Sin embargo, la necesidad del contacto táctil estimulatorio no termina a los pocos días del nacimiento. Los famosos experimentos de Harry Harlow prueban que por lo menos para los monos, el continuo contacto de la piel es extremadamente importante. Harlow separó a monitos recién nacidos de sus madres y los colocó en jaulas con dos madres sustitutas artificiales. Una de estas figuras hecha de alambre, periódicamente les proveía leche. La otra, confeccionada con felpa, no les proporcionaba alimento alguno, sin embargo, los monitos no preferían la figura que les proporcionaba comida, sino que se acercaban, con mucha más frecuencia, a recibir el contacto de la felpa, que al parecer les proporcionaba consuelo. Aparentemente, para ellos, era tan importante el contacto corporal como el alimento.
El contacto corporal es también muy importante para los seres humanos recién nacidos. Si se los separa de sus madres inmediatamente después de nacer y se los interna en alguna institución, padecerán lo que se conoce como síndrome de la "privación materna". El desarrollo mental, emocional y aun físico de estos pobres niños, está amenazado. Los niños de orfelinato son demasiado tranquilos y duermen en exceso. Desde que tienen cinco meses, hasta los ocho, tendrán una tendencia a consolarse solos mediante un balanceo monótono similar al que realiza un adulto sumido a una gran pena. El bebé huérfano hasta reacciona en forma distinta al ser tomado en brazos. Dos científicos que efectuaron estudios de este problema escribieron: "No se adaptan bien a los brazos de los adultos, no parecen querer acurrucarse y hasta se nota una falta de flexibilidad. . . Parecen muñecos rellenos de aserrín; se mueven y flexionan correctamente las articulaciones pero se los siente algo rígidos, como si fueran de madera". Al igual que los cachorros de animales, los niños parecen necesitar que se les estimule el sistema nervioso de alguna manera para poder desarrollarse normalmente.
A pesar de que en nuestros días son pocos los niños norteamericanos que padecen de ausencia materna, Montagu piensa que aun los bebés normales en nuestra cultura no reciben el estímulo táctil suficiente. Ciertamente, si comparamos la forma en que son tratados los niños en otras culturas, descubriremos que los norteamericanos figuran entre los que reciben menor proporción de contacto. Los bebés balineses, por ejemplo, pasan sus días dentro de una faja que sus madres, sus padres o alguna otra persona lleva colgando a la espalda. Por la noche, duermen en brazos de los adultos. Las madres esquimales de Netsilik mantienen a sus bebés desnudos con excepción de un pañal, sobre su espalda, metidos dentro de su parka que tiene un cinturón especial que la convierte en una bolsa muy adecuada. En los Estados Unidos, por el contrario el bebé es llevado en un cochecito, atado ocasionalmente al asiento de un auto, o librado a su propio albedrío en una cuna movible o un "corralito". Cuando duerme, lo hace solo. Esta temprana separación del bebé y la mamá en nuestra cultura, probablemente contribuye al sentimiento de estar aislado en el adulto, que se siente aun dentro de la familia.
Montagu no es muy afecto al modo de criar los niños en el mundo occidental. Más aun, cree que la privación del contacto táctil de los bebés norteamericanos produce un adulto torpe en el arte de hacer el amor y una mujer que, con frecuencia, está más interesada en el acto en sí por el contacto corporal que entraña, que por la gratificación sexual que pueda obtener de él. Algunas mujeres que se convierten en ninfómanas, lo hacen en un aparente deseo ferviente de ser acariciadas y estrechadas entre los brazos; realmente un desesperado deseo infantil.
La evidencia de la pobreza táctil surgió en uno de los pocos estudios naturalistas realizados con respecto al contacto. Vidal Starr Clay observó el comportamiento táctil de madres con sus hijos en lugares públicos. Descubrió, como era de esperar, que los niños son tocados cada vez menos a medida que crecen. No obstante, los que mayor contacto físico tenían con sus madres no eran los llamados "niños de brazos", sino los más grandecitos; los de menos de dos años que ya sabían caminar. En nuestra cultura, hay una cantidad de cosas que se interponen entre la madre y el niño: biberones, pañales, cunas, cochecitos, etc. El niño comienza a disfrutar de un período satisfactorio de contacto cuando comienza a caminar y luego éste disminuye progresivamente hasta decaer casi totalmente a la edad de cinco o seis años. Las observaciones de Clay mostraron también que la mayoría de los contactos entre la madre y el niño se producen a través de los gestos que aquélla realiza para atenderlo —limpiarle la nariz, arreglarle las ropas— más que expresiones de afecto. Asimismo comprobó que las niñitas eran tocadas con mayor frecuencia que los varones. Otros estudios revelaron que las niñas son sometidas a mayor número de demostraciones de cariño que los varones y que aquéllas mantienen durante más tiempo la alimentación maternal. Así como a los varones se les permite una mayor independencia física, a las niñas se les proporciona una mayor independencia emocional. La madre norteamericana parece tan empeñada en no sobreestimular a sus hijos varones ni sexual ni emocionalmente, que en realidad probablemente peque de lo contrario. Tal vez ésa sea la razón que lleva a las americanas adultas a sentirse más cómodas con respecto al contacto corporal que los hombres.
