La cicatriz (20 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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—¿Qué le han puesto a hacer? —preguntó Bellis y Fennec volvió a encogerse de hombros.

—He logrado escaquearme —le dijo—. Hago lo que quiero hacer. Usted trabaja en la biblioteca, ¿no es cierto?

—¿Cómo? —preguntó ella abruptamente—. ¿Cómo se los ha quitado de encima? ¿De qué vive?

La miró largo rato sin contestar.

—Tuve tres o cuatro ofertas… como usted, supongo. Les dije a los primeros que había aceptado la de los segundos, a los segundos que les había dicho sí a los terceros y así sucesivamente. No les importó. En cuanto a de qué vivo, bueno… es más fácil de lo que cree volverse indispensable, señorita Gelvino. Proporcionando férvidos, ofreciendo cualquier cosa por la que alguien esté dispuesto a pagar. Información, más que nada… —su voz se fue apagando.

Bellis se sentía aturdida por aquella franqueza que sugería conspiraciones y bajos mundos a su alrededor.

—Sabe… —dijo él de repente—. Le estoy muy agradecido, señorita Gelvino. Sinceramente agradecido.

Bellis esperó.

—Usted estaba allí, en Ciudad Salkrikaltor. Asistió a la conversación que mantuvimos el capitán Myzovic y yo. Debe de haberse preguntado qué había en aquella carta que enfureció de tal modo al capitán pero ha guardado silencio. Estoy seguro de que es consciente de que las cosas podrían haberse puesto… muy duras para mí cuando fuimos capturados por Armada pero no dijo nada. Y yo se lo agradezco. Porque no dijo usted nada, ¿verdad? —añadió con una ansiedad que no pudo ocultar del todo—. Como ya le he dicho, le estoy muy agradecido.

—La última vez que hablamos, a bordo del
Terpsícore
—dijo Bellis— me dijo usted que era vital que regresara a Nueva Crobuzón de inmediato. Bien, ¿y ahora?

Él sacudió la cabeza, incómodo.

—Hipérbolas y… y mierdas —dijo. Levantó la mirada pero ella no parecía ofendida por su lenguaje—. Tengo la mala costumbre de exagerar.

Agitó la mano para quitarle importancia al asunto. Se hizo un silencio incómodo.

—¿De modo que puede usted expresarse en sal? —preguntó Bellis—. Porque para el trabajo que hace, es presumible que tenga que hacerlo, señor Fennec.

—He tenido muchos años para perfeccionar mi sal —dijo él en esta misma lengua, con soltura y rapidez y una sonrisa sincera, antes de continuar en ragamol—. Y… por cierto, aquí no se me conoce con ese nombre. Si no le importa, en este lugar respondo al nombre de Simon Fench.

—¿Y dónde aprendió usted el sal, señor Fench? —dijo—. Antes ha mencionado sus viajes…

—Maldición —parecía divertido y avergonzado—. Hace usted que ese nombre suene como un maleficio. En estas habitaciones puede usted llamarme como le plazca, señorita Gelvino pero fuera, imploro su indulgencia. En Rin Lor. Aprendí el sal en Rin Lor y en la frontera de las Islas Piratas.

—¿Y qué estaba usted haciendo allí?

—Lo mismo —dijo él— que hago en todas partes. Comprar y vender. Comerciar.

—Tengo treinta y ocho años —dijo, después de que hubieran bebido un poco más y Bellis hubiera echado un poco más de leña a la estufa—. Llevo desde los veinte trabajando como mercader. Soy hombre de Nueva Crobuzón, no me entienda usted mal. Nacido y criado a la sombra de las Costillas. Pero dudo que haya pasado ni quinientos días en esa ciudad durante los últimos veinte años.

—¿Con qué comercia usted?

—Con cualquier cosa —se encogió de hombros—. Pieles, vino, motores, ganado, libros, trabajo. Lo que sea. Licor por pieles en la tundra al norte de Jangsach, pieles por secretos en Hinter, secretos y obras de arte por trabajo y especias en el Cromlech Alto…

Su voz se fue apagando mientras Bellis lo miraba a los ojos.

—Nadie sabe dónde está el Cromlech Alto —le dijo, pero él sacudió la cabeza.

