La Ciudad de la Alegría (21 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama

BOOK: La Ciudad de la Alegría
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«Si tiene los ojos cerrados es para vernos mejor», siguió diciendo. «Y también para que nosotros podamos mirarle mejor. Tal vez si tuviera los ojos abiertos no nos atreveríamos. Porque nuestros ojos no son puros, y nuestros corazones tampoco, y tenemos una gran parte de responsabilidad en sus sufrimientos. Porque si Él sufre es a causa de mí, de ti, de todos nosotros. A causa de nuestros pecados, del mal que cometemos. Pero nos ama tanto que nos perdona. Quiere que le miremos. Por eso cierra los ojos. Y estos ojos cerrados me invitan a que yo también cierre los míos, a que rece, a que contemple a Dios en mí… y también en ti. Y a que le ame. Y a hacer como Él, a perdonar a todo el mundo y a amar a todo el mundo. Y a amar sobre todo a los que sufren como Él. A amarte a ti, que sufres como Él…»

Una niña andrajosa que se había mantenido oculta detrás de la silla del leproso salió entonces para depositar un beso en la imagen y acariciarla con su manita. Después de haber llevado tres dedos a su frente, murmuró:


Ki Koshto!
¡Cómo sufre!

El leproso parecía conmovido. Sus ojos negros se habían vuelto brillantes.

—Sufre —repitió Paul Lambert—. Pero no quiere que nosotros lloremos por Él. Sino por los que sufren ahora. Porque Él sufre en ellos. En los cuerpos y en los corazones de los solitarios, de los abandonados, de los despreciados, y también en la mente de los locos, de los desequilibrados. Ya ves, por eso me gusta esta imagen. Porque me recuerda todo esto.

El leproso sacudió la cabeza con aire meditativo. Luego dijo levantando su muñón hacia el icono:

—Paul, gran hermano, tu Jesús es mucho más hermoso que el de las estampas.

«Sí, eres hermoso, Jesús de la Ciudad de la Alegría», escribirá aquella noche Lambert en el cuaderno que le servía de diario. «Hermoso como el hombre sin piernas y leproso que me has enviado hoy, con sus mutilaciones, sus llagas y su sonrisa. En él te he visto a ti, a ti que encarnas todo el dolor. Tú que conociste Getsemaní, el sudor de sangre, la tentación de Satán, el abandono del Padre, la postración, el desaliento, el hambre, la sed. Y la soledad.

»Jesús de Anand Nagar, he tratado de cuidar a este leproso. Todos los días trato de compartirlo todo con los pobres. Bajo la cabeza con aquellos a quienes se aplasta y se oprime, como “la uva en el lagar, y su jugo salpica mis vestidos y mancha mi ropa”. No soy un puro ni un santo, sino un infeliz, un pecador como los demás, a veces pisado o despreciado como mis hermanos del
slum
, pero con la certeza en el fondo del corazón de que Tú nos amas. Y esa otra certeza de que la alegría que me invade nunca me la podrá arrebatar nada ni nadie. Porque Tú estás verdaderamente aquí, presente, en el fondo de este barrio de miseria.»

