La ciudad de los prodigios (43 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

BOOK: La ciudad de los prodigios
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6

Acompañado del eco lejano de los truenos el aguacero había vuelto; azotaba los postigos y repicaba en la claraboya que cubría el patio de cocinas. En la cocina las tres hijas del lisiado se habían quedado dormidas, recostadas contra la pared tibia, abrazadas tiernamente entre sí. En el salón mientras tanto los tres hombres proseguían su debate.

–Estás loco —le dijo Efrén Castells. Era el único que se atrevía a decirle cosas semejantes; él no se ofendía. Con las yemas de los dedos acarició las fotografías que había sacado del bolsillo de la chaqueta y extendido sobre la mesa para que las vieran sus interlocutores.

–Debo advertiros que las fotografías no le hacen justicia —les dijo—. De eso me di cuenta yo mismo al principio. Le hice engordar veinte kilos para ver si así su aspecto mejoraba un poco, para ver si ganaba un poco en… ¿cómo diría yo?… en presencia física, tal vez.

La había llevado a la finca de Alella que había alquilado exclusivamente para este fin; aquella finca convenía a sus planes porque estaba rodeada de un seto de cipreses recortados, muy alto y tupido. Le dijo que había sufrido mucho. Lo que te conviene ahora es descanso, le dijo; llevas años cuidando a tu padre, que en gloria esté; ha llegado el momento de que alguien cuide de ti. A estos razonamientos Delfina no supo oponer otros: había pasado muchos años en la cárcel; luego había vivido en un aislamiento absoluto, dedicada efectivamente a cuidar a su padre enfermo y lelo. Estaba acostumbrada a no disponer de su vida, no podía imaginar escapatoria a la obediencia ciega, salvo la muerte, no concebía otra disyuntiva. Cuando la llevó a la casa ya había allí un chófer, una cocinera y una camarera. No le extrañó que habiendo chófer no hubiera automóvil ni que esta servidumbre ocupara las habitaciones de la planta noble mientras ella era relegada al cuarto de arriba, expuesto a los cuatro vientos. Son gente de absoluta confianza, le dijo; les he dado instrucciones, ellos saben lo que hay que hacer; tú no tienes que ocuparte de nada, sólo hacer lo que ellos te indiquen. Ella sólo acertó a darle las gracias. Por dentro pensaba: quizá esto es como si estuviéramos casados; esto es lo que más se debe de parecer a estar casada con un hombre así.

