Se marcharon y regresaron por los oscuros y serpenteantes caminos de Vos-y-los-Vuestros en dirección a Sombras, Anguilagua y el
Cromolito
.
Ninguno de los dos habló.
Al terminar la pelea de Doul, Bellis había visto algo que la había sobresaltado y asustado. Mientras se volvía, con las manos apretadas, la respiración entrecortada y el pecho tirante, había visto su rostro.
Estaba tenso, cada músculo apretado para conformar una mirada de salvajismo animal que no se parecía a nada que ella hubiera visto en una cara humana.
Entonces, un segundo más tarde, ya victorioso, se había vuelto para saludar a la multitud y de nuevo ostentaba la apariencia de un contemplativo sacerdote.
Bellis era capaz de imaginarse una especie de fatuo código de guerrero, un misticismo que abstraía la violencia del combate y le permitía a uno pelear como un hombre santo. Y, del mismo modo, era capaz de imaginarse un estado de salvajismo puro en el que uno se veía poseído por una crueldad atávica en un arrebato guerrero. Pero la combinación de que Doul hacía gala la había dejado pasmada.
Pensaba en ello más tarde, tendida en su cama mientras escuchaba el sonido de una tenue lluvia. Se había preparado y recuperado como un monje, había peleado como una máquina y parecía haberse sentido como una bestia depredadora. Aquella tensión la atemorizaba mucho más que las habilidades de combate que había demostrado. Éstas podían aprenderse.
Bellis ayudó a Shekel con sus libros, que se hacían más complejos a cada hora que pasaba. Cuando se separaron, lo dejó explorando de nuevo la sección infantil y regresó a la habitación en la que Silas la estaba esperando.
Bebieron té y hablaron de Nueva Crobuzón. Él parecía más silencioso, más taciturno que de costumbre. Le preguntó qué le pasaba y él no pudo más que sacudir la cabeza. Parecía indeciso. Por primera vez desde que se conocían, Bellis sintió algo parecido a lástima o preocupación por él. Quería decirle o preguntarle algo y esperó.
Le contó lo que Johannes le había dicho. Le enseñó los libros del naturalista y le explicó que estaba tratando de desentrañar el secreto de Armada de aquellos volúmenes, sin siquiera saber lo que era importante o las partes de su contenido que podían ser pistas.
A las once y media, tras un silencio prolongado, Silas se volvió hacia ella.
—¿Por qué te marchaste de Nueva Crobuzón, Bellis? —le preguntó.
Ella abrió la boca y todas las excusas de costumbre acudieron a su garganta pero guardó silencio.
—Tú amas Nueva Crobuzón —continuó—. O… no sé si ésa es la mejor manera de expresarlo. Tú
necesitas
Nueva Crobuzón. No puedes abandonarla, así que no tiene sentido. ¿Por qué ibas a marcharte?
Bellis suspiró pero la pregunta no desapareció.
—¿Cuándo fue la última vez que estuviste en Nueva Crobuzón? —dijo.
—Hace más de dos años —calculó él—. ¿Por qué?
—¿Te llegaron noticias, mientras estabas en Las Gengris…? ¿Oíste hablar alguna vez de la Pesadilla Estival? ¿De la Maldición Onírica? ¿La Enfermedad del Sueño? ¿El Síndrome Nocturno?
Silas estaba agitando las manos en un gesto vago, mientras trataba de atrapar el recuerdo.
—Algo me contó un mercader, hace unos pocos meses…
—Ocurrió hace cosa de seis meses —dijo ella—. En Tathis, Sinn… durante el verano. Algo pasó. Algo malo con… con las noches —sacudió la cabeza sin convicción. Silas no mostraba escepticismo—. Aún no tengo ni idea de lo que fue… es importante que sepas eso. Ocurrieron dos cosas. Las pesadillas. Esa fue la primera. La gente estaba teniendo pesadillas. Y quiero decir que
todo el mundo
estaba teniéndolas. Como si todos hubiéramos… respirado un aire enrarecido o algo así.
Las palabras resultaban inadecuadas. Recordaba el cansancio, las miserias, las semanas de temor a la noche. Los sueños de los que despertaba gritando y sollozando como una histérica.
—La segunda cosa… Hubo una… enfermedad o algo por el estilo. Por todas partes la gente empezó a sufrirla. Todas las razas. Hacía algo… mataba la mente y no quedaba más que el cuerpo. Los encontraban a la mañana siguiente, en las calles o en la cama o donde fuera, vivos pero… sin mente.
—¿Y las dos cosas estaban relacionadas?
Ella lo miró un instante y asintió pero enseguida sacudió la cabeza.
—No lo sé. Nadie lo sabe pero parece que sí. Y un día todo terminó, de repente. La gente había estado hablando sobre la ley marcial, sobre la milicia que estaba saliendo abiertamente a las calles… Era una crisis. Lo que te digo es que fue algo
horrendo
. Empezó sin ninguna razón, arruinó nuestro sueño y le robó la mente a centenares de personas… nunca lograron curarlos… y de repente terminó. Sin razón.
