La ciudad de la bruma (19 page)

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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La ciudad de la bruma
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Indicó una tapa de alcantarilla situada en una bocacalle.

—¿Y si te equivocas? —inquirió Gregory.

—Se vuelve cada uno a su casa y Elizabeth recupera la sonrisa. Pero no me equivoco. No sé si os habéis dado cuenta, pero desde este punto en el que nos hallamos se puede llegar a cualquiera de los lugares donde se cometieron los crímenes en unos diez minutos, menos si el interesado lo hace corriendo.

Los otros tres intercambiaron fugaces miradas. Algo ingenuamente, hasta entonces no habían querido creer realmente que el asesino de Whitechapel pudiera estar allí abajo, pero ahora, tan cerca, esa idea los golpeó de repente. Los edificios cercanos, a aquella hora tardía, se recortaban negros como amenazas.

Todos lo pensaron, pero fue Elizabeth quien lo dijo:

—Quizás deberíamos olvidarnos de jugar a agentes de Scotland Yard y regresar por donde hemos venido.

Joseph la miró desde el interior de su capucha.

—Estoy de acuerdo en que tú no deberías entrar, querida. Ya te lo dije antes. Sugiero que esperes aquí. Yo, sin embargo, sí voy a entrar.

—No pienso quedarme sola bajo la lluvia.

—Entremos de una vez—terció Gregory—. Me estoy calando.

William se agachó y, ayudándose de una pequeña palanca, levantó la tapa de la alcantarilla y la apartó a un lado. Las cuatro cabezas, casi tocándose las unas a las otras, se asomaron al agujero sin poder evitar sobrecogerse. De la pared brotaban unos asideros de hierro a modo de escalera y abajo se distinguía un pequeño torrente de agua oscura.

—¿Estáis listos?

—Vayamos con cuidado.

Miraron a su alrededor para cerciorarse de que nadie les veía y luego William descendió en primer lugar. Aunque la altura era considerable, no tardó en llegar al final de la escalera, que terminaba a poco menos de un metro del fondo. Desde ahí saltó, intentando esquivar el hilo de agua que corría por el centro.

—¿Qué ves? —preguntó, inquieta, Elizabeth desde lo alto.

Antes de responder, William prendió el candil que llevaba consigo y aguardó a que la oscuridad se retirase. Se encontraba en una especie de corredor de techo abovedado y paredes de ladrillo rojizo cubiertas de musgo y suciedad. En ambos extremos del corredor, más allá del haz de luz de su candil, la negrura era impenetrable. Un constante sonido de agua cayendo y desplazándose llenaba sus oídos, y un repulsivo tufo a podredumbre y porquería se instaló enseguida en su nariz y su paladar.

Alzó la cabeza para contestar y divisó a Joseph, esforzándose en asirse el primer peldaño de la escalera. Gregory le ayudó, pues Joseph solo podía valerse de su mano izquierda. William se hizo a un lado para dejar sitio a su amigo, y al poco se les unieron los otros.

—Joseph, recuérdame que no vuelva a hacerte caso en ninguna otra idea tuya —masculló Gregory, medio en broma medio en serio. Encendió también él el candil que portaba y Joseph hizo lo propio—. Bien, ¿en qué dirección?

Todos miraron a Joseph esperando una respuesta, y este, tras una breve duda, señaló hacia delante diciendo:

—Por aquí vamos al suroeste.

Pocos metros más allá, el suelo desapareció bajo sus pies, transformándose en una ciénaga pestilente. Cada vez había más agua.

—El olor es insoportable —protestó Elisabeth en voz alta.

Joseph, al igual que en la superficie, iba en cabeza. Pese a ser consciente del riesgo que corrían, se sentía entusiasmado. Por primera vez en su vida creía estar haciendo algo que valía la pena; estaba seguro de que su idea era acertada, que el asesino utilizaba aquellos túneles para escapar sin ser visto, y si pudiera encontrar una prueba de que así era y convencer a la policía, no sería difícil tenderle al criminal una emboscada y capturarle.