26

«
CON sus dedos morcilludos cubiertos de sortijas, sus pliegues de grasa que amenazaban con hacer estallar la camisa, sus cabellos relucientes de aceites perfumados, mi primer cliente de la jornada era francamente repugnante», cuenta Hasari Pal. «Y además muy arrogante. Pero yo estaba demasiado apurado para permitirme el lujo de rechazarle. Era un
marwari
[34]
. Seguramente tenía la costumbre de ir en taxi. Llevaba prisa. “Más aprisa”, gritaba sin cesar, y como no tenía látigo me daba puntapiés en las costillas. Puntapiés que me dolían, porque sus babuchas estaban rematadas por una puntera rígida y puntiaguda. No me había dicho adónde quería ir. Al subir, se había limitado a decirme: “Sigue recto y al trote”. Aquel
marwari
debía de estar acostumbrado a mandar a caballos. O a esclavos. “Gira a la derecha. Gira a la izquierda. ¡Más aprisa!”. Las órdenes restallaban y yo hacía acrobacias en medio de los autobuses y de los camiones. Me ordenó parar varias veces y en seguida volver a arrancar. Estas paradas bruscas, que requieren detener en seco el vehículo echándose hacia atrás para contrapesar toda la carga que se lleva en movimiento, son horriblemente penosas. Es como si las corvas soportasen de pronto todo el peso del
rickshaw
y del cliente. Volver a arrancar no era menos doloroso, pero esta vez el dolor venía de los hombros y de los antebrazos, porque había que hacer un esfuerzo de animal para volver a poner en movimiento el carrito. Pobre carrito. A cada parada y a cada arranque sus varas rechinaban tanto como mis huesos. Tal vez a causa de una ola de calor que se había abatido brutalmente sobre Calcuta desde hacía dos o tres días, un nerviosismo exagerado se había adueñado aquel día de todos los conductores de los autobuses y de los taxis. En la esquina de una avenida, un
sardarji
sacó el brazo por la ventanilla y apartó la vara de mi
rickshaw
con tal violencia que perdí el equilibrio. Lo cual me valió una nueva rociada de injurias por parte de mi pasajero, y un porrazo del policía que cuidaba de la circulación. Un poco más adelante un racimo de jóvenes colgados de los estribos de un tranvía atestado me lanzaron puntapiés en la cabeza. Era imposible responder. Eran humillaciones que había que tragar en silencio».

La carrera de Hasari terminó aquel día ante la puerta de un restaurante de Park Street. Antes de bajar las varas para permitir bajar a su cliente, pidió cinco rupias. Mirándole como si le hubiera puesto una pistola en el vientre para robarle la cartera, el gordo
marwari
exclamó, rojo de furor: «¡Cinco rupias! ¡Cinco rupias por una carrera de holgazán!». Entonces el incidente adoptó un curso imprevisto. Atraídos por las protestas del
marwari
, unos diez conductores de
rickshaw
que esperaban ante un restaurante vecino acudieron y formaron un círculo a su alrededor. Asustado por su aire amenazador, el gordo pasajero se calmó en seguida. Se apresuró a hurgar en su bolsillo y entregó en silencio a Hasari un hermoso billete verde de cinco rupias. Como dicen los campesinos bengalíes: «Cuando los perros aúllan, el tigre esconde sus garras».

Aquella ciudad era sin duda una jungla, con sus leyes y sus jerarquías, como en la selva. Allí había elefantes, tigres, panteras, serpientes y toda clase de otros animales. Y había que conocerlos si no quería uno tener serios disgustos. Un día en que Hasari Pal estaba estacionado ante el Kit Kat, una
boîte
que había en la esquina de Park Street, un taxista sij le hizo señas de que se largara para ocupar él su lugar. Hasari hizo como si no le comprendiera. El turbante del sij se agitó tras el volante. Dejó oír una serie de bocinazos, como un elefante que se dispone a embestir. Hasari creyó de veras que iba a lanzarse contra su
rickshaw
. En seguida cogió sus varas para irse. Había cometido un error al obstinarse. No había respetado una de las leyes de la jungla de Calcuta, según la cual un
rickshaw
siempre deja su lugar a un taxi.

Lo más agotador de su existencia de hombre-caballo no era tan sólo la dureza física del trabajo. En el campo había trabajos tan agotadores como arrastrar a obesos
pusahs
desde Park Street a Barra Bazar, pero eran tareas propias de una determinada estación. En medio había pausas largas en las que era posible reposar. La vida de
rickshaw wallah
era una esclavitud de todos los días de la semana y de todas las semanas del año.

