La ciudad sagrada (31 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: La ciudad sagrada
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La franja medía alrededor de cuatro metros y medio de anchura y ascendía por una ligera cuesta cubierta de hierba y cactus. Se quedaron inmóviles, mirando hacia adelante.

No había nada: ni ciudad ni hueco alguno, sólo el desnudo saliente de piedra que terminaba en otra pared de roca a seis metros de distancia, que se erguía verticalmente a lo largo de al menos ciento cincuenta metros más.

—¡Mierda! —gruñó Sloane, dejando caer los hombros.

Incrédula, Nora volvió a examinar el saliente. No había nada.

Los ojos empezaron a picarle y apartó la mirada, contemplando el otro lado del cañón por primera vez.

Allí, en la pared de roca de enfrente, un hueco de dimensiones descomunales se abría en un arco a lo largo de la totalidad del cañón, suspendido entre el cielo y el suelo. El sol de la mañana brillaba en un ángulo perfecto, arrojando un haz de luz pálida sobre los recovecos del arco gigantesco. Oculta en su interior, había una ciudad en ruinas. Cuatro grandes torres se erigían en las cuatro esquinas de la ciudad, y entre todas ellas se distribuía un complejo entramado de estancias de piedra y kivas circulares, adornadas con puertas y ventanas negras. La luz del sol teñía las paredes y las torres de un color dorado que convertía aquel espectáculo en una ciudad de ensueño: insustancial, etérea, dispuesta a evaporarse en cualquier momento en el aire del desierto.

Era la ciudad anasazi más perfecta que Nora había visto en su vida; más hermosa que Cliff Palace y tan grande como Pueblo Bonito.

Sloane miró a Nora y en ese momento ella también se volvió lentamente hacia el otro lado del cañón. Lo que vieron sus ojos la dejó estupefacta.

Nora cerró los ojos, los apretó con fuerza y luego volvió a abrirlos. La ciudad seguía allí. Recorrió el hermoso escenario con la mirada, muy despacio, tratandode escudriñar hasta el último rincón. Empotrada en el centro de la ciudad, reconoció el contorno circular de una gran kiva, la más grande que había visto jamás, aún con el techo intacto. Una gran kiva en perfecto estadode conservación… Nunca había encontrado nada parecido.

Vio además que el propio hueco donde se asentaba la ciudad se hallaba bastante lejos del borde de la base de piedra, por lo que era imposible verlo desde abajo. El colosal precipicio de arenisca de arriba se hinchaba en una formidable curva convexa, que se asomaba al menos quince metros más allá de la base del hueco. Aquel accidente fortuito de la geología y la erosión permitía que la ciudad permaneciese oculta, no sólodesde arriba y desde abajo, sino también desde la orilla del cañón opuesto. Un fugaz pensamiento cruzó por su mente: Espero que mi padre viese todo esto.

De pronto las rodillas empezaron a flaquearle y se dejó caer lentamente al suelo. Una vez sentada, siguió contemplando el valle. Se oyó un crujido y Sloane se arrodilló junto a ella.

—Nora —susurró su compañera, sin el menor atisbo de ironía que convirtiese sus palabras en una declaración menos solemne—, creo que hemos encontrado Quivira.

25

C
rees que deberíamos…? —murmuró Sloane.

Se produjo un largo silencio. Nora siguió con la mirada el recorrido de la franja de piedra liasta torcerse alrededor del cañón. En los puntos donde la franja se convertía en un estrecho saliente de roca resbaladiza descubrió que innumerables pisadas prehistóricas habían desgastado la arenisca hasta formar una leve hendidura. Una parte de sí registraba todo aquello sin apasionamiento, pero otra parte se hallaba muy lejos de allí, todavía en estado de shock, incapaz de asimilar la magnitud del descubrimiento.

La parte desapasionada le decía que debían volver por los demás, traer el equipo, iniciar un reconocimiento formal en toda regla…

—¡Y qué más da…! —exclamó de repente—. ¡Vamos!

Se levantó con ademán tembloroso y Sloane la imitó. Una rápida caminata de tintes irreales, como si avanzasen por un sueño, las condujo alrededor del extremo opuesto del cañón hasta el borde del hueco gigante. Al llegar allí Nora detuvo sus pasos. Estaban contemplando el yacimiento desde el otro extremo. Los tímidos rayos de sol sólo iluminaban la fachada de la ciudad, el resto permanecía a oscuras bajo la enorme amalgama de roca, como unas ruinas fantasmagóricas fundiéndose en sombras púrpuras. Quivira poseía una elegancia, un sentido del equilibrio, que no encajaba con su masiva construcción de piedra. Era como si la ciudad hubiese sido diseñada y construida como una unidad en lugar de haberse desarrollado por acrecentamiento, como la mayoría de los otros asentamientos anasazi de grandes dimensiones. Todavía había restos de blanqueamiento con yeso en las paredes exteriores y la Gran Kiva mostraba indicios de que había habido un disco de color azul pintado en un lateral.

