La ciudad sagrada (52 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: La ciudad sagrada
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El alazán sacudió las crines y Beiyoodzin le dio unas palmaditas en el cuello para calmarlo. Cerró los ojos unos instantes para tranquilizarse él también, tratando de conciliar su mente con la confrontación que se avecinaba.

Pero fue inútil. Sintió un súbito acceso de cólera contra sí mismo: debería haberle contado todo a la mu‐er cuando tuvo la ocasión. Ella había sido honesta con él y se merecía saber la verdad. Había sido una estupidez por su parte contarle sólo la mitad de la historia. Peor aún, había sido cruel y egoísta mentir. Y ahora, como consecuencia de su debilidad, se encontraba en mitad de un viaje que habría dado cualquier cosa por evitar. Apenas lograba reunir las fuerzas para considerar siquiera la terrible naturaleza del mal al que debía enfrentarse y, pese a todo, no tenía otra alternativa que prepararse para el conflicto, puede que incluso para la muerte.

Al final, Beiyoodzin vio la situación con toda claridad, sintiéndose insatisfecho con el papel que había desempeñado. Dieciséis años antes, un pequeño desequilibrio, una ínfima irregularidad —
ni zshinitso
—había sido introducida en el pequeño mundo de su pueblo. No habían hecho demasiado caso de ello y, como resultado, el pequeño desequilibrio se había convertido —tal como debían haber sabido que ocurriría— en un mal terrible. Como curandero espiritual, debería haberlos guiado a hacer lo correcto. Era precisamente a causa de este viejo desequilibrio, de la ausencia de verdad, por lo que aquella gente estaba excavando ahora allí abajo, en Chilbah. Sintió un escalofrío, porque también a causa de aquel desequilibrio los
eskizzi,
los lapapieles, habían vuelto a las andadas. Y ahora había recaído sobre él la responsabilidad de corregir el desequilibrio.

Finalmente, se volvió de mala gana y dirigió la mirada hacia la tormenta, atónito al ver cómo seguía creciendo e hinchándose como una bestia gigantesca y maligna. Por si fuera poco, ante sus ojos se hallaba una manifestación física del desequilibrio. Estaba descargando columnas más espesas, más negras y densas de lluvia sobre la meseta de Kaiparowits. Era una tromba de agua descomunal, una lluvia apocalíptica. Beiyoodzin nunca había visto nada igual.

Contempló la inmensidad del paisaje de luces parpadeantes que se extendía entre la masa de nubes y el valle, tratando de divisar el destello del agua al moverse, pero los cañones eran demasiado hondos. En su mente veía las imágenes de las aguas torrenciales abatiéndose sin piedad sobre la roca de Kaiparowits, las gotas transformándose en regueros de agua, los regueros en arroyos, los arroyos en torrentes y éstos… en algo que ninguna palabra podía describir con exactitud.

Desató un pequeño fardo de una de las correas de la silla, un trozo de turquesa perforada y una piedra de espejo atada con crines de caballo alrededor de una pequeña bolsa de gamuza, que llevaba incorporada una pequeña pluma de águila. Abrió la bolsa, cogió un puñado de polen y maíz molido y lo esparció alrededor de él, guardando un poco para su caballo. Se pasó la pluma de águila primero por su cara y luego por la del animal. Éste no dejaba de dar brincos con inquietud creciente, entornando los ojos hacia la inminente tormenta. Los arreos de piel de la silla se movían incesantemente bajo el viento, cada vez más fuerte.