«A veces tenía que llevar a alguien a la estación de Howrah, al otro lado del río. Allí no había
rickshaws
a pie. Sólo triciclos. Yo nunca había pedaleado en uno de esos artefactos, pero me parecía que debían de exigir un esfuerzo menor. Un día lo discutí con Ram Chander. Éste se llevó las manos a las nalgas con cara de sufrimiento.

»—¡Desgraciado! —gimió—. No sabes lo que es pasarse diez o doce horas en el sillín de una bicicleta. Al principio se te llena el culo de llagas. Luego se te quedan encogidas las pelotas. Y al cabo de dos o tres años ya no se te levanta. La bicicleta te ha dejado la cosa tan blanda como un copo de algodón.

»¡Menudo era Ram! Nadie como él para demostrar a uno que siempre los hay que lo pasan peor.»

27

«
YA verá usted, amigo mío: le dejarán los huesos mondos. Debido a que tiene la piel blanca, lo esperarán todo de usted. No sabe lo que hace: ¡un europeo en una necrópolis como la Ciudad de la Alegría no se ha visto jamás!»

Paul Lambert pensaba en estas palabras del cura indio de la iglesia de Howrah al dar unas aspirinas a una mujer que le había llevado su hijo con meningitis. La curación de la muchacha ciega y su compasión por todas las calamidades habían bastado para que aquella predicción se cumpliera. El Father del 19 Fakir Bhagan Lane se había convertido en Papá Noel. Un Papá Noel al modo del
slum
, un hombre que estaba dispuesto a escuchar y que sabía comprender, en quien los más abandonados podían proyectar sus sueños, junto al cual encontraban amistad y compasión. De golpe, se veía atribuir la paternidad de cualquier beneficio que podía producirse, como la decisión del ayuntamiento de abrir diez pozos nuevos o la excepcional benignidad de la temperatura en aquel comienzo de invierno. Esa necesidad de referirse constantemente a una persona es un rasgo característico del alma india. Sin duda se debe al sistema de las castas y al hecho de que en el interior de todos los grupos hay siempre un jefe. En el
slum
todo sucedía siempre por medio de alguien. Si no se conocía a ese «alguien», había poca esperanza de llevar a buen término una gestión, tanto si era en las oficinas administrativas como en la policía o en los hospitales Anisi.

Paul Lambert se convirtió para los centenares de habitantes despreciados, olvidados, de su barrio, en la «persona» por excelencia, la que lo podía todo a causa de su piel blanca, de su cruz de hombre de Dios sobre el pecho, de su portamonedas, que, para unos pobres que no poseían nada, podía parecer tan repleto como el de G. D. Birla, el célebre multimillonario de Calcuta.

Esta notoriedad le exasperaba. Él no quería ser ni Papá Noel, ni la Seguridad Social, ni la Providencia, sino tan sólo un pobre entre los pobres. «Mi ambición era ante todo inspirarles confianza en sí mismos, a fin de que se sintieran menos abandonados, que tuvieran ganas de emprender acciones para mejorar su suerte». Tal deseo iba a cumplirse por primera vez unas semanas antes de las fiestas de Durga. Un día, a la caída de la tarde, varios habitantes del barrio conducidos por Margareta se presentaron ante el cuarto de Paul Lambert.

—Paul, gran hermano —dijo la joven cristiana—, quisiéramos pensar contigo en la posibilidad de hacer juntos algo útil para las gentes de aquí.

