El humor negro, el absurdo, hasta un grado tan exacerbado que hace pensar en los cuentos de Apollinaire pero también en los delirios de
bande dessiné
propios del cine de Fierre Jeunet y Marc Caro, destruye con premeditación y alevosía una trama gótica que va siendo deconstruida punto por punto, atomizada, puesta en evidencia en todas y cada una de sus partes componentes, desde la técnica epistolar tan querida por el género, de la Radcliffe al
Dracula
de Stoker, a las explicaciones racionalistas y pseudocientíficas aludidas en la crítica de Ross, que son llevadas aquí hasta el más ridículo de los extremos. Pero lo más sorprendente es que, aparte de la pura parodia, del humor cómplice y casi visionario en su uso de procedimientos que tienen, vistos hoy, más de cine o de teatro que de novela, lo más sorprendente, insisto, es que
La Ciudad Vampiro
funciona como alucinada narración fantástica, como novela de horrores grotescos y estrambóticos, como pesadilla surreal y gozosamente absurda. Ahí está, por ejemplo, el propio señor Goëtzi, un vampiro que pareciera más bien un pequeñoburgués materializado desde un lienzo de René Magritte, y cuyas víctimas no es que se transformen en vampiros a la manera clásica, sino que en un extraño
tour de forcé
imaginativo, se convierten en partes asimilables del propio Goëtzi, extensiones de su yo, que conservan algunas características de su ser original, ya muerto por el vampiro, pero que a la vez adquieren aspectos y cualidades imposibles, propios de una enloquecida
troupe
circense del más allá. Así, en cierto momento, el señor Goëtzi puede desdoblarse para, literalmente, hacerse compañía cuando se siente solo, y en otros hacer aparecer a varias de sus encarnaciones y/o víctimas, desgajándolas de su propio cuerpo, y adoptando los más variopintos aspectos: «El grupo lo formaba un hombre obeso que sólo tenía el reborde del rostro, es decir, cabello y barba. Un loro gigantesco se agarraba con las patas a su hombro; a su derecha había un niño de expresión diabólica, apoyado sobre un aro; y a su izquierda había un monstruoso perro de color carne, con una cara casi humana, y que permanecía completamente rígido sobre sus cuatro patas separadas (…) Finalmente, al lado del mostrador, se veía una mujer gorda y calva, que dormía con agudos ronquidos…» Y todos y cada uno de estos estrafalarios seres, incluyendo al perro y al loro, son vampiros, víctimas a su vez del vampiro Goëtzi, quien les transforma en partes de su ser, en criaturas diferentes, animalizadas o incluso transexualizadas, dirigidas por su voluntad implacable y sobrenatural. Particularmente escalofriante es la carpa circense, teatro ambulante de auténticos vampiros, plagiado sin duda por Anne Rice y por Neil Jordan para su granguiñolesco espectáculo teatral de
Entrevista con el vampiro
, en el que puede verse como «EL AUTÉNTICO VAMPIRO DE PETERWARDEIN DEVORARÁ A UNA JOVEN VIRGEN Y BEBERÁ VARIAS COPAS DE SANGRE COMO SIEMPRE, AL SON DE LA MÚSICA DE LOS GUARDIAS ECUESTRES». Estamos, qué duda cabe, en el universo del
fantastique
, que se ríe con sorna y malicia surrealista del
fantasy
y el
gothic
anglosajón, con sus pretensiones de lógica y coherencia argumental, que Féval, como si estuviera poseído por una singular furia dadaista, machaca con el martillo pilón de su ingenio y su fantasía más desbocada.
La Ciudad Vampiro
pertenece al mismo mundo que las aventuras de Harry Dickson, en las que Jean Ray enfrentaba al arquetipo del detective británico con horrores absurdos y crímenes imposibles de resolver por lógica o deducción, ya que los culpables resultaban ser siempre criaturas sobrenaturales, monstruos paganos y científicos locos, criaturas del bestiario de nuestro subconsciente, que hubieran indignado a Sherlock Holmes y hasta al propio Nick Carter. Tanto Féval como Jean Ray (y como en general la escuela francesa y francobelga del fantástico) se deleitan en deconstruir y, finalmente, pervertir, invertir con cierto placer sadiano, las rígidas leyes que, en la forma como en el fondo, dominan el campo de la literatura fantástica anglosajona. Como podría decir el Divino Marqués, en darles por el c…
Y finalmente, la propia Ciudad Vampiro. Culminación onírica del viaje no sólo de los protagonistas sino también del lector, el trazado y las calles de esta imposible ciudad están tan fuera del espacio y del tiempo como la propia modernidad de la novela de Féval. Tanto podrían pertenecer a un grabado o dibujo de Alfred Kubin como a un lienzo hierático y suntuoso de Delvaux o Clovis Trouille. Naturalmente, también alienta en su descripción el espíritu de artistas a los que Féval podía y debía conocer muy bien, como El Bosco, Bresdin o Gustave Doré. Pero la barahúnda de criaturas vampíricas multiformes que acosan a los protagonistas, en una escena digna de cualquier
zombie movie
moderna, está de hecho tan emparentada con las grotescas deformidades de los monstruos de Goya, Fuseli o Blake, como con las hordas de vampiros de
Abierto hasta el amanecer
. Ciudad de Oz, mundo perdido de reminiscencias lovecraftianas…
por adelantado
, la Ciudad Vampiro es una eclosión de la imaginación que, una vez más y definitivamente, eleva la novela de Féval muy por encima de sus aparentes límites espaciotemporales, para ofrecernos un paisaje ultraterreno que pertenece ya, por derecho propio, a lo mejor de la literatura y el arte fantástico de todos los tiempos.