—Algunos sí —dijo con voz tranquila—. Ahora, quiero decir. Algunos lo sabemos ahora. Oh, es un viaje jodidamente difícil, eso se lo aseguro. Desde Nueva Crobuzón uno no puede ir al norte atravesando las ruinas de Suroc y la ruta por el sur, a través de Vadaunk o la Mancha Cacotópica añade cientos de kilómetros de viaje. Así que hay que ir del Paso del Penitente a los Montes del Ojo del Gusano, rodear Aguas Necias, esquivar el Reino de Karr Torrer y cruzar el Estrecho de la Garra Fría… —su voz se fue apagando y Bellis alargó el cuello, ansiosa por saber lo que venía a continuación.

—Y allí están las Reventadoras —dijo él con voz suave—. Y el Cromlech Alto.

Tomó un largo trago de vino.

—Los extraños les ponen nerviosos. Cuando están vivos. Pero los dioses saben que nosotros éramos una pandilla de aspecto bien lamentable. Llevábamos meses de camino y habíamos perdido catorce hombres. Viajamos en dirigible, barco, llama y pterave, y a pie durante kilómetros y más kilómetros. Viví allí durante meses. Llevé un montón de… cosas asombrosas a Nueva Crobuzón. En aquel lugar vi cosas aún más extrañas que esta ciudad, se lo aseguro.

Bellis no podía decir nada. Estaba tratando de lidiar con sus palabras. Algunos de los lugares que acababa de mencionar aquel hombre eran virtualmente mitológicos. La idea de que pudiera haberlos visitado —y hasta vivido en ellos, por el amor de Jabber— resultaba extraordinaria, pero ella no creía que estuviera mintiendo.

—La mayoría de la gente que trata de llegar hasta allí muere —dijo él como si tal cosa—. Pero si uno lo logra, si logra llegar hasta el Estrecho de la Garra Fría, en especial a la costa más alejada… bueno, ya está hecho. Tiene acceso a las Minas Reventadoras y a los pastizales que se extienden al norte de Hinter, la Isla de Yanni Seckilli y el Mar de la Garra Fría… y esa gente está ansiosa por comerciar, se lo aseguro. Pasé cuarenta días allí y el único comercio de verdad que esa gente lleva a cabo es con los salvajes del norte, que se presentan una vez al año en sus canoas de cuero trayendo salazones y cosas parecidas. Que uno puede comer hasta hartarse, por cierto —sonrió—. Pero su principal problema es que Las Gengris los aísla del sur y no dejan pasar a los extranjeros. A cualquiera que logre llegar desde allí lo tratan como a un hermano perdido. Si uno lo consigue, tiene acceso a toda clase de informaciones, lugares y servicios únicos. Ésa es la razón por la que yo tengo un… acuerdo con el Parlamento. Ésa es la razón por la que tenía aquel documento que me otorgaba poderes para hacerme con el control de un barco de Nueva Crobuzón en determinadas circunstancias; que me otorgaba ciertos derechos. Estoy en condiciones de proporcionarle a la ciudad informaciones a las que nadie más tiene acceso.

Era un espía.

—Cuando Seemly cruzó el Océano Hinchado y descubrió Berad Kai Nev hace seis siglos y medio —dijo—, ¿qué cree usted que llevaba en sus bodegas? El
Mantis Ferviente
era un barco grande, Bellis… —hizo una pausa. Ella no le había dado permiso para que utilizara su nombre de pila, pero no dio muestras de desaprobación cuando continuó—. Llevaba licor y seda, espadas y oro. Pretendía comerciar. Eso fue lo que abrió el continente meridional. Todos los exploradores de los que ha oído usted hablar, Seemly, Donleon, Brunbenn, probablemente Libintos y hasta el maldito Jabber, eran comerciantes —hablaba con el deleite de un niño—. Son las personas como yo las que traen los mapas y la información. Podemos ofrecer secretos que no están al alcance de nadie más. Podemos vendérselos al gobierno… ésa es mi comisión. No existe la exploración ni la ciencia… sólo el comercio. Eran mercantes quienes viajaron hasta Suroc y quienes trajeron a su regreso los mapas que Dagman Beyn utilizó en las Guerras Piratas.

Reparó en la expresión de Bellis y comprendió que, a sus ojos, aquella historia en particular no proyectaba una luz demasiado favorable sobre sus antecesores y él.

