Cuando los Amantes hablaron, les contaron toda la historia de la isla y todos los presentes se vieron atrapados por su relato.
Tanner se apoyó contra una pared y escuchó. Trató de cultivar su escepticismo —el plan era tan absurdo, podía fallar de tantas maneras diferentes— pero descubrió que le resultaba imposible. Escuchó, con el corazón cada vez más acelerado, mientras los Amantes y Tintinnabulum les contaban a sus nuevos compañeros y a él que marcharían a la isla de los hombres mosquito, que buscarían a un científico que quizá no siguiese con vida y, tras consultarle, construirían máquinas para apresar a la más extraordinaria criatura que jamás navegara por los mares de Bas-Lag.
Por todas partes, se estaban reuniendo las fuerzas contrarias a la Invocación.
En el corazón mismo de Otoño Seco se encontraba el
Uroc
. Era un enorme y antiguo navío, grueso y severo, de casi ciento setenta metros de eslora y más de treinta de anchura en el punto medio de su cubierta principal. Sus dimensiones, silueta y especificaciones eran únicas. Nadie en todo Armada conocía con certeza su edad ni su procedencia original.
Existían rumores, de hecho, que aseguraban que el
Uroc
era tan falso como una moneda de cartón. Después de todo, no era un clíper ni una barcaza ni un barco-carroza ni ningún otro buque de diseño conocido: era imposible que algo con aquella peculiar forma pudiera haber surcado los mares alguna vez, o al menos eso se decía. El
Uroc
había sido construido en la propia Armada, decían los escépticos, en el mismo lugar en el que ahora se encontraba. No era un barco capturado y reacondicionado, decían: no era más que un montón de madera y hierro que imitaba a un navío varado.
Algunos sabían que no era así. Había aún unos pocos, muy pocos, que recordaban la llegada del
Uroc
.
Entre ellos estaba el Brucolaco, quien por entonces había sido su tripulante; el único.
Cada noche, cuando se ponía el sol, despertaba. A salvo de los rayos del sol, se encaramaba a las barrocas torres-mástil del
Uroc
. Sacaba las manos por los ventanucos y acariciaba los dientes y escamas que sobresalían de los irregulares travesaños. Con las yemas de unos dedos dotados de sobrehumana sensibilidad, percibía los diminutos latidos de potencia bajo aquellas capas de fino metal, cerámica y madera, como sangre fluyendo por los capilares. Sabía que el
Uroc
podría volver a navegar si llegara a ser necesario.
Había sido construido antes de su a-muerte o su primer nacimiento. A miles de kilómetros de distancia, en un lugar que ninguno de los habitantes vivos de Armada había visto jamás. Habían pasado generaciones desde que la ciudad flotante visitara aquel lugar y el Brucolaco deseaba fervientemente que no volviera a hacerlo nunca.
El
Uroc
era un navío lunar. Navegaba impulsado por la luz de la luna.
Cubiertas de extraña apariencia brotaban de su cuerpo como formaciones geológicas. Los intrincados segmentos de su puente de múltiples alturas, la hendidura abierta en el centro de lomo, la retorcida arquitectura de las portillas y los camarotes lo identificaban. Su ancho cuerpo estaba hollado por agujas, algunas de las cuales hacían las veces de mástiles mientras otras se afilaban hasta desaparecer. Al igual que ocurría con el
Grande Oriente
, no se había construido nada sobre el
Uroc
pero las embarcaciones que se extendían a su alrededor estaban saturadas de edificios y construcciones de ladrillo. Pero, si el
Grande Oriente
se mantenía inmaculado por una cuestión política, en el caso del
Uroc
nunca se había sugerido la posibilidad de hacerlo. Su topografía no lo hubiera permitido.
Durante el día parecía blanquecino y enfermizo. No era una visión agradable. Pero conforme la luz se iba apagando, su superficie empezaba a brillar con un sutil color nacarado, como si estuviera poblada por colores espectrales. Entonces se convertía en algo digno de verse. Y era entonces cuando el Brucolaco caminaba por sus cubiertas.
Algunas veces celebraba reuniones en sus inquietantes salones. Hacía llamar a sus lugartenientes a-muertos para discutir asuntos del paseo, como la hemotasa, el impuesto en sangre de Otoño Seco.
Es lo que nos hace únicos
, les decía.
Es lo que nos da nuestra fuerza y vuelve leales a nuestros ciudadanos
.
Aquella noche, mientras Tanner Sack y los demás participantes en el proyecto de Anguilagua dormían o reflexionaban sobre lo que tendrían que hacer, el Brucolaco daba la bienvenida a unos visitantes a bordo del
Uroc
. Una delegación del Consejo de Raleas, lo bastante ingenua como para creer que su presencia allí era un secreto (el Brucolaco no se dejaba engañar por tales ilusiones: separó unas pisadas concretas del palimpsesto que llegaba hasta sus oídos desde los barcos circundantes y las atribuyó sin dificultades a un espía de Anguilagua).