Mientras los vampiros de última hornada prosiguen su aburrido decaer como tristes superhéroes existenciales. Mientras el género es a duras penas rescatado de su declive por un retorno gozoso al humor y el espíritu juvenil, propiciado, precisamente, por esa serie de
Scream
a la que aludía al principio de estas páginas, y que junto a joyas psicotrónicas y juguetonas para (espíritus) quinceañeros calientes, como
Jóvenes y brujas
o
Un hombre lobo americano en París
, está haciendo resurgir el cine de horror de sus propias cenizas, la lectura de
La Ciudad Vampiro
es más que una obligación para estudiosos, más que un compromiso para obsesos y completistas del vampirismo estético y literario (que también lo es)… Es, sobre todo, un ejercicio de humildad, que nos muestra que el espíritu moderno e irreverente es tan indomable, imprevisible e irreductible como los propios vampiros, y que un autor menor, un escritor de folletines olvidado, puede, vaya uno a saber cómo o por qué, convertirse en el catalizador de una verdadera obra maestra, visionaria, extrema y vanguardista, cuyo poder de seducción está por encima de cualquier consideración histórica o literaria, y que, para colmo, si tenemos en cuenta que el folletín es a su vez un derivado en cierta medida de la novela gótica, se convierte también en autoparodia y autocrítica de la obra del propio Féval, no exenta por lo tanto de un alegre y despiadado masoquismo literario.
La Ciudad Vampiro sigue en pie, y yo, como el doctor Magnus y el joven pintor esclavonio que aparecen en sus páginas, «personajes de poca importancia que se habían despistado y cuyo destino es fácil de imaginar», desaparezco entre sus avenidas y bulevares, de vuelta a mi tumba (de la que seguramente muchos piensan que jamás debería haber salido), para reunirme con el señor Goëtzi, mi verdadero dueño y señor, que me reclama ya para volver a entrar en su carne, haciéndome uno con él y penetrándome de los misterios de la transubstanciación vampírica. Mientras, el lector, mucho más dichoso, debe empezar, si no lo ha hecho ya harto de estas consideraciones fatuas y pedantes, la lectura de esta verdadera joya de la literatura fantástica, recuperada precisamente ahora, cuando probablemente más falta hacía.
Jesús Palacios
E
xisten muchos ingleses, pero sobre todo inglesas, que se sienten avergonzados cuando se les cuenta la descarada piratería que sufren los escritores franceses en Inglaterra. Su Graciosa Majestad, la Reina Victoria, firmó en el pasado un acuerdo con Francia con la loable intención de acabar con estos robos tan frecuentes. Se trata de un tratado muy bien redactado, aunque tiene también un pequeño apartado que hace ilusorio su contenido. En esta cláusula, Su Graciosa Majestad prohíbe a sus leales súbditos apropiarse de nuestros dramas, libros, etc., aunque permitiéndoles hacer lo que ella misma denominó «dorada imitación»
[1]
.
Es algo hermoso, pero incorrecto. El magnífico y amado Dickens me dijo en cierta ocasión, a modo de protesta:
—Yo tampoco estoy protegido. Cuando visito Londres y, por casualidad, llevo conmigo alguna idea original, cierro con llave la cartera, me la pongo en el bolsillo y la sujeto con las dos manos. Y a pesar de todo, a veces me la roban.
Lo cierto es que esa llamada «dorada imitación» podría darles una buena lección a los más hábiles
«pick-pockets»
.
La propia Lady B…, la encantadora amiga de Dickens que vive en el castillo de Shr…, lleva veinte años repitiéndome la misma pregunta, cada vez que tengo la suerte de verla:
—¿Y por qué no roban ustedes también a los ingleses?
—Señora, sin duda existen ideas magníficas que se podrían coger de sus libros, pero ocurre que nuestra naturaleza no nos mueve a ese «hermoso» robo.
Esa respuesta habitual suele hacerle estallar en carcajadas. A veces me ha llegado incluso a citar apellidos de lo más franceses, especialmente recomendables… Pero ¡callemos!
Cierta mañana de finales del año pasado (1873), la dama en cuestión quiso honrarme por sorpresa con su visita.
—Se viene usted conmigo —me dijo—. Ya lo he arreglado todo con su maravillosa mujer. Partiremos esta noche.
—¿Hacia dónde?
—Hacia mi casa.
—¿En la calle Castiglione?
