La ciudad de la bruma (6 page)

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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La ciudad de la bruma
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—¿Y si, por una de esas mil razones que dices, decide no volver a este pub? ¿Entonces qué?

Entonces no habría trato. Ninguno de los dos lo dijo en voz alta, pero ambos pensaron lo mismo. Por distintos motivos, los dos deseaban que Elizabeth entrase cuanto antes por la puerta del Ten Bells.

Todas sus dudas acerca de si podría reconocerla o no se disiparon en una décima de segundo. Solo fue un instante, un vistazo efímero, pero suficiente. La vio pasar entre la gente y dirigirse a la puerta, y de pronto sintió un fogonazo de rabia al darse cuenta de que había estado en el local mucho rato, era la joven que estaba junto a la mujer que Gregory le había señalado antes, Annie. Se levantó, tirando con el impulso y la prisa la silla hacia atrás y volcando su vaso al golpear la mesa con la cadera y correr hacia la puerta. La distancia era escasa, pero había tanta gente que apenas podía avanzar y ya a punto de salir tras ella tropezó con alguien y cayó hacia delante, trastabillando. Se alzaron varias voces de protesta y William sintió que le agarraban por los hombros y le ayudaban a levantarse. A través de los cristales cubiertos de vaho no vio más que oscuridad; Elizabeth había desaparecido y no había visto qué dirección había tomado.

Trató de zafarse de las manos que le sujetaban, pero quienquiera que fuera tiraba de él para que se diera la vuelta.

—¡Señorito Ravenscroft!

La voz le sonó familiar, supo de quién era antes de verlo:

—¡Stevens!

—¿Qué hace usted por aquí, señorito?

—Stevens, tengo prisa.

Pero las manos no le soltaban.

—Jamás hubiera imaginado encontrarle en semejante lugar. —Había un fondo de picardía en su tono.

—¡Suélteme!

Tuvo que empujarle para librarse de sus manos, se giró y salió… Miró a un lado y otro de la calle Commercial y se asomó también a Fournier, sin ver ni rastro de Elizabeth. En las dos calles, la niebla nocturna era muy densa. Stevens y Gregory salieron tras él.

—¡Maldita sea! ¡Maldito sea usted, Stevens!

El investigador abrió los brazos con expresión de no entender nada.

—¿La has visto? —preguntó Gregory.

—Sí, tenías razón, poeta. Pero la he vuelto a perder.

Mientras hablaban, salió un grupo de gente del pub y se alejó por la calle Commercial, manteniendo una conversación casi a gritos.

Stevens miró a los dos alternativamente, como si le costase asimilar que dos muchachos de aspecto tan distinto se conociesen.

—¿Puedo preguntarle qué ocurre, Mr. Ravenscroft? ¿De quién hablan?

William le dirigió una mirada iracunda. Aquel hombre había tenido el don de la inoportunidad.

—De nadie que le incumba, Stevens —y dirigiéndose a Gregory, añadió—: Volvamos dentro.

Dio un par de pasos hacia la puerta, pero el investigador le retuvo, poniendo la palma de su mano en su pecho. Su tono de voz había sufrido un cambio:

—No seguirá usted empeñado en buscar a esa chica, Elizabeth, ¿verdad? Le dije que había fallecido, lamentablemente. No busque fantasmas, señorito. A su edad esas cosas pueden tener efectos perjudiciales.

William le dio un manotazo en el antebrazo y entró en el local, seguido por Gregory. Stevens echó a caminar, adentrándose en la oscuridad de la calle Fournier.

—¿Quién es ese tipo? —preguntó Gregory una vez dentro, sin obtener respuesta, pues William parecía de nuevo buscar a alguien entre la gente.

—¿Dónde está esa mujer?

—¿Quién?

—La que me dijiste antes, tu amiga.

—¿Annie? ¿Te refieres a Annie?

El otro asintió y Gregory comenzó también a tratar de localizarla, pero después de unos minutos de búsqueda infructuosa se dieron por vencidos.

—Habrá salido sin que la viéramos mientras estábamos fuera.

—La vi con Elizabeth —dijo William—. Tal vez ella pueda ayudarnos a encontrarla.

—Podemos probar en la pensión. A menudo coincido con ella antes de irme a dormir.

* * *

De camino a la pensión Crossingham's, William decidió contarle a Gregory quién era Stevens.

—¿Y por qué crees que te dijo que ella había muerto?

William había pensado en ello, pero no había llegado a una conclusión.

—No lo sé —respondió—. Supongo que simplemente pensó en lo cómodo que sería para él ahorrarse el trabajo y lo difícil que me resultaría a mí comprobar que estaba mintiendo. No imaginó que existían unas cartas de Elizabeth y que yo podría descubrirlas. Ese fue el error, y solo por una fecha; con que me hubiera dado él una fecha posterior a la de las cartas, yo nunca habría podido pensar que me estaba engañando.

—Todavía no me has dicho quién es Elizabeth.

