La chica del tambor (64 page)

Read La chica del tambor Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
8.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Subieron por una escalera de mármol. En la primera planta las celdas tenían puertas macizas con mirillas para el carcelero. El ruido parecía aumentar con el calor. Pasó una mujer vestida completamente de campesina. El administrador le dijo algo y ella señaló un letrero escrito en árabe que formaba una tosca flecha. Al mirar al patio, Charlie vio al viejo sentado en su silla y contemplando la nada. Habrá terminado su trabajo por hoy, pensó; nos ha dicho «Vayan arriba». Llegaron a la flecha, siguieron hacia donde indicaba, llegaron a otra y pronto estuvieron en el centro mismo de la cárcel. Necesitaré una cuerda para encontrar el camino de vuelta, se dijo. Miró a Tayeh, pero éste no quería mirarla a ella. No vuelva a tomar el sol. Entraron en una antigua sala de personal o tal vez una cantina. En mitad de la misma había una mesa camilla cubierta por un plástico y encima de un carrito nuevo, medicamentos, cubitos con torundas y jeringas. Un hombre y una mujer estaban atendiendo a los enfermos; la mujer, vestida de negro, limpiaba los ojos a un bebé con un algodón. Las madres esperaban pacientemente junto a la pared mientras sus niños dormitaban.

–Espere aquí -le ordenó Tayeh, y esta vez se adelantó él mismo dejándola con el administrador.

Pero la mujer ya le había visto entrar. Alzó la vista y luego miró a Charle con ojos inquisitivos. Le dijo algo a la madre del bebé y le devolvió a su hijo. Después se acercó al lavabo y se lavó metódicamente las manos mientras examinaba a Charlie por el espejo.

–Síganos -dijo Tayeh.

En todas las cárceles hay uno: un pequeño cuarto alegre con flores artificiales y una fotografía de Suiza para solaz de personas sin culpa. El administrador se había ido. Tayeh y la chica se sentaron uno a cada lado de Charlie, la chica erguida como una monja y Tayeh de lado, con una pierna estirada rígidamente y el bastón como un mástil de tienda de campaña en el centro, y el sudor corriéndole por la cara picada mientras fumaba, se agitaba y fruncía el ceño. Los sonidos de la cárcel no habían cesado, pero ahora se habían unido en una cháchara única, mezcla de voces humanas y de música. De vez en cuando, y sorprendentemente, Charlie oyó risas. La chica era guapa y bastante severa e infundía cierto respeto con la negrura de su atavío. Tenía facciones rectas y marcadas, y una mirada franca de ojos oscuros que no se molestaba en disimular. Llevaba el pelo corto. La puerta estaba abierta, vigilada por la eterna pareja de chicos.

–¿Sabe quién es ella? -preguntó Tayeh, apagando ya su primer cigarrillo-. ¿Reconoce en su cara algún rasgo que le resulte familiar? Fíjese bien.

–Es Fatmeh -dijo Charlie, sin necesidad de fijarse mucho.

–Ha regresado a Sidón para estar con su gente. No habla nada de inglés, pero sabe quién es usted. Ha leído las cartas que le escribió a Michel y las que él le escribió a usted, traducidas. Como es natural, quiere conocerla.

Cambiando de postura con un gesto de dolor, Tayeh sacó un cigarrillo manchado de sudor y lo encendió.

–Está muy apenada, claro que a todos nos pasa igual. Cuando hable con ella, evite los sentimentalismos, por favor. Ella ha perdido ya a tres hermanos y una hermana. Sabe muy bien de qué va.

Fatmeh empezó a hablar con mucha calma. Al terminar, Tayeh hizo de intérprete con cierto desdén, que parecía ser su estado de ánimo aquella noche.

–En primer lugar, quiere darle las gracias por el consuelo que supo dar usted a su hermano Salim mientras estuvo luchando contra el sionismo, así como agradecerle que se haya usted unido a la lucha por la justicia. -Esperó a que Fatmeh prosiguiera-. Dice que ahora son como hermanas. Ambas querían a Michel y ambas están orgullosas de su heroica muerte. Le pregunta… -Volvió a interrumpirse para dejarla hablar-. Le pregunta si también usted aceptará la muerte en lugar de convertirse en esclava del imperialismo. Es muy educada. Dígale que sí.