Margareta hizo las presentaciones. Un joven matrimonio hindú, un anglo-indio cristiano, un obrero musulmán y una assamesa de unos veinte años. Seis pobres que deseaban recobrar una dignidad, que querían «construir juntos». Los Ghosh —el matrimonio hindú— eran guapos, sanos, luminosos. Bajo su velo de algodón rojo decorado con motivos florales, con su piel muy mate y muy clara, la joven parecía una
madonna
del Renacimiento. La intensidad de su mirada atrajo en seguida la atención de Lambert. «En aquella joven ardía un fuego interior». Se llamaba Shanta. Era la primogénita de un miserable campesino de una población aislada del delta del Ganges llamado Basanti. Para dar de comer a sus ocho hijos, su padre salía con otros pescadores del pueblo a hacer expediciones regulares en la jungla inundada de los Sunderbans. Allí recogían miel silvestre. Un día no volvió. Se lo había llevado uno de esos tigres devoradores de hombres que todos los años devoran allí a más de trescientos recogedores de miel. Sobre la tierra apisonada de la pequeña escuela primaria local, Shanta había conocido a aquel buen mozo barbudo y de cabellos rizados que era su marido. Ashish (la esperanza), de veintiséis años, era uno de los once hijos de un jornalero sin tierra. El caso de esta pareja era casi único: él se había casado por amor. Un reto a todas las tradiciones, lo cual provocó tal escándalo que había tenido que huir del pueblo y refugiarse en Calcuta. Después de morirse de hambre durante un año, Ashish había encontrado trabajo como monitor en un centro de aprendizaje para niños lisiados de la Madre Teresa. Shanta era maestra en una escuela de Howrah. Después del nacimiento de su primer hijo, habían encontrado Eldorado: una habitación en un corralillo hindú de Anand Nagar. Dos sueldos regulares de doscientas rupias al mes (treinta y dos dólares) pueden parecer una miseria. En Anand Nagar era la fortuna. Los Ghosh eran unos privilegiados, lo cual hacía aún más notable su voluntad de servir a los demás.

El anglo-indio llevaba el extravagante nombre de Aristote John. Era un hombrecillo de cara triste y aire bilioso, como muchos miembros de esta comunidad particularmente marginal en la India de hoy. Trabajaba de guardagujas en la estación de Howrah. El musulmán Kamrudd, de cincuenta y dos años, llevaba un bigote corto y se cubría la cabeza con un casquete bordado. Era el más antiguo del
slum
. Superviviente de las matanzas de la Partición, desde hacía veinte años compartía un tugurio con tres
mollahs
ciegos a quienes servía de cocinero y de guía.

¡Construir juntos! En aquel gulag donde setenta mil hombres se esforzaban cotidianamente por sobrevivir hasta el día siguiente, en aquel barrio que a veces parecía un lugar destinado sólo a morir, roído de tuberculosis, de lepra, de disentería, de úlceras y de todas las enfermedades carenciales, en aquel ambiente tan contaminado en que millares de desdichados no llegaban ni siquiera a la edad de cuarenta años, todo estaba por construir. Se necesitaba un dispensario y una leprosería. Había que repartir leche entre los niños que se morían de desnutrición, instalar fuentes de agua potable, multiplicar las letrinas, expulsar a las vacas y a las búfalas propagadoras de la tuberculosis… Las urgencias eran innumerables.

—Sugiero que cada uno de nosotros haga un sondeo a su alrededor —dijo Lambert—, y así poder saber cuál es la necesidad que los habitantes de aquí quieren que se atienda en primer lugar.

Tres días después tenían ya los resultados. Eran concordantes hasta la unanimidad. Las verdaderas necesidades de los moradores de la Ciudad de la Alegría no eran las que imaginaba Paul Lambert. No eran sus condiciones materiales de vida lo que querían cambiar. El alimento que deseaban recibir antes que nada no estaba destinado a los cuerpos raquíticos de sus hijos, sino a sus mentes. Los seis sondeos indicaron que la reivindicación primordial era la fundación de una escuela nocturna para que los niños que trabajaban en los talleres-presidios, las tiendas y los
tea shops
de la calleja pudiesen aprender a leer y a escribir. Lambert invitó a Margareta a que invitara a las familias interesadas a que encontrasen un rincón de chamizo que pudiera servir de aula y se ofreció a participar en la remuneración de dos maestros. «Había conseguido mi primer objetivo. Alentar a mis hermanos de Anand Nagar a que se ocupasen de sí mismos».

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