Detrás de él, William soltó una exclamación de disgusto:

—¡Ratas! —explicó, blandiendo su candil para que los repugnantes roedores se escabulleran.

—No te preocupes por ellas —dijo Joseph—, tienen más miedo de nosotros que nosotros de ellas.

—Habla por ti —apuntó Elizabeth, que avanzaba justo detrás de su hermanastro.

El pasillo por el que iban desembocó sin previo aviso en otro de mayor anchura, y en el que el caudal del agua era asimismo mayor. Al verlo, Joseph sonrió con satisfacción, aunque sus compañeros no pudieron verlo.

—Esto debió ser el antiguo río.

—¿Estás seguro?

—Todo lo seguro que puedo estar. Zigzagueaba desde el norte, por Hampstead, hasta unirse al Támesis cerca del Parlamento.

—Pues aquí se acaba la imagen idílica que siempre he tenido de los ríos —comentó Gregory—. Este lo han convertido en un torrente de aguas fecales.

—Los inconvenientes de la civilización.

—Bueno, hasta ahora tenías razón, Joseph, pero ¿cómo vamos a hallar ninguna prueba de que el criminal utilice esto para desaparecer?

Su amigo se encogió de hombros, sin saber qué contestar, pero en ese preciso momento, ofreciendo una respuesta muda a la pregunta de William, surgió una luz en uno de los extremos de aquel nuevo túnel. Más que una luz, era un reflejo que se balanceaba adelante y atrás, provocando al hacerlo que la oscuridad se contrajera y se volviese a expandir, rítmicamente. Parecía provenir de algún otro corredor, que se unía con el principal tal y como había hecho el que les había llevado a ellos allí.

* * *

La visión de la luz tuvo un efecto inmovilizador en los cuatro. Permanecieron quietos, aguantando la respiración, mirando aquel foco de claridad como si los hubiese imantado. La distancia era engañosa, pues entre la luz que se aproximaba y los candiles que ellos sostenían se extendía una especie de vacío, un espacio de completa negrura y longitud indefinida.

—¿Lo estáis viendo? —preguntó Gregory, con la voz convertida en un susurro.

—¡Apagad las luces, rápido! —urgió William.

Pero fue demasiado tarde. Al apagarlas la oscuridad se hizo aún más lóbrega y la otra luz se detuvo, y tras un par de segundos, se apagó también.

De no ser por el ruido del agua, habrían pensado que el mundo había dejado de girar. De sopetón, en el interior de cada uno de ellos se abrió camino el pánico y la conciencia punzante de que habían ido a meterse por propia voluntad en la boca del lobo. Además, habían cometido el absurdo error de no comunicar a nadie su plan, de forma que si no regresaban a la superficie, nadie iría a buscarlos allí.

William aguzó el oído, pero no se escuchaba nada aparte del maloliente torrente que fluía hacia el Támesis. Pensó que, como antes las ratas, tal vez el desconocido portador de la misteriosa luz se hubiese asustado tanto o más que ellos. Si se trataba del asesino (¿y quién, si no, podía ser a aquellas horas y en aquel subterráneo?), lo más probable es que hubiera creído que ellos eran agentes de Scotland Yard y en esos momentos estuviera corriendo hacia la salida más cercana. Aguantó un poco más y se decidió a encender de nuevo su candil.

—¿Qué estás haciendo?

William extendió su brazo con la lámpara en la dirección en la que antes había estado la luz.

—Mirad, no está ahí. Fuera quien fuera, se ha dado media vuelta y se ha largado.

—Salgamos de aquí de una vez —solicitó Elizabeth.

—Sí, supongo que esa es la prueba que andábamos buscando —concedió Joseph.