–Sí.

–Desea saber cómo hablaba Michel de su familia y de Palestina. No invente nada. Fatmeh tiene mucho instinto.

Tayeh había dejado de comportarse con negligencia. Tras encaramarse sobre sus piernas y bastón, empezó a recorrer lentamente la habitación, interpretando o lanzando sus propias preguntas a renglón seguido.

Charlie hablaba con franqueza, sin vacilar, de su recuerdo herido. Ya no era una impostora, ni siquiera para sí misma. Al principio, explicó, Michel no hablaba en absoluto de sus hermanos, y que sólo una vez, muy de pasada, había mencionado a su hermana del alma. Pero un buen día, estando en Grecia, empezó a recordarlos con mucho cariño, señalando que desde la muerte de su madre, su hermana Fatmeh se había convertido en madre de toda la familia.

Tayeh traducía con brusquedad. La chica no respondía nada, pero sus ojos seguían fijos en todo momento en Charlie, observando su rostro, escuchándolo, interrogándolo.

–¿Qué fue lo que dijo de ellos… de los hermanos? -la instó impaciente Tayeh-. Repítaselo.

–Decía que durante toda su niñez, sus hermanos mayores habían sido para él fuente de inspiración. En Jordania, en el primer campo que estuvieron cuando él era todavía muy pequeño para combatir, los hermanos solían escabullirse sin decir adonde iban. Y entonces Fatmeh acudía a su cama y le decía al oído que habían atacado nuevamente a los sionistas…

Tayeh la interrumpió para traducir rápidamente.

Las preguntas de Fatmeh abandonaron la nota nostálgica para adquirir la aspereza de un examen. ¿Qué habían estudiado sus hermanos? ¿Cuáles eran sus diferentes aptitudes? ¿Cómo habían muerto? Charlie respondía cuando le era posible, y de forma fragmentada: Salim -Michel- no se lo había contado todo. Fawaz era un gran abogado, o ésa había sido su meta. Estaba enamorado de una estudiante de Ammán; de pequeños habían sido novios en su aldea palestina. Los sionistas le mataron a tiros cuando salía de casa de ella una mañana.

–Según Fatmeh… -empezó a decir.

–Según Fatmeh… ¿qué? -le preguntó Tayeh.

–Según Fatmeh, los Jordanes habían informado de su paradero a los sionistas.

Fatmeh hizo una pregunta. Con cara de enfadada. Tayeh volvió a traducir:

–En una carta, Michel menciona el orgullo de compartir la tortura con su heroico hermano -dijo-. Hablando de este incidente, escribe que su hermana Fatmeh es la única persona en el mundo, aparte de usted, a quien él ama sin reservas. Explíquele esto a Fatmeh, por favor. ¿A qué hermano se refiere?

–A Khalil -dijo Charlie.

–Explique todo el episodio -le ordenó Tayeh.

–Ocurrió en Jordania.

–¿Dónde? ¿Cómo? Explíquelo con detalle.

–Estaba anocheciendo. Un convoy de jeeps jordanos, seis en total, penetró en el campo. Apresaron a Khalil y a Michel -Salim-, y ordenaron a éste que fuera a cortar unas ramas de granado -Charlie extendió las manos como Michel había hecho aquella noche en Delfos-, seis ramas jóvenes de un metro cada una. Le hicieron quitar los zapatos a Khalil y obligaron a Salim a arrodillarse y sujetarle los pies a su hermano mientras le pegaban con las ramas de granado. Luego les ordenaron cambiar de posición, que Khalil le sujetara los pies a Salim. Los pies ya no parecían pies, estaban irreconocibles, pero aun así los jordanos les obligaron a correr mientras disparaban al suelo a sus espaldas.

–¿Y? -dijo Tayeh impaciente.

–¿Y qué?

–¿Qué importancia tiene Fatmeh en todo este incidente?