''Para el bebé, ser tenido en brazos representa amor. Pero a medida que crece la forma en que lo sostienen representa mucho más que eso. Le indica muchas cosas acerca de la persona que lo sostiene; se da cuenta cuándo el que lo maneja está nervioso y no está acostumbrado a tratar con bebés. Puede sentir la tensión que acompaña a la ira y captar el letargo de la depresión. A temprana edad, comienza a absorber los sentimientos de su madre hacia el sexo, que le son transmitidos de manera no-verbal. El psiquiatra Alexander Lowen explica que si una madre siente vergüenza de su cuerpo, podrá transmitir ese sentimiento al amamantar a su hijo, por la forma tensa y poco graciosa en que lo haga. Si los órganos genitales le resultan repulsivos, lo demostrará al cambiar los pañales de su niño. Debe ser difícil, casi imposible, tratar de esconder estas reacciones básicas ante la ávida atención del infante.
Los bebés aprenden rápidamente todas las experiencias sensoriales que se les ofrecen, a pesar de que tenemos una tendencia a despreciar esa habilidad, de la misma manera que ignoramos la capacidad de aprender del feto. El psicólogo Jerome Bruner considera que los infantes captan muchos más detalles del medio ambiente que los rodea que lo que los adultos suponen. También sostiene que los niños más pequeños inventan sus propias teorías para explicar lo que perciben. Un niño de sólo tres semanas aparecerá perturbado si, mediante un micrófono o ventrilocuismo, la voz de la madre pareciera provenir no del lugar donde se encuentra ésta sino de otro. Ya tiene formada una teoría que une la dirección del sonido con lo que percibe. Bruner sostiene que los bebés poseen una capacidad innata para construir teorías lógicas partiendo de trozos de evidencia. A pesar de que esta idea es relativamente nueva, los científicos han considerado desde hace muchos años otras posibles reacciones innatas. Por ejemplo, han señalado que desde una edad muy temprana los niños sienten una enorme atracción hacia el rostro humano, especialmente los ojos. Esta reacción hacia los ojos es una secuencia vital del comportamiento que se produce en las primeras etapas de la vida de todo ser humano normal.
En el momento de nacer, el niño sólo podrá distinguir formas entre la luz y la sombra; no obstante, aproximadamente a las cuatro semanas aprenderá a fijar la mirada y lo que sucede entonces es uno de los hechos más pequeños pero más trascendentes de su vida. Un día, mirará a su madre directamente a los ojos y sonreirá. Aun los niños ciegos tienen una reacción similar a la misma edad. Ante esto, las madres reaccionarán indefectiblemente con gran alborozo y alegría. Algunos científicos creen que estas pautas de comportamiento son innatas: el contacto ocular, la sonrisa del bebé y aun la alegría materna. El argumento que se esgrime es que esta reacción de alegría de la madre tiene un valor de supervivencia, ya que para los seres humanos la maternidad entraña un período prolongado, exigente, agotador y con frecuencia poco reconocido. Puede resultar crucial para la madre en ese momento, percibir que está recibiendo una respuesta positiva de su hijito; algo así como parte de pago por sus servicios inacabables.
En un intento de ubicar exactamente ante cuáles aspectos del rostro humano reaccionan los niños y a qué edad, los investigadores han realizado experimentos en los que les presentan láminas especialmente diseñadas. Han descubierto que bebés de sólo dos meses de edad sonreirán si se les muestra una tarjeta con dos puntos pequeños bien delineados y ubicados horizontalmente; en otras palabras, una representación gráfica de un par de ojos. También han probado que a esa edad es más probable que reaccionen ante una imagen de ese tipo que ante todo un rostro. El número de puntos no parece tener importancia; tampoco parece tenerla la forma de la tarjeta. Pero a medida que el bebé crece, el estímulo debe semejarse cada vez más a un rostro humano para despertar su interés. Deberá tener una boca, tendrá que moverse y, eventualmente, a la edad de siete meses, deberá también sonreír.
Mientras que la atracción básica de los ojos puede ser innata, es posible explicarla sin tal comportamiento. El bebé reaccionará favorablemente ante cualquier estímulo que le sea familiar y al mismo tiempo suficientemente complejo como para interesarlo. A1 nacer, su radio de visión está limitado a unos veinticinco centímetros desde la punta de su nariz y es ésa la distancia a la que se presenta el rostro de su madre mientras lo alimenta y en muchas otras ocasiones durante el día. Al principio puede ser que el rostro le resulte demasiado complejo para asimilarlo en su totalidad, pero los ojos, brillantes, movedizos, surgiendo de su propia imagen borrosa debido a lo inmaduro de su visión, atraerán poderosamente su atención. Ellos podrán, como dice el psicólogo inglés lan Vine, "proporcionar una base que incite a una mayor investigación y percepción total del rostro".