Beiyoodzin empezó a entonar un sigiloso canto ensu idioma. Luego guardó el fardo de medicinas y se sacudió el polen de los dedos. El paisaje se había dividido bruscamente entre la brillante luz del sol y una mancha negra que se extendía cada vez más. Una ráfaga de aire cargada con electricidad empezó a formar remolinos. Por supuesto, no intentaría adentrarse en el segundo valle, el valle de Quivira, a través de la garganta secundaria, pues la riada inundaría todo aquello en unos minutos. Eso significaba que tendría que tomar la senda secreta de los Sacerdotes que había en la cima: el largo y difícil sendero de roca del que su abuelo le había hablado en susurros pero que nunca había visto con sus propios ojos. Se quedó pensativo unos instantes, tratandode recordar las instrucciones exactas de su abuelo. Era necesario, pues la senda había sido diseñada para producir una ilusión óptica, con el borde del precipicio más alto que el de la pared de roca, de tal forma que era prácticamente invisible incluso desde unos pocos metros de distancia. Su abuelo le había dicho que la senda iniciaba el ascenso por los precipicios a cierta distancia del cañón secundario, cruzaba la amplia meseta de roca resbaladiza y luego descendía hasta el cañón por el extremo opuesto del valle de Quivira. Podía resultar muy difícil para un hombre viejo, puede que después de todos aquellos años fuese imposible. Sin embargo, no tenía elección; había que corregir el desequilibrio y restablecer la simetría natural.

Empezó descender hacia el valle rápidamente.

47

N
ora separó la cortina de maleza y alzó la vista. La garganta secundaria serpenteaba ante sus ojos, el sol proyectaba estrías y sombras bajo la media luz rojiza, y las grietas de piedra hueca y pulidas se abrían como la garganta de una bestia descomunal. Se adentró en el agua y braceó a través de la primera charca, seguida de Smithback. Aragón, por su parte, cubría la retaguardia. El agua estaba fría tras el calor mortal y opresivo del valle, y la mujer trató de vaciar su mente, concentrándose tan sólo en la pura sensación física, negándose por el momento a pensar en el largo camino que les quedaba por delante.

Viajaron en silencio durante un rato, yendo de charca en charca, vadeando bajo las sombras, con los tranquilos sonidos de su paso reverberando en los reducidos espacios del cañón. Nora se cambió la mochila de hombro. A pesar de los pesares, lo cierto es que se sentía menos preocupada que en los tres días anteriores. Su mayor temor consistía en que Black y Sloane bajaran por aquella escala con un parte meteorológico que presagiase mal tiempo. Habría sido factible, dadas las recientes lluvias, y en ese caso habría tenido que decidir si estaban diciendo la verdad o, por el contrario, mentían para poder quedarse en Quivira. Sin embargo, la previsión de buen tiempo —aunque comunicada a regañadientes— demostraba que se habían resignadoa abandonar la ciudad. Ahora sólo quedaba la penosa labor de transportar todos aquellos portes por aquel cañón hasta el lugar donde se encontraban los caballos.

No, eso no era todo. Durante todo el camino no había dejado de pensar en los restos mortales de Holroyd, que los aguardaban a medio kilómetro escaso del desfiladero. Aquellos restos iban acompañados del mensaje de que los lapapieles se encontraban cerca; puede que incluso estuvieran vigilándolos en ese preci‐o momento, esperando para realizar el próximo movimiento.

Se volvió y buscó a Aragón con la mirada, ya que le había dado a entender que quería hablar con ella acerca de algo. Aragón levantó la vista, miró a Nora a los ojos y se limitó a negar con la cabeza.

—Cuando lleguemos hasta el cuerpo —musitó.

Nora cruzó a nado una nueva charca, se encaramó a una roca y penetró de costado en una sección de la garganta aún más estrecha. Las paredes empinadas se ensancharon un poco alrededor de ella. En la distancia que se abría ante sí, divisó el gigantesco tronco de álamo, suspendido en el aire como un palo de embarcación de dimensiones descomunales, aprisionado entre las paredes del cañón. Justo encima, bajo la opacidad de las sombras, se hallaba el estrecho saliente que conducía al hueco donde habían dejado el cuerpo de Holroyd.