–Ella les curó. Día y noche les bañaba los pies y les daba ánimos. Les leía fragmentos de grandes escritores árabes. Les hacía planear nuevos ataques. «Fatmeh es nuestro corazón», decía él. «Es nuestra Palestina. Debo aprender de su coraje y su fortaleza.» Eso es lo que solía decir.

–El muy tonto lo puso hasta por escrito -dijo Tayeh, colgando furioso su bastón del respaldo de una silla para encender otro cigarrillo.

Mirando fijamente hacia la pared desnuda como si en ella hubiera un espejo y apoyado en su bastón de fresno, Tayeh se estaba secando la cara con un pañuelo. Fatmeh se levantó y fue en silencio hasta el lavabo para servirle un vaso de agua. De un bolsillo, Tayeh sacó una petaca de whisky y se sirvió un poco. No era la primera vez que a Charlie se le ocurría que ambos se conocían muy bien, como íntimos colaboradores o incluso amantes. Hablaron un momento entre ellos y luego Fatmeh se volvió a mirarla una vez más mientras Tayeh le hacía una última pregunta.

–¿Qué es eso que sale en una carta de Michel: «Lo que acordamos sobre la tumba de mi padre…»? Explíquelo. ¿A qué se refería?

Charlie empezó a describir la forma en que había muerto, pero Tayeh la interrumpió al punto.

–Sí, ya sabemos que murió de desesperación. Háblenos del funeral.

–Pidió ser enterrado en Hebrón (en El Khalil), por eso se lo llevaron al puente Allenby. Los sionistas no dejaron pasar el cadáver. De modo que Michel, Fatmeh y dos amigos subieron el ataúd hasta la cima de una colina y al anochecer cavaron una tumba en un lugar desde el que pudiera ver la tierra que los sionistas le habían robado.

–¿Dónde está Khalil mientras eso ocurre?

–No está con ellos. Lleva varios años ausente e ilocalizable. Pero aquella noche, mientras tapaban la fosa, apareció de repente.

–¿Y?

–Les ayudó a llenarla de tierra y luego le dijo a Michel que fuera a luchar.

–¿Que
fuera
a luchar? -repitió Tayeh.

–Dijo que ya era hora de atacar al ente judío en todo el mundo. A partir de ahora no habría distinción entre israelí y judío. Dijo que la raza judía constituía en conjunto una base sionista, que el sionismo no descansaría hasta destruir nuestro pueblo. Nuestra única oportunidad era tirar de la oreja al mundo entero para que prestara oídos. Una vez y otra. Que hubieran de perecer vidas inocentes no significaba que tuvieran que ser siempre palestinas. Los palestinos no pensaban imitar a los judíos y esperar dos mil años para recuperar su patria.

–Entonces, ¿qué fue lo que acordaron? -insistió Tayeh, sin dejarse impresionar.

–Que Michel iría a Europa (Khalil lo arreglaría todo) y se convertiría en estudiante y en combatiente.

Fatmeh habló brevemente.

–Dice que su hermano pequeño tenía la boca demasiado grande y que Dios le hizo un favor al cerrársela cuando murió -tradujo Tayeh, y, haciendo una señal a los muchachos, empezó a bajar cojeando por las escaleras. Pero Fatmeh le puso a Charlie una mano en el hombro y la miró otra vez de hito en hito con sincera aunque amistosa curiosidad. Recorrieron juntas el pasillo de vuelta a la enfermería. Al llegar a la puerta, Fatmeh la miró otra vez, ahora con no disimulada perplejidad, y luego la besó en la mejilla. Charlie la vio por última vez cuando estaba atendiendo de nuevo al bebé, frotándole los ojos, y de no ser porque Tayeh la llamaba con premura, se habría quedado a ayudar a Fatmeh durante el resto de su vida.

–Tendrá que esperar -le dijo Tayeh mientras volvían al campo en coche-. A fin de cuentas, no estaba prevista su llegada. Nosotros no la hemos invitado a venir.

