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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (22 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—¿Pero cómo vamos a salir del edificio? —preguntó Monique—. Aunque inutilicemos las cámaras el FBI seguirá contando con suficientes agentes para cubrir las salidas.

—No te preocupes, conozco un sitio al que podemos ir —contestó Gupta—. Mis alumnos nos ayudarán. Antes, sin embargo, tenemos que ir a por Michael.

—¿Michael?

—Sí, está sentado en el escritorio de mi recepción. Le gusta quedarse ahí jugando con el ordenador. —El chico discapacitado, pensó David. El que miraba fijamente la pantalla del ordenador en vez de responder a Monique.

—Lo siento, profesor, pero por qué quiere…

—No podemos dejarlo aquí, David. Es mi nieto.

Lucille estudió la hoja impresa que tenía entre las manos. En la derecha había una imagen de una de las cámaras de vigilancia, una fotografía de una mujer de la limpieza que empujaba un contenedor de tela en la recepción de las oficinas de Amil Gupta. A la izquierda, una página del dossier del FBI sobre Monique Reynolds, profesora de física en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. El Bureau había recopilado bastante información acerca de la profesora Reynolds antes de la operación secreta que llevaron a cabo en su casa del 112 de Mercer Street. Según los agentes de Nueva Jersey no tenía antecedentes, aunque su madre sí contaba con una larga lista de arrestos por drogas y su hermana era una prostituta que ejercía en Washington, D.C. Es más, la profesora Reynolds no parecía tener ninguna conexión con los ayudantes de Einstein; el Instituto le había concedido el honor de vivir en el 112 de Mercer Street únicamente porque era una de sus físicas más importantes. Los agentes concluyeron que Reynolds no tenía nada que ver con el asunto y recomendaban que el Bureau hiciera pasar el registro de su casa por un acto de vandalismo. Ahora, sin embargo, parecía que esta conclusión había sido prematura.

Es guapa, pensó Lucille. Labios carnosos, pómulos prominentes, cejas bien perfiladas. Y de más o menos la misma edad que David Swift. Ambos habían sido estudiantes de posgrado de física a finales de la década de 1980. Y Princeton, claro está, era una de las paradas del tren de Nueva Jersey que Swift había cogido anoche. Aunque era imposible que Lucille hubiera adivinado previamente nada de esto, de todos modos sintió una punzada de humillación al observar la fotografía de Monique. Zorra flacucha, murmuró. Tú y Swift casi me la dais. Pero ahora ya os tengo.

Una conmoción en el otro extremo del puesto de mando interrumpió sus pensamientos. El agente Crawford estaba de pie delante de los monitores de vídeo, gritando por el micrófono de los auriculares.

—Afirmativo, retrocedan hasta la planta baja y mantengan ahí sus posiciones. Repito, mantengan sus posiciones en la planta baja. Hemos de mantener el perímetro.

Lucille dejó la hoja impresa y miró a Crawford.

—¿Qué ocurre?

—Nos informan de que hay radiación en la cuarta planta.

Estoy retirando a todos hasta que podamos enviar al equipo HazMat.

Lucille se puso tensa.

—¿Radiación? ¿Por qué no la han detectado antes? ¿De dónde proviene la información? ¿Y de cuántos rems estamos hablando?

Esperó con impaciencia a que Crawford gritara las preguntas por el micrófono. Varios infinitos segundos más tarde obtuvo una respuesta.

—Un robot de vigilancia, un
Dragon Runner
, ha activado una alarma.

—¿Qué? ¡Pero si no hemos desplegado ningún robot de vigilancia!

—Pero el agente Walsh ha asegurado que era un
Dragon Runner
.

—Mira, no me importa… —Lucille hizo una pausa. Recordó algo que había visto en los monitores de vídeo apenas quince minutos antes. Ese extraño artilugio que parecía un tanque en miniatura que avanzaba por la recepción del despacho de Gupta.

—Mierda, ¡es uno de los robots de Gupta! ¡Es un truco!

Crawford se quedó inmóvil, parecía confuso.

—¿Un truco? ¿Qué quiere…?

No tenía tiempo para explicaciones. En vez de eso cogió los auriculares de la cabeza del desconcertado Crawford y dijo por el micrófono.

—¡Que todo el mundo vuelva a sus posiciones! No hay peligro de radiación en el edificio. Repito, no hay peligro de radiación en…

—¡Agente Parker! —gritó uno de los técnicos—. ¡Mire el Monitor Cinco!

Lucille se volvió hacia la pantalla justo a tiempo para ver a Monique Reynolds empujando el contenedor por un pasillo. Lo hacía con gran esfuerzo, con ambas manos cogidas al borde del carro y el torso inclinado, casi horizontal. Y a su lado iba el adolescente autista de la recepción del despacho de Gupta.

Monique desapareció rápidamente del campo de visión de la cámara de vigilancia, pero Lucille había tomado nota de la localización del aparato. Volvió a hablar por el micrófono.