Los consejeros de Raleas estaban nerviosos en el navío lunar. Seguían al Brucolaco muy juntos, tratando de no mostrar inquietud. Consciente de que sus invitados necesitaban la luz, el Brucolaco había encendido antorchas en los pasillos. Había decidido no utilizar luz de gas, por el pequeño placer malicioso que le proporcionaba la ostentación y sabiendo que las sombras que proyectarían las antorchas revolotearían tan impredecibles y predatorias como murciélagos en los estrechos pasillos del barco.
La sala de reuniones circular se encontraba en la más ancha de las torres-mástil, a casi veinte metros de altura sobre la cubierta. Era opulenta y poco acogedora, decorada con azabache, peltre y plomo delicadamente trabajados. No había velas ni antorchas en ella pero una luz gélida delineaba con científica claridad el interior: la luz de la luna y las estrellas era recogida en los mástiles del barco, amplificada y enviada a través de huecos forrados con espejos, parecidos a venas, y emergía como una hemorragia en la cámara. La extraña iluminación privaba a la escena de todo color.
—Señoras, caballeros —dijo el Brucolaco con su tono susurrante y gutural. Se echó atrás la melena, saboreó el aire con su lengua serpentina e indicó a sus invitados que tomaran asiento en torno a la mesa de madera de arboscuro. Observó cómo elegían sus asientos: humano, hotchi, llorgiss y seres de otras razas, todos ellos mirándolo con miedo—. Se nos han adelantado —continuó—. Sugiero que consideremos nuestra respuesta.
Otoño Seco se parecía mucho a Anguilagua: las cubiertas de centenares de esquifes, barcazas y grandes embarcaciones, iluminadas contra la oscuridad de la noche y vivas con el bullicio de los bares y las casas de juego.
Pero por encima de ellas, en silencio, amenazante, se erguía la distorsionada silueta del
Uroc
. Contemplaba a los habitantes de Otoño Seco sin comentario o censura o entusiasmo y ellos respondían, mirándolo de soslayo con una especie de orgullo cauteloso e inquieto. Tenían más libertad y más voz que los que vivían en Anguilagua, se recordaban a sí mismos: más protección que en Vos-y-los-Vuestros, más autonomía que en Sombras.
Los habitantes de Otoño Seco sabían que muchos de los de otros paseos consideraban la hemotasa un precio demasiado alto por todo ello pero eso no era más que un estúpido remilgo. Los que más vociferaban eran los que llevaban menos tiempo en la ciudad, señalaban ellos: extranjeros supersticiosos que todavía no habían aprendido las costumbres de Armada.
En Otoño Seco no se azotaba a los reos, les recordaban a esos recién llegados. Los bienes y diversiones estaban subvencionados para todos los que ostentaban un sello del paseo. Para los asuntos de importancia, el Brucolaco mantenía reuniones con todo el que tenía algo que decir. Los protegía. Allí no existía nada parecido al gobierno anárquico y violento que caracterizaba al resto de la ciudad. Otoño Seco era un lugar seguro, civilizado, sus calles estaban limpias y cuidadas. La hemotasa era un precio razonable.
Sentían un instinto protector hacia su paseo y una cierta inseguridad. El
Uroc
era su talismán y por muy bulliciosa y caótica que fuera la noche, de tanto en cuanto volvían la mirada hacia él como en busca de tranquilidad.
Aquella noche, como todas las noches, las torres-mástil del
Uroc
florecían con la inverosímil iluminación que se conocía como fuego de san Telmo. Afectaba a todos los barcos alguna vez en su vida —durante una tormenta eléctrica o cuando la atmósfera estaba demasiado seca—, pero para el navío lunar era tan segura y regular como las mareas.
Las aves nocturnas, los murciélagos y las polillas se agolpaban a su alrededor y bailaban bajo su brillo. Chocaban entre sí y se lanzaban dentelladas unos a otro y algunos descendían, atraídos por las otras luces, más pequeñas, que emitían las ventanas. En la sala de reuniones del Brucolaco, los consejeros levantaban la mirada, nerviosos por el constante traqueteo de pequeñas alas contra los cristales.
La reunión no iba bien.
El Brucolaco estaba luchando. Necesitaba sinceramente llegar a un acuerdo con los consejeros y trataba de trabajar con ellos, proponer estrategias, revisar posibilidades. Pero le resultaba difícil poner freno a su capacidad de intimidación. Era el corazón de su poder y su estrategia. Él no era nativo de Armada: el Brucolaco había visto decenas de ciudades y naciones, en vida y en a-muerte, y había sacado una cosa en claro: cuando los fugaces no eran sometidos por el terror, lo era el vampiro.