—No, me refiero al castillo de Shr…, en el condado de Stafford.
—¡Piedad!
Hacía un tiempo terrible, con la nieve derritiéndose mientras el viento rugía incluso en París. ¡Imaginen cómo sería entonces entre Dover y Calais!
La dama, discípula de Byron, adora estas tormentas:
—Me da igual que le tenga usted miedo a los resfriados —dijo—, pero es que tengo la intención de devolverle de una sola vez todo lo que Inglaterra le ha robado. Y no hay una oportunidad mejor que ésta. El Sr. X… y la Srta. Z… ya están siguiendo la pista de este asunto, y como esta última, la señorita 97, ya tiene una edad muy avanzada, lo mejor es que no esperemos demasiado tiempo.
El Sr. X… y la Srta. Z… son en realidad dos famosos novelistas ingleses. Se trataba, entonces, del argumento de una novela. Le pedí explicaciones a la dama, pero no quiso decirme nada, limitándose únicamente a utilizar su extraordinaria elocuencia, que en ella es un don natural, para excitar mi curiosidad.
—¿Le merece alguna confianza Walter Scott? —me preguntó—. Era un admirador incondicional de los
Misterios de Udolfo
. Fue él quien escribió la biografía de Ann Radcliffe. ¿Se lo imagina? ¡Walter Scott! En cierta ocasión, Dickens fue a visitar a la señorita 97. En aquella época se llamaba señorita 94, ya que todos los años, por Navidad, cambia su nombre. Yo he conocido muchas aventuras, pero ésta es tan increíble…
Finalmente tuve que ceder, y partimos. El viaje fue horrible, y el simple hecho de recordarlo me hace estornudar. Todos los diablos del mar y del aire jugueteaban con nuestro barco como si fuese una pelota de goma. Al día siguiente cogimos en Londres el tren de North-Western, y pasamos la noche en Stafford. Un día después el coche de la dama nos llevaba, atravesando una llanura nevada, hasta la zona montañosa del condado que linda con el Shropshire, y por la noche ya estábamos cenando en el castillo.
He aquí lo que supe durante el viaje:
Nos encontrábamos en la misma comarca en que vivieran el señor y la señora Ward; los padres de quien sería tan célebre bajo el nombre de Ann Radcliffe. La señorita 97 era una prima segunda de los Ward, que en tres años sería centenaria. Moraba en una casa de la montaña, a una legua y media del castillo de la dama. Durante mucho tiempo, aquella casa había sido la vivienda de su célebre pariente.
No es de forma casual que utilice la palabra
célebre
, y estoy dispuesto a mantenerla, aunque se me tache por ello de exagerado. Hubo un tiempo en el que la gloria de Ann Radcliffe se extendió por todo el mundo, y sus tenebrosas historias alcanzaron una fama tan elevada que ni siquiera nuestros mayores éxitos contemporáneos podrían alcanzar. Incluso podría decirse que su encanto conquistó tanto a los consagrados como a los desconocidos. En Inglaterra fueron publicadas doscientas ediciones de los
Misterios de Udolfo
. En Francia se tradujo el libro varias veces, y solamente de una de aquellas versiones se realizaron cuarenta reimpresiones en París. No fue, además, una moda fugaz. Hoy en día, a pesar de que la fiebre ha decaído levemente, los
Misterios de Udolfo
y el
Confesionario de los penitentes negros
continúan aterrando a miles de imaginaciones bajo el sol.
Pese a todo, la señorita 97 conocía un hecho íntimo de Ann Radcliffe que ella le había contado casi sesenta años antes. Se decía en aquella región que este hecho era la causa que había llevado al carácter apacible y ligeramente alegre de Ann Radcliffe hacia el género sombrío y tenebroso que caracteriza su obra.
Walter Scott había tenido un conocimiento muy superficial de aquella historia, como lo demuestra su carta del 3 de mayo de 1821 a su editor Constable, en la que pueden leerse las siguientes palabras: «Respecto a la obra titulada
La Vida de Ann Radcliffe
, retrasaré su entrega hasta que me haya entrevistado con miss Jebb, de la que espero tener detalles excelentes y absolutamente íntimos. Según se comenta, esta dama posee no sólo un secreto, sino una “maravillosa curiosidad” que le otorgará mucho mayor interés a nuestra historia…»
Miss Jebb era precisamente la señorita 97, que en el tiempo en que la carta de sir Walter Scott fue escrita debía de contar ya con cuarenta y cinco primaveras. Al igual que el resto de los ingleses, tenía cierta predilección por la nobleza, y mylady utilizaba esto para que la señorita Z… y el señor X…, que eran novelistas «vulgares» quedasen completamente descartados.
El día siguiente a nuestra llegada fue un día gris y frío, y poco después del desayuno mylady me hizo subir a un coche. Anduvimos alrededor de media hora, para apearnos después frente a una verja de madera, de color verde, que servía de entrada a una vieja casita de aspecto respetable. La montaña la rodeaba por tres de sus lados, y por el cuarto, al sur, se abría hacia un hermoso paisaje.