Se giraron en el mismo instante en que otro candil se encendía a sus espaldas, demasiado cerca…

—¿Quiénes sois? —la voz que los interrogaba sonaba llena de ira.

La claridad les mostró a un hombre alto, vestido de negro y envuelto en una larga capa del mismo color. Había aprovechado para situarse detrás de ellos, lo que demostraba que conocía las cloacas a la perfección.

—¿Quién es usted? —preguntó a su vez Elizabeth.

El extraño bajó la mirada hacia ella y Elizabeth pudo ver que los ojos que la contemplaban eran los de un demente. Después el hombre fue iluminando uno por uno los otros tres rostros, siendo el último el de Joseph, ante el cual el temblor de su lámpara mostró su sobresalto.

—Tú eres el Hombre Elefante, ¿no es cierto? —dijo, reponiéndose de la impresión—. Recuerdo que te vi hace años…

En aquel túnel, en el subsuelo de Londres, un monstruo miraba a la cara a otro. Pero los diferenciaba que la monstruosidad de uno se limitaba a su apariencia externa mientras que la del otro residía en sus entrañas.

De repente, sin mediar palabra, Gregory le propinó una patada y lo empujó, haciéndole caer hacia atrás.

—¡Corred! —gritó, buscando a ciegas la mano de Elizabeth y tirando de ella con ímpetu.

En cuestión de segundos el desconocido se había vuelto a poner en pie, y eso era mucho menos tiempo del que Joseph necesitaba para alejarse lo suficiente. Sin embargo, por algún motivo, no fue tras él. Quizás, en su enfermizo racionamiento, se sentía de alguna manera identificado con él. Por el contrario, se apresuró por un túnel distinto.

—¡Parad, parad! —dijo William, dándose cuenta de que a Joseph le costaba seguir su ritmo—. No nos está siguiendo.

Respiraban entrecortadamente, por la carrera y porr el miedo, que parecía adherirse a ellos con manos espectrales.

—Enfocad hacia arriba —ordenó Elizabeth—, tiene que haber una alcantarilla por la que podamos salir.

—¿Habéis visto por dónde se ha metido?

—Quizás haya escapado.

—No, creo que quiere sorprendernos. Debe conocer este lugar de sobra, si es quien creemos que es.

—¿Dudas que lo sea?

Continuaron avanzando, en la dirección opuesta a la que pensaban que había tomado el otro, y buscando ávidamente una escalera que les permitiera ascender.

Desde las sombras situadas delante de ellos les llegó un murmullo cada vez más fuerte.

—¿Qué es eso?

—Me parece que nos estamos acercando al Támesis. ¿Habéis notado que este pasadizo está inclinado? Estamos descendiendo. Vamos directos al río —respondió Joseph.

—Deberíamos volver.

—No podemos, ese hombre puede estar esperándonos en cualquier parte —dijo William.

—¿Y qué sugieres, seguir hasta el Támesis?

—Habrá una salida antes, tiene que haberla.

Prosiguieron, sin dejar de mirar hacia atrás a cada instante, y aunque no vieron al desconocido estaban seguros de que estaba allí, siguiendo su rastro. A medida que avanzaban el murmullo aumentaba, hasta que acabó por convertirse en un estruendo. Pronto descubrieron por qué. El corredor por el que huían terminaba abruptamente en una caída de varios metros; el agua fétida, que ya hacía un buen rato les llegaba hasta las rodillas, se precipitaba en una cascada cuyo final no se veía, quedaba más allá de la ocre claridad que proyectaban sus candiles, oculto por un manto de oscuridad.

—¿Y ahora qué? —preguntó Gregory, casi gritando y sin dirigirse a nadie en particular.

En lugar de responder, William y Joseph movieron sus lámparas a ambos lados, descubriendo que no muy lejos había otras cataratas similares, un número impreciso de túneles vertiendo su contenido en el mismo sitio.

—Esto debe ser una especie de colector o algo así. —opinó Elizabeth.