Su mirada fue del saliente a la amalgama de rocas del suelo, a la angosta charca que ocupaba los tres o cuatro metros del fondo del cañón. Reparó en una mancha amarilla que flotaba al otro lado de la charca. Era la bolsa que contenía el cadáver de Holroyd. Nora se acercó con sumo cuidado y vio un corte largo e irregular en un costado de la bolsa. Y entonces distinguió el cuerpo de Holroyd, tendido de espaldas y medio fuera del agua. Parecía inusitadamente gordo.

Nora se detuyo en seco.

—Oh, Dios —farfulló Smithback por detrás de su hombro, y luego preguntó—: ¿Nos exponemos a contraer alguna enfermedad vadeando en esta agua?

Aragón avanzó hasta ellos con gran esfuerzo.

—No, no lo creo —contestó, pero en su rostro se apreciaba una clara preocupación al pronunciar aquellas palabras.

Nora permaneció inmóvil y Smithback se quedó tras ella con gesto vacilante. Aragón se adelantó unos pasos y avanzó hacia el cuerpo. Nora vio cómo el médico lo arrastraba hasta un estrecho banco de piedra que había junto a la charca. Con cierta reticencia, la mujer se obligó a avanzar.

Luego se paró de nuevo, dando un súbito respingo.

El cuerpo en estado de descomposición de Holroyd estaba hinchado en el interior de sus ropas, en una grotesca parodia de la obesidad. La piel, que asomaba por las mangas de la camisa, era de un extraño color blanco lechoso. Los dedos, ahora simples muñones rosados, habían sido cortados a la altura de la tercera falange. Sus botas yacían abandonadas en las rocas, completamente destrozadas, y también le habían amputado los dedos de los pies, cuya palidez contrastaba con el marrón de la roca. Nora contemplaba la escena con una mezcla de repugnancia, horror e indignación. El estado de la parte posterior de la cabeza era aún peor: le habían arrancado un enorme remolino de pelo circular y perforado el disco de cráneo que había justo debajo. La masa cerebral sobresalía por el agujero.

Actuando con presteza, Aragón se puso un par de guantes de plástico, extrajo un escalpelo del maletín, lo colocó justo debajo de la última costilla y, con un breve movimiento, abrió el cuerpo. Hurgando en el interior con unos fórceps largos y estrechos, giró la mano con brusquedad y luego la retiró. En la punta del escalpelo había un pequeño trozo de carne rosada que a Nora le pareció tejido pulmonar. Aragón lo depositó en el interior de un tubo de ensayo que contenía un líquido transparente. Agregando dos gotas de un frasco distinto, tapó el tubo y empezó a agitarlo. Nora vio cómo el color de la solución se transformaba en un azul claro.

Aragón asintió, colocó el tubo con cuidado en el interior de un maletín de espuma de poliestireno y volvió a guardar el instrumental. A continuación, todavía de rodillas, se volvió hacia Nora. Dejó una mano enguantada, casi con aire protector, encima del pecho del cadáver.

—¿Sabes qué fue lo que lo mató? —preguntó Nora.

—Sin instrumentos más precisos, no puedo estar totalmente seguro —contestó Aragón con voz pausada—, pero hay una respuesta que sí parece tener sentido. Todas las pruebas que he realizado la confirman.

Se produjo un breve silencio. Smithback se sentó en una roca, a una distancia prudente del cadáver. Aragón miró al periodista y luego se dirigió de nuevo a Nora.

—Pero antes de entrar en eso, tengo que contaros algunas cosas que he descubierto sobre las ruinas de la ciudad.

—¿Sobre las ruinas? —exclamó Smithback de inmediato—. ¿Qué tiene eso que ver con esta muerte?