—Un mal ejemplo —musitó, y Bellis no pudo reprimir una carcajada ante sus palabras de disculpa.

—No quiero vivir aquí —dijo Bellis. Eran casi las dos de la mañana y estaba contemplando las estrellas por la ventana. Se movían con lentitud dolorosa a través de la abertura mientras Armada era arrastrada por sus remolcadores—. No me gusta este lugar. Odio haber sido secuestrada. Puedo comprender por qué algunos otros de los pasajeros del
Terpsícore
no se sienten igual… —dijo esto último como una concesión malsana a la culpa que por culpa de Johannes había anidado en su interior y supo con una sensación de incomodidad que no era ni remotamente suficiente, que denigraba la libertad que le había sido otorgada al cargamento humano del
Terpsícore
—. Pero no quiero acabar mi vida aquí. Voy a regresar a mi casa, a Nueva Crobuzón.

Hablaba con una certeza que no sentía del todo.

—Yo no —dijo él—. Quiero decir, me gusta regresar allí y disfrutar un poco cuando regreso de viaje… cenas en Chnum, cosas de esas… Pero no podría
vivir
allí. Aunque entiendo por qué te gusta. He visto un montón de ciudades y ninguna se le puede comparar. Pero siempre que paso allí más de un par de semanas, empiezo a sentir claustrofobia. Aplastado por la mugre, las súplicas y la gente… y la cháchara que vomitan en el Parlamento. Hasta cuando estoy en la ciudad alta, ¿sabes? En la Plaza Bilsantum o la Colina de la Bandera o Chnum… sigo sintiéndome como si estuviera atrapado en la Perrera o en Malado. No puedo ignorarlos. Tengo que marcharme. Y por lo que se refiere a los bastardos que gobiernan allí…

Su franca deslealtad interesaba a Bellis. Al fin y al cabo estaba a sueldo del maldito gobierno de Nueva Crobuzón e, incluso desde el otro lado de la tenue neblina del vino, era consciente de una forma fría de que eran ellos, los jefes, los responsables de que ella hubiera tenido que huir.

Pero Fennec no demostraba el menor compromiso hacia ellos. Insultaba a las autoridades crobuzonianas con el buen humor de un bohemio.

—Son serpientes —prosiguió—. Rudgutter y todos los demás. No les confiaría ni mis excrementos. Maldita sea, acepto su dinero con gusto si quieren pagarme a cambio de cosas que les diría de todos modos, ¿por qué voy a negarme? Pero no son amigos míos. No me siento a gusto en su ciudad.

—Así que todo esto es… —Bellis hablaba cuidadosamente, trataba de evaluarlo—. ¿No te molesta estar aquí, entonces? Si no albergas ningún amor por Nueva Crobuzón…

—No —la interrumpió con unos modales muy diferentes a la amistosa arrogancia de que hasta ahora había hecho gala—. Eso no es lo que he dicho. Soy un hombre de Nueva Crobuzón, Bellis. Quiero un hogar al que regresar… aunque sea para marcharme de nuevo. No carezco de raíces, no soy un vagabundo. Soy un mercader, un hombre de negocios, con una base y una casa en Gid Este y amigos y contactos, y siempre regreso a Nueva Crobuzón. Aquí… soy un prisionero. Ésta no es la clase de exploración que quiero llevar a cabo.
Maldito
sea si me quedo aquí.

Al oír estas palabras, Bellis abrió otra botella de vino y le sirvió un poco más.

—¿Qué estabas haciendo en Salkrikaltor? —preguntó—. ¿Más
negocios
?

Fennec sacudió la cabeza.

—Me recogieron —dijo—. Las patrullas de Salkrikaltor se alejan a veces hasta centenares de kilómetros de la ciudad para comprobar el estado de los craales. Uno de sus navíos me recogió en la entrada del Canal Basilisco. Me dirigía hacia el sur en un submarino ammonita medio estropeado, lleno de fugas y muy lento. Las jaibas de los bajíos situados al este de las Sois me hablaron de un tubo de aspecto muy dudoso que merodeaba cerca de su ciudad —se encogió de hombros—. Estaba lívido cuando me recogieron pero creo que me hicieron un favor. Dudo que hubiese logrado llegar a casa por mí mismo. Tardé bastante en encontrar una jaiba que pudiera entenderme y para entonces ya estábamos de camino a Ciudad Salkrikaltor.