Ya estaban llegando y William no contestó. En realidad, no habría sabido qué contestar.

Entraron y a las preguntas de Gregory el encargado les informó de que Annie acababa de marcharse de nuevo porque no llevaba encima el dinero necesario para pagar su cama.

—Por lo visto sí tenía para la bebida —dijo el tipo, con desprecio.

—¿Qué hacemos?

—Puede que vuelva pronto. Podemos esperarla en la cocina, ven.

Gregory le pidió al encargado que les avisara si la mujer regresaba y se internaron por un corredor oscuro que desembocaba en una estancia que hacía las veces de cocina y sala de estar, con bancos alargados de madera en los que se sentaban alrededor de una media docena de personas, hombres y mujeres, lo más cerca posible del fuego que ardía en la chimenea. Otro tipo, el viejo que siempre hablaba solo, ocupaba un taburete en un rincón. El lugar, apenas iluminado, resultó tenebroso a los ojos de William, y las caras de aquella gente no le parecieron nada amistosas. Sobre la chimenea descansaban cuatro teteras, y al lado, en la pared, un armario sin puertas mostraba platos, copas y sartenes ennegrecidas para que quien tuviera algo de comida pudiera utilizarlos. Con una rápida mirada, William comprobó que solo dos de las personas allí presentes comían (algo que no pudo adivinar qué era), mientras otros las observaban con notoria envidia. Alguno de ellos saludó a Gregory con desgana y este devolvió el gesto de igual forma.

Se sentaron en un banco libre, apartados de los demás. El viejo, como todas las noches, hablaba en voz alta sin dirigirse a nadie en particular, diciendo prácticamente las mismas cosas que Gregory ya conocía de memoria.

—Annie suele pasar por aquí antes de acostarse —dijo Gregory.

Sin embargo, pasó el tiempo sin que Annie apareciera y William comenzó a impacientarse.

—Es muy tarde.

—No siempre es sencillo conseguir dinero a estas horas.

—¿Pero de dónde lo va a sacar…? —William realizó la pregunta antes de adivinar él mismo la respuesta y sentir un escalofrío: Annie era prostituta, como tantas otras mujeres de aquel infierno en que se había convertido el East End. Se le ocurrió que las prostitutas eran los fantasmas que mencionaba el viejo una y otra vez—. ¿Y si ha entrado ya y no ha pasado por aquí?

—El jefe nos habría avisado.

—Tal vez se haya quedado adormilado. Prefiero comprobarlo.

—Como quieras.

Subieron a la primera planta, donde había dos puertas. Una daba a un cuartucho donde los encargados se turnaban para descansar y la otra a una sala amplia donde podían dormir varias parejas, separadas entre sí por delgadísimos muros de madera que no alcanzaban al techo, dejando poco menos de un palmo de espacio libre para ventilación. Continuaron hasta la planta superior, en la que había una sola habitación que ocupaba todo lo largo del edificio y en la que dormían personas solas, sin ninguna intimidad y sin separación por sexos. La mayoría de las camas estaban ocupadas y el rumor de varias respiraciones mezcladas zumbaba en la atmósfera densa de la estancia.

—La mía es la última, la más cercana a la ventana —explicó Gregory en un susurro—. Ser cliente habitual tiene sus beneficios —dijo con una media sonrisa—. La de Annie es esa otra —indicó un camastro vacío.

—¿Cuánto te cuesta esto?

—Cuatro peniques por noche. Las dobles de abajo valen ocho.

El aire allí dentro estaba viciado y hedía a sudor, humo y suciedad de años. Las dos únicas ventanas en toda la habitación, una en el fondo, donde estaba la cama de Gregory, y otra frente a las escaleras, estaban cerradas y William dudó que alguna vez se abriesen. Los cristales estaban tan sucios que ni siquiera en los días más soleados debía entrar demasiada luz. Había manchas de humedad en las paredes y el techo, y el suelo estaba cubierto de pisadas de barro y trozos de tabaco de mascar que los inquilinos habían escupido y nadie se había preocupado de limpiar.

—Esto es irrespirable.

—¿Qué esperabas?

—¿Cómo puedes soportarlo?

Gregory se encogió de hombros. No había respuesta para semejante pregunta. La vida en el East End era extremadamente dura para todos y solo los que se veían obligados a afrontarla sabían cómo era y cómo sobrellevarla. La gran mayoría abandonaba pronto la idea de salir de allí y se sumergía en la bebida, destruidos por la escasez de comida y sueño. No existía conciencia de futuro, solamente el día a día. Pero Gregory era distinto, o eso al menos quería creer él mismo: él saldría a flote, era fuerte física y psíquicamente.

—Tiene su parte buena —dijo.

—¿Parte buena?