—Todo. Veréis, creo que el abandono de Quivira,y puede que, de hecho, incluso la propia razón de su existencia, está íntimamente relacionado con la muerte de Holroyd. —Se limpió la cara con la manga de la camisa—. Sin duda os habréis fijado en las grietas de las torres y en los derrumbamientos de los bloques de piedra del tercer piso. —Nora asintió con la cabeza—. Y también os habréis fijado en el enorme desprendimiento de rocas que hay en el extremo opuesto del cañón. Mientras estabais fuera buscando a los asesinos de los caballos, hablé con Black sobre esto. Me dijo que lo sdaños en la ciudad fueron provocados por un ligero terremoto que tuvo lugar hacia la misma época en que fue abandonada la ciudad. «Estadísticamente, las fechas son las mismas», aseguró. El desprendimiento, según Black, también se produjo en la misma época, causado sin duda por el terremoto.

—¿Así que crees que un terremoto mató a toda esa gente? —inquirió Nora.

—No, no. Sólo fue un temblor de tierra, pero ese desprendimiento y el derrumbamiento de algunos edificios bastó para que se levantase una enorme nube de polvo en el valle.

—Muy interesante —apuntó Smithback—, pero ¿qué tiene que ver una nube de polvo
de
hace siete siglos con la muerte de Holroyd?

Aragón esbozó una lánguida sonrisa y añadió:

—Pues resulta que mucho, porque da la casualidadde que el polvo de Quivira está plagado de
Coccidioidesimmitis
. Es una microscópica espora micótica que vive en la tierra. Normalmente suele relacionarse con zonas desérticas muy secas, muchas veces remotas, de modo que la gente no suele entrar en contacto con ella, lo cual está muy bien, porque es la responsable de una enfermedad mortal conocida como coccidiomicosis o también denominada fiebre del valle.

Nora frunció el entrecejo.

—¿Fiebre del valle…?

—Un momento… —la interrumpió Smithback—.¿No es ésa la enfermedad que mató a un montón de gente en California?

Aragón asintió.

—La fiebre del valle, o fiebre de San Joaquín, llamada así por el nombre de una ciudad de California. Hubo un terremoto en el desierto cerca de San Joaquín hace muchos años. El temblor provocó un pequeño desprendimiento que levantó una polvareda, y ésta se extendió por toda la ciudad. Cientos de personas contrajeron la enfermedad y veinte de ellas murieron, infectadas de coccidiomicosis. Los científicos dieron en llamar a esta clase de nube tóxica «nube tectónica micótica». —Frunció el entrecejo y puntualizó—: Sólo que el hongo de aquí, de Quivira, es una cepa mucho más virulenta. En concentraciones pequeñas, puede matar en cuestión de horas o días, pero no tarda semanas. Veréis, para enfermar hay que inhalar las esporas, ya sea a través del polvo o… por otros medios. No basta con haber estado expuesto al contacto con una persona infec‐tada. —Se limpió la cara de nuevo—. Al principio, los síntomas de Holroyd me resultaban desconcertantes. No parecían deberse a ningún agente infeccioso que yo conociese y, desde luego, murió demasiado de prisapara que la causa pudiera estar relacionada con las sospechas más probables. Luego me acordé de aquel polvo herrumbroso del enterramiento real. —Miró a Nora—.Os hablé de mis conclusiones con respecto a los huesos, pero ¿recuerdas aquellos dos cuencos llenos de polvo rojizo? Tú creías que podía tratarse de algún tipo de ocre rojo, pero lo que no te dije es que ese polvo se componía de carne y huesos humanos secos y molidos.

—¿Por qué no nos lo dijiste? —le recriminó Nora.

—Digamos que en aquel momento estabais ocupados en otros asuntos. Además, quería entenderlo yo antes de presentaros un nuevo misterio. Bueno, el caso es que mientras especulaba con las causas de la muerte de Holroyd, me acordé de aquel polvo rojizo. Y entonces caí en la cuenta de lo que era exactamente. Se trataba de un polvillo conocido entre ciertas tribus amerindias del sudoeste con el nombre de «sustancia de cadáver».

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