A medida que el bebé crece, comienza a distinguir no sólo los rostros familiares, sino a reconocer las expresiones y en poco tiempo estará capacitado para interpretar el lenguaje no-verbal de manera más hábil, tal vez, que en toda su existencia. Como escribiera Desmond Morris en su libro The Naked Ape: En las etapas pre-verbales, antes de que toda la maquinaria de la comunicación simbólica y cultural se nos haya impuesto, nos dejaremos guiar mucho más por pequeños movimientos, cambios de postura y tonos de voz, que lo que necesitaremos más tarde en nuestra vida... Si la madre realiza movimientos tensos y agitados, sin importar cuánto procure disimularlos, se los comunicará al niño. Si al mismo tiempo muestra una amplia sonrisa, no lo engañará sino que lo confundirá más aun.
El bebé se transforma en niño y continúa siendo extremadamente sensible a los mensajes faciales. Puesto que todavía no ha aprendido a mirar fijamente a otra persona a la cara y porque aún no se distrae por las palabras, como los adultos, es capaz de leer la excitación, el temor, la vergüenza o la alegría. La importancia que los niños otorgan al rostro está demostrada en los típicos dibujos que realizan en la edad pre-escolar. La figura humana está coronada por una enorme cara cuidadosamente detallada. Nueve de cada diez niños, al ser tocados simultáneamente en la mano y el rostro y luego interrogados acerca del lugar donde se los tocó, indicarán el rostro, mientras que entre adultos normales la proporción será del cincuenta por ciento. Silvan Tomkins (ha sugerido que el primer motivo de temor en la niñez no son las palabras de enojo o una voz amonestadora, sino un rostro que demuestre ira. Lo explica así: He tratado a niños en los que se notaba claramente que el temor ante el rostro enojado o de falta de cariño o vergüenza de uno de los padres, era tanto mayor que el temor a una palmada u otro castigo, y hasta parecería que los niños buscaran este tipo de reprimenda, con tal de evitar el aspecto condenatorio del rostro que los asusta. Puesto que el rostro paterno suele suavizarse después de descargada la agresión, algunos niños provocaban esa descarga mediante la vía más inocua, como ser enviados a su cuarto o recibir unas palmadas, con tal de no tener que enfrentar la temida interacción facial.
Ésta es una nueva manera de explicar un fenómeno notado por los psiquiatras: el niño que busca ser castigado. La explicación más común de estos especialistas es que secretamente se siente culpable y el castigo lo releva de su culpa; pero esto no quiere decir que no prefiera unas palmadas a tener que ver la cara enojada de su padre o de su madre.
Los niños de dos y tres años suelen tener terror a las máscaras. Esto se debe, en parte, a un reflejo de lo que la psicoanalista Selma Fraiberg, especialista en niños llama: "el pensamiento mágico". El niño piensa que si el rostro ha cambiado, también puede haber una persona distinta detrás. Pero puede deberse, asimismo, a que los niños dependen extraordinariamente de los rostros de otras personas, y buscan en ellos la clave de sus reacciones. Algunas veces, también desarrollan prejuicios contra ciertos rostros; esta reacción es perfectamente lógica por cuanto ellos "ven" más de lo que pueden apreciar los adultos. Cuando mi hija tenía cuatro o cinco años, por ejemplo, solía decirme de algún adulto que "no le gustaba su cara". Casi siempre resultaba que lo que producía esa reacción no era una falta de atractivo en el sentido que le damos los adultos, sino una expresión habitual de enojo, hastío o descontento.
Resulta desconcertante para una madre (o un padre) darse cuenta de que constantemente se comunica con su hijo pequeño a través de canales no verbales y que con frecuencia le transmite sensaciones y reacciones de las cuales ni siquiera está consciente. Esta idea, logró transtornarme durante un tiempo, especialmente cuando tropecé con la literatura que se refería a profecías que siempre se cumplen.
La investigación de dichas profecías comenzó a principios de la década del treinta con un caso clásico: el de un niño de seis años que insistía en querer irse de su casa. Cada vez que retornaba, el padre escuchaba los detalles de su aventura. A pesar de que lo castigaba después, parecía evidente que le agradaban las hazañas de su hijo. A raíz de los trabajos realizados desde entonces sobre comunicaciones no-verbales, es fácil explicar cómo se reflejaba ese placer a través de sus expresiones faciales; por las posturas que adoptaba y el ritmo que seguían sus movimientos al escuchar las narraciones de su hijo.