—Exacto.

La voz les sobrecogió. Era la del hombre, que había reaparecido unos metros detrás de ellos.

—Toda la porquería de la mitad norte de Londres se une ahí abajo y va a parar al Támesis por medio de un último túnel, que está sumergido. En otras palabras: no hay salida, a no ser que queráis saltar y aguantar la respiración durante los próximos quince o veinte minutos.

Elizabeth buscó a tientas una mano que la confortara, y encontró la de William, que tiró de ella para que se colocara tras él, de forma que la cubría con su cuerpo. El hombre dio un par de pasos hacia ellos, penetrando en la zona de claridad, lo que les permitió ver el cuchillo que aferraba con su mano derecha. El filo del arma emitió destellos al incidir sobre él la luz.

—No deberíais haberme visto, ahora no puedo tolerar que salgáis de aquí.

Joseph miró hacia abajo. Saltar no era una opción, no era más que cambiar una muerte por otra. Solo tenían una alternativa. Pensó que, puesto que sus amigos se hallaban en aquella situación por haberle hecho caso a él, si atacaba al hombre tal vez ellos pudieran apañárselas para escapar. Gritó, como imaginaba que haría un auténtico guerrero al entrar en combate, pero al tiempo que él lo hacía, lanzándose hacia delante como una fiera enrabietada, le sorprendió oír otros dos gritos, los de Gregory y William, que habían pensado exactamente lo mismo.

El hombre, confiado por su fortaleza física y por el miedo que sabía que dominaba al grupo, no esperaba semejante ataque, pero logró rehacerse a pesar de los puñetazos y empellones que recibía y hundió la hoja de su cuchillo en uno de los cuerpos que tenía sobre él. Fue Gregory quien recibió la herida. En la penumbra no pudo ver la mancha oscura que aumentaba velozmente de tamaño en sus ropas, pero sintió que sus fuerzas le abandonaban y que una corriente gélida se abría paso dentro de él.

Al comprender lo sucedido, tanto William como Joseph aflojaron momentáneamente en su ímpetu y su rival lo aprovechó para ponerse en pie.

Todos los candiles habían caído y solo uno de ellos continuaba milagrosamente encendido, proyectando en torno a ellos una suerte de anochecer bajo tierra en el que las sombras ganaban terreno rápidamente.

El hombre fue hacia Elizabeth y William corrió también hacia ella, mientras Joseph, con su mano izquierda, intentaba ayudar a Gregory a incorporarse para que la corriente no lo arrastrara.

Con un veloz movimiento, el hombre agarró a Elizabeth por el cabello y tiró de ella para atraerla hacia sí; la muchacha gritó de dolor y espanto al sentir el filo del cuchillo en su garganta. William saltó contra él, poniendo todos sus esfuerzos en sujetar la mano quee sostenía el cuchillo para que no pudiera hundirlo en el cuello de Elizabeth. Los tres se tambalearon y sus cuerpos resbalaron sobre el musgo que cubría el suelo y las paredes del corredor.

Con alivio, William vio que su hermana conseguía zafarse y se apartaba, pero ahora todas las energías de su rival se centraron en él. El desconocido soltó un codazo que impactó en el rostro del muchacho y le obligó a soltarle. El dolor ardiente en la nariz le hizo cerrar los ojos un instante, y cuando volvió a abrirlos, el otro estaba de pie frente a él y continuaba con el arma en su mano.

El hombre avanzó hacia él mientras William se incorporaba. Lanzó el brazo a la altura del pecho, pero el chico reaccionó a tiempo para girar su cintura, con lo que el cuchillo solo encontró aire y vacío. La furia del agresor había sido tanta que no pudo volver a estabilizarse, perdió la verticalidad y todo su cuerpo fue hacia delante, precipitándose por el borde de la cascada. La oscuridad del fondo lo engulló y después se oyó cómo se zambullía en el agua.

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