La Ciudad de la Alegría (59 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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Los indios del Comité de Ayuda Mutua esperaban en el cuarto de Max. Todo el mundo tenía agua hasta las rodillas. La atmósfera era lúgubre.

—Paul, gran hermano, es el pánico —anunció el viejo Kamruddin, habituado, no obstante, a las inundaciones del
slum
—. La gente huye de todas partes. Al menos quinientas personas se han refugiado ya en la gran mezquita.

La mezquita era el único edificio que tenía varios pisos.

—Y esto no ha hecho más que empezar —añadió Margareta, cuyo sari empapado se le pegaba a la piel—. Parece que el Ganges se está desbordando.

—¡Basta de malas noticias! —cortó entonces el anglo-indio Aristote John—. No estamos aquí para lloriquear, sino para decidir cómo podemos prestar alguna ayuda.

—¡Aristote tiene razón! —aprobó Lambert, cuyas zapatillas de deporte llenas de agua formaban burbujas.

Hubo un silencio. Todos eran conscientes de lo enorme de su tarea. Max fue el primero en hablar:

—Habría que vacunar rápidamente. El cólera, el tifus… Corremos el peligro de tener unas epidemias colosales…

—¿Cuántas dosis tienes? —preguntó Lambert, señalando la cantina de medicamentos en la hamaca.

—Una miseria. Hay que ir urgentemente a buscar a los hospitales.

El candor del médico hizo sonreír a los demás. «Este americano es incorregible», pensó Lambert. «Después de todos esos meses en Calcuta, aún razona como si estuviera en Miami».

—¿No habría que empezar por organizar el aprovisionamiento de los refugiados? —sugirió Kamruddin—. Miles de personas van a encontrarse sin agua y sin comida.

—¡Exactamente! —dijo vivamente Lambert.

Entonces se oyó la voz suave pero firme de Bandona:

—Paul, gran hermano, lo más urgente es socorrer a los viejos y a los enfermos que siguen en sus casas. Muchos morirán ahogados si no se les va a buscar.

Nadie conocía las prioridades de la angustia como la joven assamesa. Sin embargo, en aquella ocasión se equivocaba. Sus palabras evocaron súbitamente en la mente de Lambert una urgencia aún mayor.

—¡Los leprosos! —gritó—. ¡De prisa, los leprosos!

Señaló a Bandona, Max y Kamruddin:

—Vosotros tres, corred a salvar a enfermos y viejos. Yo voy con Aristote y Margareta a donde los leprosos. ¡El reencuentro en la Jama Masjid!

¡La Jama Masjid! ¡La gran Mezquita! El modesto edificio rectangular, con cuatro pequeños minaretes en los ángulos, aquella noche parecía un faro en la tormenta. Cientos de personas se aferraban a las celosías de las ventanas, atropellándose, gritando. Otros no cesaban de llegar. Padres a veces con tres o cuatro niños sobre los hombros, madres que llevaban un pobre hatillo sobre la cabeza y a menudo un bebé en los brazos, chapoteando en la infame marea para tratar de acercarse a la única puerta. En el interior, el espectáculo era dantesco. Niños aterrados por la oscuridad aullaban de miedo. Mujeres que gritaban, reñían, lloraban. Todo el mundo trataba de subir a las galerías del primer piso, porque el agua ya había invadido la planta baja y seguía ascendiendo con rapidez. Pero de pronto cayó un torrente del techo, sumergiendo las galerías. Unos jóvenes consiguieron arrancar la puerta de la terraza para formar un dique. La atmósfera se hizo cada vez más sofocante. Hubo sitiados que se desvanecieron. Debido a la disentería, empezaban a morir bebés. Evacuados de brazo en brazo, los primeros muertos pasaron por encima de las cabezas. Pronto circuló un rumor: cientos de chabolas, socavadas por las aguas, se estaban desmoronando en todo el
slum
.

La pequeña colonia de los leprosos, situada más abajo que las vías del tren, estaba completamente sumergida. Para recorrer los últimos metros, Margareta había tenido que subirse a la espalda de Lambert, acrobacia que la hechura de un sari hacía bastante difícil. Y no obstante, ningún habitante había huido. Los padres habían subido a sus hijos a los tejados, y los leprosos que podían valerse por sí mismos habían amontonado
charpoi
unos sobre otros para poner a salvo a los enfermos y lisiados. Lambert descubrió a Anonar encaramado en una de esas pirámides improvisadas medio sumergida. El tullido había sobrevivido a la amputación y apretaba contra su pecho una pequeña linterna.

—Anonar, viejo hermano, he venido a buscarte —murmuró el sacerdote sin resuello.

—¿A buscarme? Pero ¿por qué? ¡No es la primera vez que el monzón nos remoja los pies!

El aire estoico, casi jovial del leproso, en medio de todo aquel desastre, maravilló una vez más a Lambert. «Estas luces del mundo merecen verdaderamente el primer lugar al lado del Padre», pensó. «Han llegado hasta el final del sufrimiento».

—Sigue lloviendo. Corréis el riesgo de ahogaros.