Durante los meses que siguieron se limitó a dar las gracias a quien le dirigía la palabra. Por las mañanas la despertaba la camarera y le servía en la cama un desayuno copioso: tortilla de chorizo, embutidos, puré de patatas, tostadas con aceite y un litro de leche caliente. Luego la vestía y la dejaba en el jardín apoltronada en un butacón de mimbre, a la sombra de una mimosa. Le cubría los hombros con un chal de lana de Angora de color amarillo chillón: a este chal acudían las mariposas y las abejas, atraídas por el color. Luego comía y dormía la siesta. Se despertaba con el sol ya bajo, cuando le servían té o chocolate con bizcochos. Entonces daba un corto paseo por el jardín, seguida discretamente por el chófer. Al principio, uno de los primeros días había tratado de trabar conversación con este chófer. ¿No ha dicho Onofre si vendrá a verme?, había preguntado. El chófer la miró de arriba abajo antes de responder. Si se refiere usted al señor, dijo con retintín, el señor no suele informarme acerca de sus planes, ni yo le digo al señor lo que tiene que hacer. Me ha puesto en mi sitio, pensó ella; le dio las gracias y siguió paseando. Otro día quiso apartar los cipreses que formaban el seto para ver la calle pero el chófer le dio un empellón. Esto le importó menos que el no saber si él iría a visitarla o no. En realidad él no iba a visitarla porque estaba encerrado en su despacho escribiendo el guión de la película que ella había de protagonizar. Mientras él hacía esto sus sicarios seguían cebando a Delfina. Por la noche le administraban un somnífero para que durmiera muchas horas de un tirón. Ella no se daba cuenta de que comía en exceso: en la cárcel había pasado tanta hambre que había perdido de vista toda proporción, todo sentido de la medida: si ahora le hubieran dado nuevamente un trozo de pan, un poco de queso rancio, un arenque o un pedazo de bacalao en salmuera, le habría parecido bien; los festines pantagruélicos que le hacían ingerir también le parecían bien: no entendía que en la vida cupieran opciones o que estuviera en poder de las personas el ejercerlas a veces: su voluntad había sido anulada. Quizá por esto también le seguía amando. Por fin decidió escribirle una carta, decirle en ella lo que no había acertado a decirle en presencia de su padre. Cuando la hubo escrito se la dio a la camarera con el ruego de que la echara al buzón lo antes posible. Esa noche en la cocina los criados empezaron a leer la carta, cuyo contenido no entendían. Eran tres rufianes y cumplían su cometido tan mal como podían. Uno u otro estaba siempre ebrio, cuando no los tres a la vez. Aunque entre sí se odiaban, estaban siempre juntos, incapaces de pasar un instante privados de compañía. El chófer fornicaba alternativamente con la camarera y con la cocinera; a veces, cuando habían bebido en exceso, lo hacía con ambas a un tiempo. En estas ocasiones las dos mujeres se peleaban por él, se tiraban de las greñas, se arañaban y se mordían con ferocidad. Los gritos y el alboroto que acompañaban estas orgías bestiales conseguían despertar a Delfina; como estaba aún bajo los efectos del somnífero, no llegaba a recobrar la percepción por completo: entonces creía estar todavía en la cárcel, donde todas las noches la despertaban alaridos infernales. También allí al cabo de los años había conseguido superar la desazón que estos alaridos le producían al principio integrándolos en sus propios sueños. De esto se daba cuenta ahora.
Aquella noche
, había escrito en la carta que nunca llegó a sus manos, "yo también quise gritar pero me contuve. Este grito se me quedó dentro y lo vengo oyendo desde entonces todas las noches. No digo esto para hacerte un reproche: no es un grito de dolor solamente; también es un grito de felicidad sin límites. En todo caso me arrebata la paz que me podría traer el sueño a mi vida: ya no espero otro descanso que la muerte. Pero no, no quiero aparentar un valor que me falta, a ti no te pudo mentir: en mi vida he pasado por momentos difíciles, a veces he sentido ganas de renegar de la grandeza de mi destino, que ha sido el quererte. Esto que te digo ahora tampoco es un reproche. Siempre he pensado que si tú no fueras como eres, si hubieras actuado de un modo distinto, mi vida habría sido distinta de como ha sido y no hay nada que pueda causarme tanto dolor ni tanto espanto como este pensamiento: el de que un solo instante de mi vida podía haber sido de otro modo, porque eso significaría que en ese instante yo no te habría querido tanto como te he querido. No envidio a nadie ni me cambiaría por nadie, porque nadie te puede haber amado tanto como yo te he amado". Al leer esta carta a los criados se les cayeron varias manchas de vino en el papel. Vaya, qué contrariedad, dijeron, ¿qué dirá el señor Onofre si ve estos manchurrones? Para no ser descubiertos arrojaron la carta al fuego.

El marqués de Ut dijo: Yo me tengo que ir. Se levantó con dificultad: las articulaciones habían sido afectadas por la vigilia y la lluvia. ¿No tienes nada que agregar?, dijo Onofre Bouvila. El marqués consultó el reloj y arrugó el ceño; luego pensó que en realidad nada reclamaba su presencia en ninguna parte y lo desarrugó. Si hemos llegado hasta aquí, bien puedo quedarme hasta el final, dijo suspirando. Onofre Bouvila sonrió con reconocimiento. Siéntate y dime qué te preocupa, le dijo. El marqués se acarició las mejillas y las encontró rasposas.

–Hay una cosa que no entiendo —dijo por fin: hablaba arrastrando un poco la voz; las ideas se le escapaban a veces; el cansancio no le permitía concentrarse, cosa que ya le resultaba ardua en condiciones óptimas. Ahora se había quedado embobado mirando la fotografía de Delfina: una matrona emperifollada, de pie contra un fondo de cipreses, apoyada en la sombrilla, mirando al aire con expresión vacía. Dejó la fotografía, hizo chascar los labios y los dedos al mismo tiempo.

–Veamos —dijo Onofre con paciencia.

–¿Qué pinto yo en este asunto? – dijo el marqués de Ut.