Las cuatro torres estaban distribuidas de dos endos, un par a cada lado del hueco, y la ciudad principal se hallaba situada entre ellas. La Gran Kiva circular ocupaba el mismísimo centro. Cada una de las torres medía quince metros de altura aproximadamente; las de delante no estaban encajadas en ningún sitio, mientras que las posteriores iban unidas al techo de piedra natural del hueco.

Las ruinas se habían conservado muy bien, pero al examinarlas de cerca, su estado distaba mucho de la perfección. Nora descubrió varias fracturas de muy mal aspecto reptando por los costados de las torres. En un punto determinado la mampostería había desconchado parte de un piso superior, dejando al descubierto un interior oscuro. En la ciudad de recintos adosados que se extendía entre las torres, varias de las cámaras del tercer piso se habían venido abajo, mientras que otras estancias parecían haberse incendiado. Sin embargo, en general la ciudad ofrecía un sorprendente estado de conservación, con sus vastas paredes de hiladas de piedra unidas por el adobe. Unas escaleras de madera se apoyaban contra algunas de las paredes. Había cientos de habitaciones aún intactas, incluso con techo, formando una complicada serie de estancias de piedra y kivas circulares más pequeñas, guarnecidas con ventanas y entradas negras. La Gran Kiva que dominaba el centro parecía estar completamente intacta. Era una ciudad que había sido construida para perdurar por los siglos de los siglos.

Nora vagó con la mirada por los oscuros recovecos del enorme agujero de roca. Tras las torres, las estancias adosadas y las plazas, había un estrecho pasadizo que comunicaba la parte posterior de la ciudad y una larga hilera de graneros de escasa altura. El pasadizo también era bajo y oscuro. Detrás de los graneros parecía comenzar un segundo callejón aún más estrecho —en realidad no era más que un pequeño pasillo hundido en el suelo—, agazapado en la oscuridad. Aquello era inaudito; de hecho, Nora nunca había visto nada parecido, pues en la mayoría de las ciudades anasazi los graneros se construían directamente en la pared posterior de la cueva.

A pesar de que la arqueóloga que había en su interior registraba todas aquellas observaciones con suma diligencia, era consciente de que le temblaban las manos y el corazón le palpitaba con una fuerza inusitada.

—Todo esto… ¿es real? —susurró Sloane con voz quebrada.

A medida que se acercaban a la ciudad, despacio, fueron descubriendo una serie de pictografías en la pared de roca que había junto a ellas. Las habían grabado en varias capas superpuestas, con las figuras pintadas unas sobre otras; un palimpsesto de ingeniería anasazi en rojo, amarillo, negro y blanco. Había huellas de manos, espirales, chamanes de hombros gigantescos y rayos que irradiaban de sus cabezas, antílopes, ciervos,serpientes y un oso, así como diversos dibujos geométricos de significado desconocido.

—Mira ahí arriba —dijo Sloane.

Nora siguió su mirada. En el lugar que le indicaba, seis metros por encima de sus cabezas, había filas y filas de huellas de manos en negativo: pintura pulverizada encima de unas manos colocadas contra la pared, una enorme multitud diciendo adiós. Encima, en el mismísimo techo abovedado, los anasazi habían pintado un complicado dibujo de cruces y puntos de diversos tamaños. Había algo en todo aquello que le resultaba vagamente familiar.

De pronto comprendió de qué se trataba.

—¡Dios mío! ¡Es un planetario anasazi!

—Sí. Ésa es la constelación de Orion. Y creo que ahí está Casiopea. Es como el planetario del cañón del Chelly, sólo que mucho más elaborado.

Instintivamente Nora se llevó la mano a la cámara,pero la dejó en su sitio. Ya habría tiempo de sobras más adelante. Ahora tan sólo quería experimentar todo aquello. Dio un paso hacia adelante, vaciló un poco y miró a su compañera.

—Sé lo que te pasa —le dijo Sloane—. Yo me siento igual. Es como si no perteneciésemos a este sitio, como si estuviésemos fuera de lugar.

—Y lo estamos —se oyó decir Nora a sí misma.

Sloane la miró un momento. Después se volvió y echó a andar hacia las ruinas, seguida de Nora.

Al penetrar en la fría oscuridad sus respectivas sombras se fundieron con las de la piedra. De repente, un grupo de sombras surgió de unos nidos de barro que había encima de sus cabezas, saliendo a la luz para proyectarse sobre ellas como protesta por la intrusión.

Se encaminaron hacia una amplia plaza situada enfrente de las torres, pisando sobre arena blanda. Al mirar al suelo, Nora descubrió que apenas había restos en la superficie, pues muchos centímetros de polvo fino esparcido por el viento lo habían cubierto todo.

Nora se detuvo delante de la primera torre y colocó la mano sobre la fría mampostería. La torre había sido construida con solidez, completamente recta, aunque presentaba una leve inclinación hacia dentro. No había puertas en la pared principal, debía de entrarse por detrás. Unas cuantas hendiduras en los laterales parecían aspilleras. Asomándose a una de las grietas de la base de la torre vio que la mampostería tenía al menos tres metros de grosor. Obviamente, eran torres de defensa.

