridad el sonido que hacían el uno contra el otro…
No tuve necesidad de mirar para saber qué eran. Las había tocado, de hecho incluso las había utilizado con muy malas intenciones en mis años mozos, cuando ejercía mi oficio al margen de la ley; eran una ganzúa y una lima.
Los acontecimientos de los días anteriores se habían sucedido con tanta rapidez y de forma tan extraña que no entendía nada. Pero había dos cosas muy claras. Que alguien quería que fuera juzgado y condenado a la horca, para cuyo fin había abusado cruelmente de la ley.
Y, tan segura como la anterior, que alguien quería verme libre.
¿Cómo había acabado en una situación tan delicada? No acertaba a imaginarlo, pero sabía que de alguna forma mis dificultades tenían relación con un servicio que me había comprometido a hacerle al señor Christopher Ufford, un cura de la Iglesia anglicana que servía en la iglesia de San Juan Bautista de Wapping.
Cuando Miriam se casó con el caballero cristiano caí en un estado de melancolía que me llevó a descuidar bastante mi oficio. Durante algunos meses apenas trabajé, pues prefería pasar el tiempo bebiendo y divirtiéndome, o dedicado a la contemplación, y a veces a ambas cosas. Así que, cuando recibí una nota de este clérigo, el mismo día en que me llegaron tres notas urgentes de mis acreedores, decidí que lo mejor era hacer lo que llevaba prometiéndome hacía meses, sacudirme aquel estupor y seguir con mi trabajo. Por tanto, me quité el sueño de la cara con un poco de agua, me recogí el pelo, que llevaba en el estilo de una peluca con cola, y fui en un carruaje de alquiler hasta York Street, donde me había citado el señor Ufford.
Aquella mañana me puse en marcha sin imaginar que más de treinta y cinco años después describiría mis actos sobre papel. De haberlo sabido, quizá me habría fijado más en los personajes desaliñados que me rodearon en cuanto bajé del carruaje, en Westminster. Había allí cuatro individuos, destinados, sin saberlo ellos, a desempeñar el literario papel de comparsas. Tomaron posiciones a mi alrededor y rieron con gesto burlón. Pensé que debían de ser algunos de los incontables ladrones que acechaban en las calles desde la caída de la South Sea, que se había llevado con ella la riqueza del país. Pero eran otra clase de criminales.
—¿Qué será el señor, whig o tory? —preguntó con gesto burlón uno de ellos, el más fuerte y seguramente también el más borracho.
Yo sabía que las seis semanas de elecciones estaban casi encima, y con frecuencia los candidatos tanteaban el terreno: patrocinaban altercados en las tabernas pagando la bebida de hombres de baja estofa como aquellos, que sin duda no tenían derecho a voto. El motivo de la generosidad de los políticos era muy simple: esperaban que sus groseros convidados actuaran como lo estaban haciendo aquellos individuos, zafios abogados de su causa.
Puesto que era muy temprano en la mañana, solo cabía suponer que aún no se habían acostado. Miré sus rostros sin afeitar y las ropas andrajosas, y traté de calibrar el daño que podían hacerme.
—¿Y tú quién eres? —pregunté yo a mi vez.
El cabecilla lanzó una risotada.
—¿Y por qué iba a decirlo?
Yo me saqué del bolsillo una de las dos pistolas que llevo siempre conmigo y le apunté a la cara.
—Porque tú has iniciado la conversación, y quisiera saber hasta qué punto te interesa.
—Os pido disculpas, señoría —dijo él, sobrestimando en mucho mi posición. Se quitó el sombrero y, colocándoselo contra el pecho, hizo una reverencia.
No estaba dispuesto a aceptar tanto servilismo.
—¿De qué partido sois? —volví a preguntar.
—Somos whigs, si no os importa, señor —dijo otro de ellos—. ¿Qué vamos a ser? Nosotros somos hombres trabajadores, no grandes lores, como su señoría, para ser tories. Estábamos en una taberna por cortesía del señor Hertcomb, el whig de Westminster. Así que ahora somos whigs, y estamos a su servicio. No queríamos haceros daño.
A mí aquello poco me importaba y tampoco sabía nada de whigs y tories, aunque entendía lo suficiente para saber que los whigs, el partido de los nuevos ricos y la Baja Iglesia,
[2]
eran quienes más interés podían tener en atraer a individuos como aquellos.
—Fuera —dije agitando mi pistola. Los hombres se alejaron corriendo en una dirección, y yo me fui en la otra. Al momento, el incidente estaba olvidado y mi mente volvió a la reunión con el señor Ufford.