A primera vista Charlie creyó que la había llevado a un pueblo, pues las terrazas de las chozas blancas que se arracimaban en la ladera tenían un aspecto bastante atractivo a la luz de los faros. Pero mientras seguían de camino, la magnitud del lugar empezó a revelarse por sí misma, y para cuando llegaron a la cumbre vio que se hallaba en una ciudad fantasma construida no para centenares sino para miles de personas. Les recibió un hombre canoso que, pese a su digno aspecto, dispensó únicamente su cálida bienvenida a Tayeh. Llevaba zapatos negros lustrosos y un uniforme caqui con la raya perfectamente planchada, de modo que Charlie supuso que se había vestido de gala para recibir a Tayeh.

–Es el jefe de aquí -explicó escuetamente Tayeh al presentarlo-. Sabe que usted es inglesa, pero nada más. No hará preguntas.

Le siguieron hasta una habitación donde había una vitrina llena de trofeos deportivos. Sobre la mesita de café que había en el centro descansaba una bandeja con cajetillas de cigarrillos de distintas marcas. Una joven muy alta les llevó té dulce y galletas, pero nadie le dijo una palabra. Iba ataviada con un pañuelo en la cabeza, una falda larga típica y zapatos planos. ¿La mujer, la hermana tal vez? Charlie no supo qué pensar. Bajo los ojos tenía profundas ojeras de aflicción y parecía moverse en un reino de tristeza privada. Cuando se hubo ido, el jefe le lanzó a Charlie una mirada feroz y le soltó un sombrío discurso con un acento inequívocamente escocés. Explicó que durante el mandato británico había servido en la policía palestina y que todavía cobraba un retiro de los británicos. El espíritu de su pueblo, dijo, se había fortalecido gracias a sus sufrimientos, y aportó estadísticas que lo confirmaban. En los últimos doce años, el campo había sido bombardeado en setecientas ocasiones. Le dio la cifra de bajas y se extendió sobre la proporción de mujeres y niños muertos. Las armas más mortíferas habían sido bombas de fragmentación de fabricación americana; los sionistas lanzaban también bombas caseras camufladas como juguetes. Dio una orden y uno de los chicos desapareció para volver enseguida con un coche de juguete destrozado bajo cuya carrocería asomaban cables y restos de explosivo. Puede que sí o puede que no, pensó Charlie. Se refirió a la variedad de teorías políticas entre los palestinos, pero le aseguró que tales diferencias desaparecían tratándose de la lucha contra el sionismo.

–Nos bombardean a todos por igual -dijo el hombre.

Se dirigió a ella por el nombre de «Camarada Leila», que era como Tayeh la había presentado, y al concluir le dio oficialmente la bienvenida y la dejó en manos de la joven alta y triste.

–Por la justicia -dijo, a modo de despedida.

–Por la justicia -contestó Charlie.

Tayeh la vio marchar.

Las calles angostas parecían iluminadas por velas. Por el centro discurrían las cloacas, y sobre las colinas flotaba una luna en cuarto creciente. La chica alta iba en cabeza y detrás los chicos con sus metralletas y la bolsa de Charlie. Pasaron junto a un campo ‹le deporte embarrado y a unas chozas bajas que parecían una escuela. Charlie recordó que Michel jugaba al fútbol y se preguntó demasiado tarde si alguna de aquellas copas que el jefe tenía en sus estantes la habría ganado él. Pálidas luces azuladas ardían sobre las puertas herrumbrosas de los refugios antiaéreos. El ruido era el propio de una noche de exilio. Música rock y patriótica se mezclaba con el murmullo intemporal de los ancianos. En algún lugar reñía una pareja cuyas voces estallaron en una violenta y contenida trifulca.

Other books

Sullivan (Leopard's Spots 7) by Bailey Bradford
Reckless by Ruth Wind
Golden Earth by Norman Lewis
Omens by Kelley Armstrong
The Body of Martin Aguilera by Percival Everett
Hot Silk by Sharon Page
Irregulars: Stories by Nicole Kimberling, Josh Lanyon, Ginn Hale and Astrid Amara by Astrid Amara, Nicole Kimberling, Ginn Hale, Josh Lanyon