—Que todos los equipos se dirijan al rincón sudoeste de la cuarta planta. El objetivo ha sido visto en esa zona. Repito, rincón sudoeste de la cuarta planta.

Lucille dejó escapar un largo resoplido y devolvió los auriculares a Crawford. Muy bien, pensó, ahora ya sólo es cuestión de tiempo. Miró el panel de monitores de vídeo y vio a sus agentes subiendo a toda velocidad las escaleras del Newell-Simon Hall. En menos de un minuto llegarían a la posición de Monique Reynolds y sacarían a Amil Gupta del contenedor. Y quizá también a David Swift, si es que había sido tan estúpido de entrar en el edificio con ella. Y entonces Lucille se podría olvidar de toda esta maldita misión y volver a su despacho del cuartel general, donde ya no tendría que preocuparse por físicos teóricos o historiadores fugitivos o las locas ideas del secretario de Defensa.

Mientras consideraba estas felices perspectivas, la imagen de todos los monitores de vídeo del panel se fue de golpe.

Después de conducir el Ferrari tan rápido como se atrevía durante cuatro horas y media, Simon llegó a la Carnegie Mellon y se dirigió directamente al Instituto de Robótica. En cuanto llegó a la avenida Forbes, sin embargo, pensó que ya era demasiado tarde. Una docena de fornidos hombres vestidos con pantalones cortos y camisetas vigilaba la entrada del edificio; la mitad registraba las mochilas y los bolsos de los alumnos que intentaban salir del vestíbulo, y la otra inspeccionaba cautelosamente la gente con las semiautomáticas apenas ocultas en las pistoleras.

Rápidamente, Simon aparcó el Ferrari y encontró un emplazamiento desde el que reconocer el terreno detrás de un edificio vecino. Su intuición había acertado. David Swift y Monique Reynolds habían viajado al oeste para encontrarse con Amil Gupta. Simon conocía bastante bien a Gupta y su trabajo con el doctor Einstein; de hecho, cuando le encargaron la misión actual, supuso que Gupta sería uno de sus objetivos, junto a Bouchet, MacDonald y Kleinman. Sin embargo su cliente, Henry Cobb, le especificó claramente que no merecía la pena ir detrás de Gupta. A pesar de haber sido uno de los asistentes de Einstein en los cincuenta, Gupta no conocía la teoría unificada. Cobb no reveló cómo había llegado a descubrir este intrigante hecho, pero lo afirmó con inequívoca certeza. Así pues, no dejaba de ser divertido ver ahora como el pelotón de agentes del FBI rodeaba el Instituto de Robótica, listos para abalanzarse sobre un hombre que desafortunadamente no podría decirles nada.

El problema, sin embargo, era que David Swift también había creído que Gupta conocía la teoría, y ahora todo indicaba que los agentes federales lo habían atrapado junto con su amiguita física. Liberarlos de la custodia del FBI no iba a ser tarea fácil. El Bureau había aumentado la seguridad de la operación: además de los agentes apostados delante del Newell-Simon Hall, había otra docena en la entrada de servicio y seguramente unos cuantos más en el tráiler que utilizaban como puesto de mando. (Lo había identificado de inmediato gracias a la profusión de antenas que había en su techo). Simon, sin embargo, permaneció impertérrito. Sabía que si esperaba el momento oportuno, podría provocar una distracción. Que hubiera tantos estudiantes en la zona, mirando embobados a los agentes, ponía las cosas más fáciles. Puede que necesitara un escudo humano cuando se enfrentara a los hombres del FBI.

Simon cogió unos binoculares tácticos para observar más de cerca la operación. En la entrada de servicio había un agente alto con un M-16 de pie junto a una hilera de mujeres vestidas con batas azules y esposadas. Simon hizo zoom sobre sus rostros: las cinco eran negras, pero Monique Reynolds no se encontraba entre ellas. Unos metros más lejos, otros dos agentes husmeaban dentro de un contenedor de tela, tirando frenéticamente al aire periódicos, bolsas arrugadas y trozos de madera. Veinte segundos después toda la basura había quedado desparramada en el suelo del aparcamiento y, desalentados, los agentes miraban fijamente el fondo del carrito. Luego una corpulenta mujer con una blusa blanca y una falda roja se acercó a los agentes y empezó a gritarles. Simon se fijó en su cara, tenía arrugas alrededor de los ojos y estaba descompuesta por la frustración. De repente la reconoció: ¡era la
babushka
! ¡La mujer de grandes pechos que casi lo mata la noche anterior! Aquí también estaba a cargo de la operación, y por el aspecto de su cara Simon podía ver que algo había salido mal. Al menos uno de sus objetivos había conseguido escapar.