He conocido a pocos curas en mi vida, pero a raíz de mis lecturas me los imaginaba como hombrecillos dignos con casas pulcras pero modestas. Me sorprendió mucho el lujo de la casa del señor Ufford. Los hombres que buscan el camino de la Iglesia suelen tener muy pocas opciones: o lo hacen porque sus familias no tienen dinero o porque son segundones y quedan excluidos de la herencia por las estrictas leyes y los usos y costumbres de la tierra. Pero allí tenía a un cura que disponía para su uso personal de una hermosa casa en una calle elegante. No sabría decir cuántas habitaciones tenía, ni cómo eran, pero enseguida descubrí que la cocina era de la mejor calidad. Cuando llamé a la puerta principal, un sirviente rubicundo me dijo que no podía entrar por allí.
—Por la puerta de atrás —me dijo.
Me ofendí no poco por aquello, y pensé en corresponder a sus indicaciones de la forma más desagradable posible, pero si bien no era común, este hecho no carecía de precedentes. Tal vez el exceso de vino que había tomado la noche anterior me hacía estar especialmente irritable. Sea como fuere, dejé a un lado mi enojo y fui hacia la entrada lateral, donde una mujer recia con unos brazos tan gruesos como mis pantorrillas me indicó que me sentara a una gran mesa situada en un rincón. Sentado a dicha mesa había un individuo de la peor especie; no era viejo, pero lo parecía. No llevaba peluca; se cubría la calva con un sombrero de paja de ala ancha por el que sobresalían unos mechones de pelo entrecano. Sus ropas estaban hechas con tejidos muy simples y sin teñir, aunque se veía que eran nuevas, y su único adorno era una insignia de peltre que llevaba sujeta al pecho. No sabría explicar la razón pero, aunque no conocía a aquel hombre, tuve enseguida la impresión de que el señor Ufford le había comprado aquellas ropas recientemente… puede que incluso para aquella reunión.
Al poco, otro hombre, vestido con levita negra y lazada blanca —el estilo de los curas—, entró en la cocina, algo vacilante, como si asomara la nariz a una habitación en una casa donde es un invitado. Cuando sus ojos se encontraron con los míos, sonrió afectadamente.
—Benjamin —exclamó cordialmente, aunque nunca nos habíamos visto—. Pasad, pasad. Me alegra que hayáis podido venir como os pedí, y con tan poco tiempo. —Era un hombre alto, con tendencia a la gordura, incluso gordo, y su rostro hundido parecía una media luna. Llevaba una peluca con cola, nueva y cuidadosamente empolvada.
Reconozco que me molestó un poco que me llamara por mi nombre. No conocía a aquel hombre de nada, y no esperaba que se tomara esas libertades conmigo. Sospechaba que, de haberlo llamado yo a él Christopher, o incluso Kit, no se lo habría tomado a bien.
Me indicó que tomara asiento.
—Vamos, sentaos. Sentaos. ¡Oh, qué modales los míos! Benjamin, este individuo es John Littleton. Pertenece a mi parroquia, y se ha beneficiado de la generosidad de la Iglesia. Pero lo importante es que conoce la parroquia y a los hombres que la componen. Me ha sido muy útil en estos últimos días, y he pensado que podría seros útil también.
Yo me volví para ofrecerle mi mano en señal de amistad a aquel «individuo», como había dicho el cura.
El hombre la aceptó con entusiasmo, aliviado tal vez al ver que yo era algo más abierto que nuestro anfitrión.
—¿Cómo estáis? —dijo alegremente—. Benjamin Weaver, que me aspen si no os he visto pelear. Y más de una vez. Os he visto darle a base de bien a ese irlandés, Fergus Doyle, y cuando dejasteis frío a aquel francés, aunque no me acuerdo del nombre. Pero la mejor pelea que he visto fue la vez que peleasteis con Elizabeth Stokes. Esa sí que sabía pegar. Ya no hacen mujeres como esa, no señor.
Me senté junto al señor Littleton.
—La triste realidad es que el arte del pugilismo pasa por malos momentos entre las damas. Ahora es un deporte de mujeres y las obligan a sujetar monedas en el puño mientras pelean para que no se arranquen los ojos. La primera que abre el puño lo bastante para que se le caigan las monedas pierde —comenté.
—Mala cosa. Esa Elizabeth Stokes sabía dar puñetazos. —Se volvió hacia el señor Ufford—. Una tipa increíble, era… agresiva como una rata sin patas y rápida como un italiano untado de aceite. Pensaba que iba a dejarle hecho caldo, aquí al señor Weaver.