Al pronunciar estas palabras, el sacerdote comprendió de pronto la inutilidad de sus intenciones. ¿Cómo iba a evacuar a todos aquellos desdichados cuando él mismo y sus compañeros habían estado varias veces a punto de desaparecer en los torbellinos de agua negra que anegaban el barrio? Había que ir a buscar refuerzos. ¿Refuerzos? La idea parecía más bien cómica en aquella noche de pánico. Entonces Lambert volvió a ver ante él la imagen de un hombrecillo de ojos crueles y orejas peludas, con mofletes de libertino. Llamó a Margareta y a Aristote.

—Voy corriendo a buscar al padrino —les gritó—. Es el único que puede ayudarnos a sacar de aquí a toda esa gente.

Con sus dos plantas de sólida mampostería, sus escaleras de ladrillo, sus balcones de piedra, la casa del padrino emergía de las aguas como una fortaleza. Sus diferentes estancias, iluminadas a
giorno
por un potente generador eléctrico, alumbraban con una insólita claridad los torbellinos que batían sus paredes. «¡Es como ir al palacio de los Dogos!», se dijo Lambert, lleno de admiración. Nada, ni siquiera el diluvio podía modificar el comportamiento del dogo de la Ciudad de la Alegría. Insensible a la urgencia, a los gritos, a las llamadas de los habitantes que huían de sus chabolas desmoronadas, seguía instalado sobre su alfombra oriental, en su sillón incrustado de piedras preciosas. Ni siquiera la irrupción de la silueta chorreante de fango y de excrementos, precedida por su hijo, provocó ni la sombra de una sorpresa en su máscara de sapo.


Good night
, Father —dijo con su voz silbante, mirando fijamente a su antiguo adversario—. ¿Qué le trae por aquí con semejante tiempo?

Dio una palmada. Un criado con turbante trajo té y limonadas en una bandeja de cobre cincelado.

—Los leprosos —dijo Lambert.

—¿Otra vez? —se asombró el padrino, frunciendo el entrecejo—. Está visto que son siempre los leprosos los que me proporcionan el honor de verle. ¿De qué se trata ahora?

—Si no se les evacua urgentemente, se ahogarán. Necesito inmediatamente hombres y una barca.

Lambert no supo nunca si fue el temor de perder una fuente de ingresos apreciable o un inesperado sentimiento de solidaridad humana. Pero el jefe de la mafia de la Ciudad de la Alegría reaccionó de un modo espectacular. Se puso en pie y empezó a dar frenéticas palmadas. Ashoka, el golfillo de la motocicleta, acudió corriendo. Hubo un primer conciliábulo. Luego entraron otros miembros del clan. Aún no habían transcurrido diez minutos, cuando salía una barca llevando a bordo a Lambert y a una tripulación de mafiosos. Cuando los primeros golpes de remo empujaban la embarcación hacia las tinieblas resonantes de gritos y ruidos, Lambert oyó de nuevo la voz silbante del padrino. Volvió la cabeza y vio al hombrecillo barrigudo en el marco de una ventana iluminada. Nunca iba a olvidar las palabras que lanzó hacia el diluvio.

—¡Ashoka! —gritaba a pleno pulmón—. Trae a todos los leprosos aquí. Esta noche nuestra casa es lo bastante grande como para acoger a los desgraciados.

El enorme cuerpo chorreante se dejó caer de golpe sobre la pila de los cartones de leche. Extenuado por la noche más dura de su existencia, Max Loeb acababa de volver a su cuarto con las primeras luces del alba. Al diluvio había sucedido ahora una llovizna caliente y compacta. La subida del agua también parecía haberse hecho más lenta. Durante toda la noche, con el brazo levantado por encima del agua para mantener seco el botiquín, había acompañado a Bandona en sus operaciones de salvamento. La cabeza y el corazón de la frágil assamesa contenían el fichero completo de las más clamorosas desgracias del
slum
. Ayudados por un grupo de golfos que se pusieron espontáneamente a su disposición, fueron de una chabola a otra salvando de morir ahogados a ciegos, paralíticos, tuberculosos que no podían levantarse de la cama, mendigos e incluso una sordomuda loca con su recién nacido. Sólo una vez llegaron demasiado tarde. Cuando entraron en el chamizo de una vieja leprosa ciega a quien Lambert llevaba todas las semanas la comunión, encontraron su cuerpo descarnado flotando en sus ropas de viuda. Llevaba el rosario arrollado a la muñeca y su rostro mutilado tenía una extraña serenidad. «Esta vez su suplicio ha terminado», murmuró Bandona, ayudando a Max a poner el cuerpo en un lugar más alto. «El Dios al que suplicaba por fin la ha escuchado: se la ha llevado con Él».

Esta sencilla explicación, en medio de aquel ambiente de horror, impresionó profundamente al norteamericano. «Aquella noche comprendí que nunca más volvería a ser el mismo», escribió unos días después a Sylvia, su prometida de Miami.