Continuó al cabo de unos instantes.
—Después de que todo se calmara empezaron los rumores… Hubo un millar de rumores diferentes sobre lo que había ocurrido. Demonios, la Torsión, experimentos biológicos que habían salido mal, una nueva raza de vampiros… Nadie lo sabía con certeza pero había ciertos nombres que aparecían una y otra vez. Y entonces, a principios de Octuario, empezaron a desaparecer personas que yo conocía. Al principio no escuché más que rumores sobre el amigo de un amigo al que nadie lograba encontrar. Entonces, poco tiempo después, hubo otro y luego otro. Aún no había empezado a preocuparme. Nadie lo hacía. Pero nunca se los volvió a ver. Al segundo lo había visto en una fiesta, algunos meses atrás. El tercero era alguien con quien había trabajado en la universidad y con el que tomaba una copa de vez en cuando. Y los rumores sobre la Pesadilla Estival… los rumores eran cada vez más insistentes y yo oía los nombres una y otra vez, hasta que… hasta que uno de ellos empezó a destacar por encima de todos los demás. Estaban acusando a alguien, una persona que relacionaba a todos los desaparecidos conmigo. Su nombre era der Grimnebulin. Es un científico y un… un renegado, supongo. Se ofrecía una recompensa por su cabeza. Ya sabes cómo opera la milicia, eran todo rumores y sugerencias, así que nadie sabía con exactitud a cuánto ascendía ni cuál era la razón, pero lo que estaba claro era que había desaparecido y que el gobierno estaba como loco por encontrarlo. Y estaban yendo a por las personas que lo conocían: colegas, conocidos, amigos, amantes. —Sostuvo la mirada de Silas con tristeza—. Él y yo habíamos sido amantes. Esputo de los Dioses, hace cuatro o cinco años. Seguramente llevábamos dos sin ni siquiera hablar. Se había juntado con una khepri, según me enteré —se encogió de hombros—. Fuera lo que fuese lo que había hecho, los hombres del Alcalde estaban tratando de encontrarlo. Y me di cuenta de que no tardaría en llegar el momento en que yo también desaparecería. Estaba paranoica, pero tenía buenas razones para ello. No iba a trabajar, evitaba a la gente que conocía y me di cuenta de que estaba esperando a que vinieran a por mí. Los milicianos —dijo con súbito celo— se comportaban como putos
depredadores
durante aquellos meses. Isaac y yo habíamos estado muy unidos. Habíamos vivido juntos. Sabía que la milicia me buscaba. Y puede que soltasen a algunos de los que cogían pero yo nunca oí de nadie que regresara. Y además no tenía respuestas para sus preguntas. Sólo los Dioses saben lo que me hubieran hecho.
Había sido una época funesta, miserable. Nunca había sido persona de muchos amigos y no se había atrevido a acudir a los pocos que tenía para no incriminarlos o por si los habían comprado. Recordaba los frenéticos preparativos, los tratos furtivos y los dudosos santuarios. Nueva Crobuzón había sido un lugar terrible durante aquellos tiempos, lo recordaba a la perfección. Opresivo y gélidamente tiránico.
—Así que hice planes. Me di cuenta… me di cuenta de que tenía que marcharme. No tenía dinero ni contactos en Myrshock o Shankell, ni tiempo para organizarme. Pero el gobierno paga a la gente por ir a Nova Esperium. —Silas empezó a asentir muy despacio. Bellis sacudió la cabeza en una risotada desganada—. De modo que una rama de la administración me estaba cazando mientras otra procesaba mi solicitud de plaza y discutía el pago. Ésa es la ventaja de la burocracia. Pero yo no tenía mucho tiempo para jugar con ellos, así que embarqué en el primer barco que pude. Tuve que aprender Salkrikaltor para poder hacerlo. ¿Dos años? ¿Tres? —se encogió de hombros—. No sabía cuánto tiempo pasaría hasta que las cosas volvieran a ser seguras. Cada año arriba por lo menos un barco de casa a Nova Esperium. Tenía un contrato por cinco años pero no sería la primera vez que rompo un contrato. Pensé que me quedaría allí hasta que me olvidaran, hasta que algún otro enemigo público o crisis o lo que fuera desviara su atención. Hasta que me avisaran de que podía regresar sin peligro… Hay gente que sabe… que sabe adonde me dirigía —había estado a punto de decir
donde estoy
—. Y así fue —concluyó.
Se miraron el uno al otro durante largo rato.
—Por eso me marché.
Bellis estaba pensando en las personas a las que había abandonado, las pocas personas en las que había confiado y de repente se vio abrumada por lo mucho que los echaba de menos.
Aquéllas eran circunstancias desesperadas. Era una fugitiva, ansiosa, desesperada por regresar al lugar del que había huido. Sonrió con helado humor.
Quería abandonar la ciudad por uno o dos años e intervinieron las circunstancias
—
ocurrieron algunas cosas
—
y en vez de ello me vi atrapada como bibliotecaria para el resto de mi vida en una ciudad pirata itinerante
.