Sloane rodeó la parte delantera de la torre y Nora la siguió a pocos pasos. En ese momento pensó que era muy curioso que instintivamente no se separaran la una de la otra ni un instante. Había algo inquietante en aquel lugar, algo que no sabía describir con palabras. Puede que fuese el carácter defensivo del yacimiento: las paredes enormes, la ausencia de puertas a ras del suelo. Había incluso montones de rocas redondas apiladas sobre algunos de los techos en primera línea, cuya finalidad evidente consistía en servir de armas arrojadizas para lanzarlas a la cabeza de los invasores. O quizá fuese el silencio absoluto de la ciudad, el rancio olor del polvo y el leve hedor a putrefacción lo que le hacía sentirse incómoda.

Miró a Sloane, que había recobrado la calma y estaba tomando notas en su cuaderno. Su presencia serena resultaba tranquilizadora.

Se volvió para observar la torre de nuevo. En la parte trasera, en el segundo piso, vio una pequeña entrada parcialmente destruida cuyo acceso era posible desde una techumbre plana, contra la que se apoyaba una escalera hecha con postes en perfecto estado de conservación. Avanzó hasta la escalera y subió al techo con cuidado. Después de cerrar el cuaderno, Sloane la siguió. Al cabo de unos minutos, ambas mujeres se agachaban por la entrada y se asomaban a la oscuridad de la torre.

Tal como había supuesto, no había ninguna escalera en el interior, sino sólo una serie de postes en el centro marcados con muescas que se apoyaban en varios salientes. Las piedras sobresalían de las paredes interiores, sirviendo de puntos de apoyo para los pies. Nora había visto una construcción como aquélla, en un yacimiento de Nuevo México llamado Shaft House. Para subir por la torre, había que trepar con las piernas separadas, apoyando un pie en las muescas de los postes y colocando el otro en las piedras que sobresalían de la pared. Se trataba de un sistema para trepar deliberadamente difícil y arriesgado, puesto que las cuatro extremidades del trepador estaban ocupadas a la vez. Desde arriba, los defensores de la torre podían derribar a los invasores con piedras o flechas. En lo alto de la torre, el último poste pasaba por el pequeño agujero de una habitación minúscula justo debajo del techo: el último reducto en caso de ataque.

Nora observó las enormes grietas de las paredes y examinó los postes, frágiles y endebles por la putrefacción de la madera debida a la acción de los hongos. Ya en los tiempos de su construcción, subir por allí debía de ser terrorífico, pero ahora era del todo impensable. Le hizo una seña a Sloane, se agacharon para volver a pasar por la puerta y bajaron hacia la fachada posterior escalonada de la ciudad. La exploración de las torres tendría que esperar.

Alejándose de allí, Nora se encaminó al pie del siguiente grupo de habitáculos. Con el paso de los siglos, la arena había ido acumulándose en la entrada de las casas. En algunos lugares los montículos eran tan altos que se podía trepar por ellos hasta los tejados planos que conducían a los pisos superiores y, desde allí, hasta las mismísimas casas del segundo piso. Por detrás de las edificaciones, vio la forma circular de la Gran Kiva y el estilizado disco azul que había grabado en la fachada, con una franja blanca en lo alto.

Sloane se acercó en silencio, mirando primero a Nora y luego al montón de arena. Nora recordó que el protocolo dictaba que debían volver por los demás e iniciar un proceso formal que documentase el hallazgo, pero también se dijo que nadie, ni siquiera RichardWetherill, había encontrado una ciudad anasazi como aquélla. El ansia de explorarla era demasiado intensa para resistirse a ella.

Se encaramaron al montículo de arena hasta llegar a los tejados del primer piso, donde descubrieron una sucesión de pequeñas aberturas oscuras que hacían las veces de entrada a las diversas estancias. Nora echó un vistazo alrededor y vio ocho preciosas cazuelas polícromas de San Juan en perfecto estado de conservación, medio enterradas en la arena y alineadas en el borde del tejado. Tres de ellas todavía disponían de sus tapaderas de arenisca.

Las mujeres se detuvieron junto a la entrada más cercana, sintiendo una vez más aquella extraña vacilación.

—Entremos —sugirió Sloane al fin.

Nora agachó la cabeza para entrar. Poco a poco, conforme sus ojos se adaptaban a la escasa luz, vio que la cámara no estaba vacía. En el extremo opuesto había un hogar para el fuego con un comal de piedra y, junto a éste, dos cazuelas corrugadas, renegridas por el humo. Una se había roto, arrojando diminutas mazorcas anasazi que estaban desparramadas por el suelo. Las ratas de bosque de cola peluda habían construido un nido en un rincón, un montón de palos y cascaras de cactus unidos por una gruesa capa de excrementos. El olor acre de su orina impregnaba la habitación. Nora dio un paso al frente y, colgadas en una clavija junto a la puerta, vio un par de sandalias hechas con fibras entretejidas de yuca.

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