Podían tenerse a sí mismos por implacables depredadores de la noche, sí, que se ocultaban y escondían su identidad en las ciudades y emergían de noche para cazar, pero la verdad era que dormían y se alimentaban con miedo. Los fugaces no soportaban su presencia: ser descubiertos significaba la muerte. Aquello se había vuelto inaceptable para él. Cuando había llevado la hemofagia a Armada, dos siglos atrás, había llegado a una ciudad en la que no existía el horror homicida y reflejo hacia los de su raza: un lugar en el que podía vivir abiertamente.
Pero el Brucolaco había entendido desde el principio la contrapartida: él no temía a los fugaces así que ellos debían temerlo a él. Cosa que nunca le había costado conseguir.
Y ahora, cuando estaba enfermo de intrigas, cuando ansiaba aliados, cuando necesitaba ayuda y aquel puñado múltiple de burócratas era todo cuanto tenía, la dinámica del terror se había vuelto demasiado sólida como para sobreponerse a ella. El Consejo de Raleas tenía miedo de trabajar con él. Cada mirada, cada ocasión en que se lamía los dientes, cada exhalación y cada leve movimiento de los puños, les recordaba lo que era.
Quizá eso no significase nada, reflexionó furiosamente. ¿Qué ayuda podían prestarle? No podía hablarles de la Cicatriz. Le preguntarían cómo lo sabía y él no podría contestar y no lo creerían. O trataría de explicarles lo de Doul, en cuyo caso lo verían como un traidor que mercadeaba secretos con la mano derecha de Anguilagua. Y aun así, casi seguro que no lo creerían.
Uther
, pensó con lentitud,
eres un cerdo astuto y manipulador
.
Allí sentado, en compañía de sus supuestos aliados, lo único en lo que podía pensar era en lo muy próximo que se sentía a Doul, en lo mucho que Doul y él compartían. No podía sacudirse de encima la sensación —por completo absurda— de que los dos estaban trabajando juntos.
El Brucolaco se sentaba y escuchaba las pláticas y los malos razonamientos de los consejeros, aterrados por el cambio, preocupados por el equilibrio de poderes, escuchaba aquellas ridículas y absurdas abstracciones que no tenían la menor relación con la naturaleza real del problema. Se discutía sobre la condición precisa de la transgresión de los Amantes. Alguien sugirió que se apelase discretamente a los burócratas de Anguilagua… ideas carentes de contenido, impracticables, nada sistemáticas.
En un momento, alguno de los presentes mencionó el nombre de Simón Fench. Nadie sabía quién era pero su nombre se escuchaba cada vez con más frecuencia en los círculos minoritarios que se oponían a la Invocación.
El Brucolaco esperó, ansioso por escuchar alguna propuesta concreta. Pero el debate volvió a degenerar, rápidamente, y se tornó de nuevo aire vacío. Esperó y esperó pero no se dijo nada válido.
Podía sentir el paso del sol por debajo del mundo. Un poco más de una hora antes del amanecer, dejó de hacer esfuerzos por contenerse.
—Dioses, joder —gruñó con un susurro de ultratumba. Los consejeros, aterrados, callaron al instante. Se puso en pie y extendió los brazos—. Llevo horas escuchándolos —siseó—, escuchando cómo escupen su trillada mierda de caballo. Tópicos y desesperación. Son ustedes
ineficaces
—pronunció la palabra como si fuera una maldición capaz de destrozarles el alma—. Son un fracaso. No sirven para nada. Fuera de mi barco.
Hubo un momento de silencio, antes de que la masa de consejeros se pusiera penosamente en pie, tratando de conservar al menos un ápice de su dignidad. Uno de ellos —Vordakine, una de las mejores, una mujer por la que el Brucolaco sentía aún una pizca de respeto— abrió la boca para protestar. Estaba pálida, pero no se dejaba arredrar.
El Brucolaco dobló los brazos sobre la cabeza como si fueran alas, abrió la boca, su lengua se desenrolló y dejó que sus colmillos envenenados descendieran en una dentellada fugaz mientras sus manos se crispaban en un gesto salvaje.
Vordakine cerró la boca al instante y siguió a sus colegas hasta la puerta, con el rostro lleno de cólera y miedo.
Cuando todos se hubieron marchado y volvió a estar a solas, el Brucolaco se dejó caer sobre su silla.
Corred a casa, jodidas bolsas de sangre
, pensó. Esbozó una sonrisa repentina y helada al recordar la absurda pantomima que había interpretado al final.
Por las tetas de la luna
, se dijo con cinismo,
probablemente creen que puedo transformarme en murciélago
.
Al rememorar su terror, le vino de pronto a la mente el recuerdo del único lugar en el que había vivido abiertamente su a-muerte y se estremeció. La excepción a su regla, el único lugar en el que el flujo del miedo entre el fugaz y el vampiro no funcionaba.
Gracias a los señores de la sangre, a los marchitos, a los dioses de la sal y el fuego, nunca tendré que regresar allí
. A aquel lugar en el que era libre —estaba obligado a serlo— de toda pretensión, de toda ilusión. Donde la verdadera naturaleza de los fugaces, los muertos y los a-muertos estaba a la vista de todos.