Silas guardaba silencio. Parecía conmovido por lo que le había contado y ella lo estudió y supo que estaba pensando en su propia historia. Ninguno de los dos se estaba lamentando. Pero habían terminado allí sin culpa o deseo algunos y no querían quedarse.
El silencio se prolongó varios minutos más en el interior de la sala. Fuera, por supuesto, continuaba el apagado rumor de los centenares de motores que los arrastraban hacia el sur. Y el arrullo de las olas; y los demás sonidos: los sonidos de la ciudad, los sonidos nocturnos.
Cuando Silas se puso en pie para marcharse, Bellis lo acompañó hasta la puerta; permaneció muy próxima a él, aunque sin tocarlo o mirarlo. Se detuvo al llegar a la entrada y sus ojos se encontraron, melancólicos. Siguió un segundo muy largo y entonces se inclinaron el uno sobre el otro, los brazos de Silas en la puerta, los de ella inmóviles a los costados, sin sujetarse a nada.
Se besaron y sólo sus labios y sus lenguas se movieron. Como si tuvieran miedo de moverse, como si no quisieran respirar o abrumar demasiado al otro con el contacto o el sonido pero aferrados a pesar de todo a la conexión que habían encontrado, cautelosos pero aliviados.
Cuando su largo y profundo beso terminó y empezaron a separarse, Silas se arriesgó a mover sus labios con suavidad y la buscó de nuevo con una sucesión de pequeños contactos de las bocas; y ella se lo permitió, a pesar de que aquel momento primero había pasado y aquellas diminutas codas tenían lugar en tiempo real.
Bellis respiró despacio y lo miró directamente a los ojos y él le devolvió la misma mirada, por tanto tiempo como hubiera hecho de otro modo y abrió la puerta y salió al fresco del exterior y pronunció sus
buenas noches
con mucha quietud y no oyó que ella respondiera.
Al día siguiente era Año Nuevo.
No, por supuesto, en Armada, donde sólo se distinguió por un ligero aumento de las temperaturas más propio de un otoño suave. Sus habitantes no ignoraban el hecho de que era el solsticio, el día más corto del año: pero no le daban demasiada importancia. Aparte de algunos comentarios alegres sobre la duración de las noches, el día pasó inadvertido.
Pero Bellis estaba segura de que no era el único de los ciudadanos de Nueva Crobuzón secuestrados que llevaba la cuenta del calendario de su hogar. Sospechaba que aquella noche se celebrarían discretas fiestas por todos los paseos. Calladas, para no alertar a los concejos o los alguaciles o a cualesquiera autoridades que hubiese en cada paseo, de que había personas en las atestadas terrazas y galeras de Armada que seguían siendo leales a calendarios alternativos.
Aunque también se daba cuenta, de una forma vaga, de que era una especie de hipocresía: el Año Nuevo nunca había significado nada para ella.
Para los armadanos era Dicuerno, el primer día de una nueva semana de nueve días y Bellis lo tenía libre. Se encontró con Silas en la cubierta del
Grande Oriente
.
La llevó al Parque Crum, en el extremo de estribor de Anguilagua. Se había sorprendido al saber que no lo había visitado aún y, mientras entraban y se sumergían entre sus veredas, ella entendió por qué.
El corazón del parque era una alargada franja de más de treinta y cinco metros de anchura y casi doscientos de longitud, situada sobre el enorme casco de un antiquísimo vapor cuyo nombre había borrado la naturaleza mucho tiempo atrás. La vegetación se extendía sobre puentes anchos y sinuosos hasta llegar a dos viejas goletas situadas popa contra popa, casi paralelas al gran barco. Delante del vapor, el parque se prolongaba sobre una cañonera cuya artillería llevaba muchos años muda y que formaba parte del paseo de Raleas, así que era compartido por los dos distritos.
Bellis y Silas pasearon por entre la maraña de pasarelas y pasaron bajo la estatua de Crum, el héroe pirata de la historia de Armada. Bellis estaba abrumada.
Incontables siglos atrás, los arquitectos del Parque Crum se habían dedicado a cubrir de tierra y marga la superficie del desvencijado vapor. A merced de las corrientes oceánicas, los armadanos carecían de tierras para cultivar o fertilizar así que, al igual que les ocurría con los libros y el dinero, tenían que robarla. Incluso eso, incluso la tierra, era el producto de años de saqueo, traído en grandes barcazas desde las granjas costeras y los bosques, arrebatada a las manos de marineros perplejos y conducida sobre las olas hasta la ciudad.
Habían dejado que el destrozado vapor se oxidara y se pudriera, habían llenado su carcasa agujereada con la tierra robada, comenzando por la proa y las salas de máquinas y las carboneras más bajas (depósitos de coque aún por utilizar compactados una vez más bajo toneladas de tierra) y la habían apilado alrededor del mohoso eje de la hélice. Llenaron algunos de los grandes hornos y dejaron los demás medio vacíos, atrapados, burbujas de aire con paredes de metal entre las capas de marga y creta.