Entonces Simon divisó otro enjambre de agentes que rodeaban un coche de apariencia muy peculiar. El compartimento del acompañante había sido retirado del chasis y en su lugar había un enorme bloque de maquinaria sobre el cual reposaba una gran esfera plateada. Simon se quedó mirando maravillado la cosa —había visto antes este vehículo, en un artículo sobre coches robóticos. Lo recordaba perfectamente porque su tecnología lo había fascinado—. Dentro de la esfera había un escáner de láser giratorio diseñado para detectar los obstáculos que el vehículo pudiera encontrar en su camino. Los hombres del FBI inspeccionaban minuciosamente el coche, iluminando con sus linternas todos y cada uno de sus rincones. Mientras tanto, un agente interrogaba a los dos alumnos del Instituto de Robótica que estaban probando el coche, y otro se ponía a cuatro patas para inspeccionar los bajos del vehículo, en busca de algún polizón. Finalmente los agentes permitieron que la prueba prosiguiera, y los alumnos siguieron caminando detrás del coche robótico mientras avanzaba por el aparcamiento.

Pero mientras el vehículo llegaba a la avenida Forbes y lentamente empezaba a avanzar por ella, Simon advirtió algo extraño: la esfera plateada no rotaba cuando el vehículo giraba. El escáner de láser no estaba en funcionamiento, y sin embargo el coche no se había subido al bordillo de la acera ni había chocado con el tráfico que venía en dirección contraria. Ejecutó un giro impecable, sin salirse en ningún momento de su carril. Simon sabía que esto sólo podía significar dos cosas: o el vehículo ahora utilizaba una tecnología distinta para evitar los obstáculos, o bien había un conductor oculto en algún lugar del coche.

Con una amplia sonrisa, Simon dejó los binoculares y corrió hacia su Ferrari. 

7

En un oscuro compartimento oculto dentro del vehículo
Highlander
, Amil Gupta permanecía encorvado sobre los controles del mando teledirigido. Cuatro personas ocupaban el angosto espacio: David iba apretujado entre Gupta y Monique, mientras Michael, agachado en el otro extremo del compartimento, jugaba con una
Game Boy
que tenía colocada sobre las rodillas. Gupta les había advertido de que su nieto gritaría si lo tocaban, de modo que David y Monique se entrelazaron en un incómodo abrazo para conseguir que hubiera unos centímetros entre ellos y el adolescente. El culo de Monique aplastaba el muslo de David contra el suelo, y sus codos se le clavaban en las costillas. En un momento dado, la parte posterior de la cabeza de Monique chocó contra la barbilla de David, cerrándole la boca de golpe y haciendo que se mordiera la punta de la lengua, pero él no permaneció en silencio. Sabía que en ese momento los agentes del FBI estaban lejos del vehículo. Podía verlos en la pantalla que había en el centro del mando teledirigido, que mostraba la imagen en directo de una de las cámaras del
Highlander
.

El mando se parecía un poco al volante de una aeronave, con dos mangos negros a derecha e izquierda de la pantalla central. Gupta giró el mango derecho para que el vehículo acelerara y el izquierdo para que frenara. A trompicones, consiguió conducir el
Highlander
fuera del aparcamiento y lejos de los agentes federales. Al coger la avenida Forbes dejó escapar un silbido de alivio.

—Creo que ya estamos a salvo —dijo—. No parece que nos siga ningún agente.

Gupta permaneció en el carril de la derecha de la concurrida calle, conduciendo a paso de tortuga para que sus alumnos pudieran seguir el
Highlander
a pie. David advirtió que la brújula que había encima de la pantalla apuntaba hacia el este.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—A ningún sitio en particular —contestó Gupta—. Sólo estoy intentando poner algo de distancia entre nosotros y esos caballeros del FBI.

—Vaya al aparcamiento del East campus —gruñó Monique—. Ahí es donde tengo el coche aparcado. No podré permanecer apretujada así mucho más tiempo.

Gupta asintió.

—De acuerdo, pero nos llevará unos minutos llegar hasta ahí. Puedo conducir el
Highlander
más rápido, pero si dejo atrás a mis alumnos levantaremos sospechas.

El anciano parecía experto en el uso del mando teledirigido. Estaba claro que había hecho esto antes.

—Hay algo que no entiendo, profesor —dijo David—. ¿Por qué instaló un sistema de control teledirigido en un vehículo robótico?

—El
Highlander
es un contrato del ejército —explicó Gupta—, y el ejército quería un vehículo robótico que también pudieran conducir los soldados si era necesario. El Pentágono no se fía de la tecnología. Yo me opuse a la idea, pero ellos insistieron. De modo que diseñamos el sistema de control teledirigido y la cabina para dos hombres. Pusimos la cabina en el centro del vehículo para poder poner la mayor cantidad de capas de blindaje.

—¿Pero por qué los agentes del FBI no se dieron cuenta de que dentro podían ir personas escondidas? ¿Acaso no conocen los proyectos de ejército?

El profesor se rió entre dientes.

—Está claro que nunca has trabajado para el gobierno, David. Todos estos contratos de investigación y desarrollo son secretos. El ejército no le cuenta a la Armada cuáles son sus proyectos, y la Armada no se lo cuenta a los Marines. Algo absolutamente ridículo, la verdad.

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