Quizá si todos los hombres de negocios supieran que tarde o temprano han de morir se paralizaría la actividad económica en el mundo. Por fortuna éste no era el caso del marqués de Ut. Francmasón, zascandil y libertino, el marqués era en su fuero interno un conservador intransigente; su falta absoluta de opinión tenía un peso enorme en los círculos más reaccionarios del país. Estos pequeños grupos, integrados por aristócratas, terratenientes y algunos elementos del Ejército y el clero ejercían sobre la vida política de la nación una influencia decisiva de carácter inverso: no intervenían en nada, salvo para impedir que se produjeran cambios; se limitaban a dejar constancia de su existencia y a prevenir a la opinión pública de lo que podría suceder (algo trágico) si su inmovilismo a ultranza era contrariado. Eran como leones dormidos en medio de un aprisco. En realidad no sustentaban ninguna ideología: cualquier intento de racionalizar su actitud era mal recibido; habría supuesto a sus ojos poner en tela de juicio lo recto, lo justo y lo necesario de esa actitud, una brecha en el orden natural de las cosas. Que se justifiquen otros, decían: a nosotros no nos hace ninguna falta, porque tenemos la razón. Toda innovación, aunque coincidiera con sus intereses, les horrorizaba; aceptarla les parecía un suicidio. En este terreno toda discusión con alguno de ellos resultaba imposible. Onofre Bouvila lo sabía por experiencia; a veces había insinuado al marqués de Ut la conveniencia de introducir pequeñas reformas en tal o cual sector con el fin exclusivo de evitar males mayores. Ante esta noción el marqués perdía los estribos. ¿Para qué carajo quieres tú cambiar el mundo, hombre?, replicaba, ¿Quién te crees que eres?, ¿Dios Todopoderoso? Bah, bah, ¿no están las cosas bien como están? Eres rico y en definitiva de viejo no pasa nadie: tú a lo tuyo ¡y los que vengan detrás que arreen! Sus argumentos eran poco consistentes, pero no había en el mundo fuerza capaz de hacer que se apease de ellos. El que además estas proposiciones subversivas vinieran de Onofre Bouvila no hacía más que reafirmarle en sus principios: Al fin y al cabo, le decía, tú has salido de la nada, eres un labriego a quien se ha permitido ganar dinero a espuertas: ahora los humos se te han subido a la cabeza y te crees con derecho a voz y a voto, ya quieres tener vela en este entierro, ¿eh? Esto a sus ojos era prueba de que en el futuro había que andar con más tino, ser más estricto. El que fuera capaz de decir estas impertinencias a su amigo, cuya hospitalidad generosa no rehusaba jamás y a quien debía favores importantes y sumas de dinero elevadas suscitaba la admiración y la envidia de Onofre Bouvila. Con él tampoco podía darse por ofendido. ¿Por qué sois tan cerriles?, se limitaba a responder con suavidad; con vuestra inflexibilidad vais a provocar vuestra propia destrucción. A esto el marqués replicaba con gritos y aspavientos de energúmeno; anunciaba que su paciencia estaba llegando al límite y que si la conversación seguía por aquellos derroteros se vería obligado a enviar sus padrinos a Onofre Bouvila. En estos momentos el marqués no habría vacilado en matarlo sin remilgos. Como para el marqués y sus correligionarios el orden existente era algo natural, todo desorden era por necesidad externo al sistema y había de ser eliminado por el método que fuera. En estas ocasiones recurrían siempre al ejemplo del organismo enfermo, el miasma y la amputación: una metáfora confusa que no entendían ni los sociólogos ni los cirujanos.

–Lo mismo decía Luis XVI cuando fueron a advertirle de lo que estaba pasando en las calles de París —dijo Onofre Bouvila con ánimo de desconcertar a su interlocutor, más por juego que por otra causa. Pero el marqués de Ut había respondido imperturbable que todos los franceses eran hijos de mala madre y que lo que le pudiera suceder a un francés a él le importaba un bledo—. ¿Aunque sea el rey? – había contraatacado Onofre Bouvila.

–Ah, no, eso no —dijo el marqués poniéndose en pie—: Con la casa de Orleans no se mete nadie en mi presencia y si la conversación continúa por estos derroteros me veré obligado a enviarte mis padrinos. Tú verás lo que haces.

Ahora sin embargo las cosas habían tomado otro cariz: no podía ser tomado a la ligera lo sucedido en Rusia, en Austria-Hungría o en la propia Alemania. Sólo un cambio profundo y osado permitiría que todo siguiera siendo como hasta entonces.

–¿Y este cambio osado y profundo consiste en esto? – dijo el marqués—. ¿En hacer películas con esta foca?

Onofre Bouvila seguía sonriendo, conciliador: no estaba dispuesto a contarle todavía al marqués el alcance verdadero de sus planes.

–Confía en mí —le dijo—. Yo sólo te pido esto: que no saquéis las tropas a la calle; que convenzas a los tuyos de que no soy un loco ni obro de mala fe. Dadme un período de gracia: yo os demostraré lo que puedo hacer. Pero es preciso que durante este período haya calma en vuestras filas. Si se produjeran pequeñas algaradas, dejad que la masa se divierta, haced como que no os dais cuenta: todo forma parte de mi plan.