—Me pegó a base de bien —dije yo alegremente—. Es lo que no me gustaba cuando tenía que luchar con una dama. Si perdía, era una humillación, y si ganaba, no había gloria porque lo que había hecho era pegar a una mujer. Hubiera debido rechazar el combate, pero esas peleas solían dejar una generosa recaudación. Los que las organizaban no podían imaginar nada más lucrativo, y nosotros los luchadores tampoco.
—A mí lo que me gustaría es que obligaran a las mujeres a ir desnudas de cintura para arriba, como los hombres. Eso sí que estaría bien, con los melones saltando arriba y abajo. Perdonad, señor Ufford.
La piel rosada de Ufford se sonrojó.
—Bueno —dijo, frotándose las manos como si estuviera preparándose para trasladar un montón de leña—, ¿qué les parecería un refrigerio antes de que entremos en materia? ¿Qué decís, señor Weaver? ¿Puedo ofreceros una cerveza negra? Es la que prefieren los hombres que trabajan.
—Últimamente no me he dedicado tanto a mi profesión como debiera —le dije—, pero me gustaría tomarme una cerveza de todos modos. —El caso es que la cabeza me dolía bastante por el vino que había bebido la noche anterior y, aparte de un tazón de leche con sasafrás, una cerveza era lo más indicado.
—Pensaba que no lo iba a decir nunca —me dijo Littleton por lo bajo, como si me contara un secreto—. Casi me muero de sed mientras le esperábamos.
Ufford hizo sonar la campanilla, y la sirvienta de los brazos macizos entró. No tendría más de dieciséis años, estaba algo encorvada, y de su rostro solo puedo decir que la naturaleza no se había mostrado muy generosa con ella. Pero parecía una moza alegre, y nos sonrió amablemente a todos. Escuchó las instrucciones del señor Ufford y enseguida volvió con unas jarras de peltre llenas de una cerveza casi sin espuma.
—Bien —dijo el señor Ufford, sentándose con nosotros a la mesa. Nos mostró una bonita cajita de rapé de barba de ballena—. ¿Deseáis un poco?
Littleton negó con la cabeza.
—Prefiero mi pipa. —Y dicho esto sacó el mencionado artilugio y lo llenó con el tabaco que llevaba en una pequeña bolsa de cuero.
—Me temo que debo pediros que os abstengáis en mi presencia —dijo Ufford—. No soporto el olor del tabaco. Es dañino y podría provocar un incendio.
—¿Ah, sí? —preguntó Littleton—. Entonces lo guardo.
Quizá para demostrar su superioridad, Ufford tomó su rapé de forma muy exagerada. Cogió un pellizco entre el índice y el pulgar y procedió a aspirarlo con furia por cada fosa de la nariz. Luego se dio unos toquecitos en la nariz y estornudó tres o cuatro veces. Finalmente, dejó la cajita a un lado y nos sonrió, como si quisiera demostrar que no le quedaba ni una mota de rapé en la cara.
Personalmente, el ritual de tomar rapé siempre me había parecido extremadamente tedioso. Los hombres hacían un gran espectáculo para demostrar quién aspiraba con más fuerza, quién estornudaba más limpiamente y quién tenía la nariz mejor formada. Sin duda Ufford había hecho una bonita demostración, pero descubrió que no éramos el público más indicado para apreciar su arte.
Carraspeó con nerviosismo y luego cogió una copa de vino, con el pie de reluciente plata.
—Imagino que tendréis curiosidad por saber la tarea que deseo encomendaros, ¿me equivoco?
—Estoy impaciente por escucharos, ciertamente —dije tratando de demostrar seguridad. Pero llevaba meses eludiendo mis responsabilidades, y las ruedas de mis mecanismos de cazar ladrones necesitaban engrasarse.
Eché un vistazo al señor Littleton. El hombre solo tenía ojos para su jarra de cerveza, que se vaciaba por momentos, así que pude estudiarlo con libertad. Tenía la sensación de que lo conocía de algún encuentro anterior, pero no acababa de situarlo, y esto me inquietaba grandemente.
—Me temo que estoy en una situación delicada, señor —empezó a explicar Ufford—. Una situación muy delicada que no puedo resolver sin ayuda, y no una ayuda cualquiera, como enseguida comprenderéis. He dado muchos sermones en mi iglesia… Oh, lo olvidaba, al ser judío quizá no estéis familiarizado con los procedimientos de una iglesia. Veréis, durante nuestras ceremonias, es habitual que el cura dé una larga charla… bueno, no demasiado larga, espero… y en esta charla habla de cuestiones morales o religiosas que considera relevantes para su congregación.