—¿De dónde venías? —dijo Bellis—. ¿De las Islas Jhesshul?

Fennec sacudió la cabeza y la observó, sin decir nada, durante varios segundos.

—Nada de eso —dijo—. Acababa de atravesar las montañas desde el otro lado—. Estaba en el mar de la Garra Fría. En Las Gengris.

Bellis levantó la mirada al instante, preparada para proferir una risotada o un bufido despectivo pero vio el rostro de Fennec. Éste asintió lentamente.

—Las Gengris —dijo de nuevo y ella apartó la mirada, asombrada.

Más de mil quinientos kilómetros al oeste de Nueva Crobuzón había un enorme lago de seiscientos kilómetros de longitud: el Lago de la Garra Fría. Desde su extremo norte se extendía el Estrecho de la Garra Fría, un corredor de agua dulce de ciento cincuenta kilómetros de anchura y mil doscientos kilómetros de longitud. Al llegar a su final el estrecho se expandía de repente hasta alcanzar casi la anchura del continente y retrocedía en dirección este al tiempo que se estrechaba como una garra y se convertía en la extensión irregular conocida como el Mar de la Garra Fría.

Aquellas eran las Garras Frías, un conjunto tan vasto de masas de agua que no podía ser considerado sino un océano. Un inmenso mar interior de agua dulce, jalonado por montañas y montes y pantanos y unas pocas e indómitas civilizaciones que Fennec aseguraba conocer.

En su extremo más oriental, sólo una estrecha franja de tierra separaba al Mar de la Garra del agua salada del Océano Hinchado, una serpentina de roca montañosa de apenas cincuenta kilómetros de anchura. La afilada punta meridional del mar —la punta de la garra— se encontraba casi directamente al norte de Nueva Crobuzón, apenas a mil doscientos kilómetros de distancia. Pero los pocos viajeros que tomaban aquel camino tenían que desviarse en dirección oeste y llegaban a las aguas del Mar de la Garra Fría a unos trescientos kilómetros de su vértice sur. Y ello porque, alojado como una impureza en la punta del mar, había un lugar extraordinario y peligroso, una mezcla de isla, ciudad hundida y mito. Unas quebradas anfibias de las que el mundo civilizado no sabía nada salvo que existían y eran peligrosas.

Aquel lugar era conocido como Las Gengris.

Se decía que allí vivían los grindilú, demonios acuáticos, monstruos, o tal vez hombres y mujeres de una raza degenerada por causa de la endogamia. Dependía de quien contara la historia. Se decía que estaban malditos.

Los grindilú o Las Gengris (la distinción entre la raza y el lugar no estaba del todo clara) controlaban la región sur del Mar de la Garra Fría con un poder invencible y una aislacionismo cruel y caprichoso. Sus aguas eran letales y nadie había podido cartografiarlas.

Y aquí estaba Fennec asegurando… ¿el qué? ¿Que había vivido allí?

—No es del todo cierto que no viva ningún extranjero allí —estaba diciendo en este momento y Bellis acalló sus pensamientos para poder escucharlo—. Hay incluso unos pocos humanos nativos, nacidos y criados en Las Gengris… —torció la boca—. Y «criados» es la palabra justa, aunque no estoy seguro de que «humano» lo siga siendo, ya no. Es como lo que todo el mundo piensa… un pedazo de Infierno allí en el agua, eso está claro. Pero, mierda, tratan con los mercaderes como cualquiera. Hay unos pocos vodyanoi, un par de humanos y… otras cosas. Pasé allí más de medio año. Oh, es más peligroso que ningún otro lugar que yo conozca, no me entiendas mal. Si comercias con Las Gengris sabes que las reglas… son muy diferentes. Y nunca los comprenderás. Yo llevaba allí seis semanas con el mejor amigo que tenía en el lugar, un vodyanoi de Jangsach que había pasado allí siete
años
, yendo y viniendo con mercancías… y se lo llevaron. Nunca supe lo que le había ocurrido ni por qué —dijo Fennec con sencillez—. Puede que insultase a unos de los dioses de los grindilú o puede que el cargamento de tripas de gato que les había suministrado no fuera lo bastante grande.

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