–No puedo comprometerme a tanto —dijo el marqués. La fatiga le había llevado a una actitud defensiva rara en él.

–Ni yo te pido que lo hagas —dijo Onofre Bouvila—. Sólo que hables de esto a los tuyos. ¿Lo harás por nuestra vieja amistad?

–Déjame pensarlo —dijo el marqués. No podía pedírsele más, por lo que no insistió. Ahora el teatro estaba lleno de los cofrades del marqués de Ut y éste, Bouvila y Efrén Castells espiaban sus reacciones desde el palco celado.

–Parece que va bien —dijo el gigante de Calella.

Onofre Bouvila hizo un gesto afirmativo: No podía ser de otro modo, dijo para sus adentros. Una vez más la intuición había funcionado. Cuando la llevaron al estudio cinematográfico Delfina no opuso resistencia ni dio muestras de curiosidad; igual habría sido llevarla a otro sitio cualquiera. Este estudio cinematográfico había sido erigido en un solar situado entre San Cugat y Sabadell, no lejos de donde están hoy los edificios de la Universidad Autónoma de Barcelona. El costo de su construcción había sido muy elevado, porque todo el equipo técnico había sido importado de varios países. En la operación habían intervenido dos pioneros del cinematógrafo catalán: Fructuoso Gelabert y Segundo de Chomón; ninguno de ellos, sin embargo, había querido dirigir la película que Onofre Bouvila había concebido: el proyecto les parecía descabellado. Por fin fue contratado un viejo fotógrafo sin trabajo, un hombre de origen centroeuropeo, tiñoso y desabrido, llamado Faustino Zuckermann. La elección no fue desacertada: este hombre se compenetró desde el principio con el proyecto sin dificultad. Con Delfina fue tiránico, no había sesión de rodaje en que no la hiciese llorar por un motivo u otro. Era alcohólico y dado a sufrir ataques súbitos de cólera incontrolable. En esas ocasiones había que dejarlo solo, huir de su proximidad para no recibir un golpe dado con mala intención: una vez le rompió tres dedos de la mano a una modista, otra vez abrió la cabeza de un botones de un silletazo. La atmósfera de abyección que creaban en el estudio este personaje y otros similares era del gusto de Onofre Bouvila: él sabía que de allí saldría una flor más delicada y aromática. Los resultados se hicieron esperar; los primeros intentos resultaron fallidos. El atraso tecnológico en que se encontraba Barcelona en este terreno era todavía abismal. La primera película que se rodó tardó tres meses en salir del laboratorio. Cuando por fin estuvo revelada se vio que no se podía aprovechar: unas secuencias eran demasiado oscuras y otras eran tan luminosas que herían los ojos del espectador, quedaban impresas en su retina durante varias horas; en otras revoloteaban por la pantalla unas manchas ocres amorfas; en algunas el movimiento se había invertido inexplicablemente, todo iba al revés: las personas andaban hacia atrás, llenaban sus copas con un líquido que sacaban de la boca, etcétera; también algunos además caminaban por el techo mientras los otros lo hacían por el suelo. Este desastre no alteró el ánimo de Onofre Bouvila. Ordenó que quemasen todo aquel celuloide inútil y que empezase el rodaje de nuevo, en ese preciso instante. Le respondieron que Faustino Zuckermann no estaba en condiciones de trabajar, que no se tenía en pie. Que dirija sentado, respondió. En esto le imitaron luego muchos directores famosos. Para este segundo rodaje hubo que hacerlo todo nuevamente, porque los decorados y el vestuario del rodaje anterior habían sido quemados también. Esta medida había sido dispuesta expresamente por el propio Onofre Bouvila para que nada de lo que se hacía en el estudio trascendiera al exterior. Mantener el secreto era esencial para él. Pesaban amenazas terribles sobre el personal del estudio; a cambio de eso las remuneraciones eran altísimas. Por fin fueron a decirle que la segunda película ya estaba lista, si quería podía verla en una sala de proyección situada en el mismo estudio. Al oír esto dejó todo lo que tenía entre manos en ese momento, en un automóvil de cristales ahumados se hizo conducir allí. Esta película era la misma que ahora arrancaba lágrimas a los oligarcas congregados en el teatro gracias a la mediación del marqués de Ut. Al terminar aquella primera proyección privada había llamado a su presencia a Faustino Zuckermann. El viejo fotógrafo despedía un olor insoportable a vino tinto y cebolla cruda; su aliento parecía emanar del centro de la tierra.

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