—Sí. Aquí cada uno es su propio dueño. No hay lazos ni cadenas. La gente que viene aquí es libre… —se interrumpió, porque ni siquiera él creía lo que estaba diciendo. La gente que frecuentaba pensiones como aquella eran prisioneros, esclavos de la más absoluta pobreza. En una de sus primeras noches en Londres había escuchado aquellas palabras de boca de un charlatán y, aunque al principio le sonaron atractivas, pronto comprendió que eran un intento de autoengaño, el último remedio de alguien que se sabe perdido—. ¿Qué quieres? Esto es mejor que dormir a la intemperie. El frío no es tan intenso aquí dentro.

Hasta hacía bien poco, William nunca se había parado a pensar en las diferencias que existían entre la vida que a él le había tocado vivir y la de otros, como Gregory o Annie, pero desde que entró por primera vez en las calles del East End no podía dejar de sorprenderse. La Mansión Ravenscroft no quedaba excesivamente lejos, pero recorrer la distancia que había entre la pensión Crossingham's y la mansión era salir de un mundo y entrar en otro completamente distinto.

—¿Es posible que no vuelva? Es muy tarde.

Gregory se encogió de hombros.

—Si no obtiene el dinero…

—¿Y si algún cliente le ofrece alojamiento en otro lugar?

—¿A una mujer como Annie? No, no lo creo. Ella no tiene esa suerte. Lo que podría ocurrir es que no consiguiera lo suficiente para pagar su cama.

—¿Y entonces?

El otro realizó una mueca.

—No sería la primera vez que durmiera en cualquier rincón.

Descorazonado, William decidió que ya no podía hacer nada más esa noche para encontrar a Elizabeth. Gregory se ofreció a acompañarle parte del camino y prometió obtener toda la información posible si veía a Annie.

A pesar de la frustración de haber perdido a Elizabeth por un suspiro, mientras regresaba a la Mansión, William iba pensando en que sin duda la ayuda de aquel muchacho le resultaría muy útil para proseguir la búsqueda otro día. Él sería capaz de desenvolverse en el East End, y, además, el aprendiz de poeta parecía ser de confianza después de todo.

* * *

Annie Chapman no iba a volver a la pensión esa noche.

Probablemente sus ojos azules vieron el rostro de su asesino, pero a pesar de su corpulencia no pudo hacer nada por defenderse. Había pasado toda la noche despierta, procurando obtener el dinero suficiente para pagarse una cama, y estaba muy cansada. Además, los movimientos del criminal fueron muy rápidos y precisos para evitar la posibilidad de que la víctima gritara pidiendo auxilio.

Alrededor de las seis de la mañana del sábado día ocho de septiembre, el cadáver de Annie Chapman fue descubierto en un patio en el número veintinueve de la calle Hanbury, envuelto en su largo abrigo negro y tumbado boca arriba sobre la hierba que se había abierto paso a través de los adoquines del suelo, junto a una valla de madera de unos dos metros de altura.

* * *

Cuando regresó a casa, William todavía se lamentaba por la oportunidad perdida. Había tenido a Elizabeth al alcance de la mano y la había vuelto a perder… todo por culpa de aquel inoportuno encuentro con Stevens.

¡Stevens! De todos los lugares en que podía haberse encontrado por casualidad con él, había tenido que ser precisamente en el pub Ten Bells, y de todos los momentos en que ese encuentro casual podía producirse, había tenido que ser justo cuando acababa de ver a Elizabeth.

Algo no encajaba. Algo no parecía bien. De acuerdo, Gregory le había dicho que el Ten Bells era uno de los locales más afamados y frecuentados del East End, todos los habitantes de la zona lo conocían, y la inmensa mayoría había estado allí alguna vez, pero el hecho de coincidir allí con Stevens, ¿podía achacarse simplemente a la casualidad?

* * *

Su espíritu proclive a la aventura llevó a Jeremiah Winston a ver con buenos ojos la oportunidad de marchar a hacer la guerra en Afganistán, a pesar de haberse prometido en matrimonio y de las grandes expectativas de sus negocios. Lo dejó todo en suspenso, confiado en que la contienda sería poco más que una excursión que duraría unos meses, tal vez un año, tras el cual regresaría convertido en un héroe. Su optimismo natural no le permitió imaginar el horror que le aguardaba en Maiwand.

Aquel día, mientras huía enloquecido de los cañonazos, las balas y los cuchillos ensangrentados del enemigo, Jeremiah creyó encontrar la muerte a cada nuevo paso que daba, pero la muerte pareció decidir dejarle escapar por esta vez. Así las cosas, cuando pisó de nuevo suelo inglés pensó que la pesadilla había terminado al fin, y sin embargo podría decirse que no había hecho sino comenzar.

Su convalecencia fue larga y difícil y su estado le impidió emprender el viaje de vuelta con prontitud, así que para cuando regresó a Londres había transcurrido más de un año desde su marcha. Pero ¿qué era un año al fin y al cabo? ¿Cómo habría podido prever que su vida cambiaría tan radicalmente en semejante espacio de tiempo?

Nadie le estaba esperando, y tras sobreponerse a la sorpresa inicial de no ser recibido por su prometida ni por su socio, Jeremiah Winston los buscó a ambos.

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