La llegada de la primera barca de leprosos a la casa del padrino provocó gestos que ni siquiera el corazón tan lleno de amor de Lambert hubiera podido imaginar. Vio a su hijo Ashoka coger en brazos a Anonar y transportarlo delicadamente hasta el
charpoi
de su habitación. Vio a las mujeres de la casa quitarse los hermosos velos de muselina para friccionar a los niños desnudos que tiritaban de frío, porque la temperatura bajó súbitamente una decena de grados. Vio a la esposa del padrino, una opulenta matrona con los brazos cubiertos de tintineantes brazaletes, que traía una olla llena de arroz y de pedazos de humeante carne. Sobre todo vio un espectáculo que borraría para siempre las visiones de horror de los cócteles Molotov al estallar ante su pequeña leprosería: el propio padrino tendía sus manos, llenas de sortijas de oro, hacia los náufragos, les ayudaba a desembarcar, secaba sus miembros mutilados, les servía el té, les ofrecía platos de golosinas y de dulces. «En la catástrofe de las inundaciones», contará Lambert, «todos los hombres de la Ciudad de la Alegría se habían hecho hermanos. Familias musulmanas acogían a hindúes bajo sus techos, jóvenes estaban a punto de ahogarse llevando a viejos sobre sus hombros, había quien transportaba gratuitamente enfermos en su
rickshaw
que avanzaba con tres cuartas partes del carrito bajo el agua, dueños de tabernas no vacilaban en arriesgar su vida para llevar víveres a los refugiados encerrados en la mezquita». Tampoco olvidaban a Dios en medio de todo aquel desastre. Al pasar por su cuarto invadido por más de un metro de agua, Lambert vio estupefacto dos velas que ardían ante su imagen del Santo Sudario. Antes de huir con los demás habitantes del corralillo, el eunuco Kalima, las había encendido «para honrar a la divinidad del gran hermano Paul y pedirle que hiciera cesar la lluvia».

Pero el Dios de los cristianos, el Bhâgavan de los hindúes y Alá el misericordioso parecían haberse vuelto sordos. El suplicio de los náufragos de Calcuta iba a prolongarse días enteros. Como Max había temido, el cólera y el tifus empezaron a hacer estragos. No había medicamentos ni posibilidades de evacuación. Murió gente. Los cadáveres que no era posible ni incinerar ni enterrar quedaban abandonados en las callejas inundadas. En pocas horas Max tropezó con tres cuerpos flotando a la deriva sobre las aguas. Paradójicamente, en todo aquel líquido no había una gota de agua potable. Los habitantes tendían trapos y paraguas para tratar de recuperar un poco de lluvia. Pero algunos tenían que abastecerse directamente de aquella capa infecta que lo había engullido todo. La situación alimenticia era también trágica. Miles de personas refugiadas en los tejados y en la gran mezquita permanecieron tres días sin comer nada. No obstante, los voluntarios que constituían equipos de socorro hacían milagros. Kamruddin encontró una barca y dos grandes ollas. Remando hasta agotar sus fuerzas, el anciano recorrió todos los figones para llenar las ollas de arroz y de avena, y llevar ese tesoro a los náufragos de la mezquita. Lo más extraño en aquel cataclismo era que la vida seguía como antes. En la esquina de una calleja anegada, Max se quedó atónito ante una visión que no iba a olvidar jamás, la de «una pandilla de niños con agua hasta los hombros, riendo y chapaleando ante una minúscula plataforma sobre la cual un viejo, insensible al diluvio, vendía cochecitos y muñecas de plástico».

La cólera del cielo sólo cesó al cabo de ocho días y ocho noches. Entonces se inició un tímido descenso del agua, pero se necesitaría más de un mes para que la riada se retirase por completo del terreno conquistado. Lentamente, Calcuta recobró la esperanza. Algunos autobuses se atrevieron a circular por las destrozadas avenidas. Más de setecientos kilómetros de calzada habían sido destruidos o deteriorados. Medio millón de habitantes lo habían perdido todo. Miles de casas o de edificios vetustos o en construcción se habían hundido. Barrios enteros carecían ya de electricidad y de teléfono. Cientos de cañerías de agua habían reventado.

Pero fue en los
slums
donde se manifestó realmente todo el horror del desastre. Al descender las aguas, la Ciudad de la Alegría no era ya más que un fétido pantano. Un lodo viscoso, maloliente, mezclado con carroñas de perros, de gatos, de ratas, de lagartos e incluso de restos humanos, lo recubría todo. Pronto millones de moscas surgieron de esta putrefacción y se arrojaron sobre los supervivientes. Se declararon epidemias en varios barrios. Para tratar de dominarlas, Bandona y Aristote hicieron derramar toneladas de desinfectantes proporcionados por el ayuntamiento. Pero la operación causó graves pérdidas entre los voluntarios. Max tuvo que trinchar muchos pies y manos quemados hasta los huesos por los productos corrosivos.

Cuando Lambert, con barba de quince días, cubierto de mugre y de piojos, volvió por fin a su corralillo, todos los habitantes estaban ya de vuelta. Todos se afanaban por borrar las huellas de la inundación. En el suelo, en la entrada de su cuarto, el sacerdote vio un encaje de
rangoli
, esos lindos motivos decorativos que se dibujan con tiza para las fiestas. Kalima y los demás eunucos del cuarto vecino se acercaron a él.

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