La chica del tambor (30 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Terrorismo, intriga, policíaca

BOOK: La chica del tambor
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Esta vez no puso reparos al adjetivo.

–¿Por qué no estrellas el coche ahora mismo? ¡Quiero morir aquí!

Y antes de que José pudiera evitarlo, ella le había agarrado la mano para darle un fuerte beso en el nudillo del dedo pulgar.

La carretera era recta pero llena de baches; a ambos lados, el polvo de una fábrica de cemento cubría las colinas y los árboles. Viajaban dentro de su propia cápsula, donde la proximidad de otros objetos en movimiento redoblaba la intimidad de su mundo privado. Ella no dejaba de pensar en él y en su historia. Era la novia de un soldado y estaba aprendiendo a ser soldado.

–Dime, por favor. Aparte de las orquídeas, ¿recibiste algún otro regalo mientras estuviste en el Barrie?

–El paquete -dijo ella con un escalofrío, sin molestarse siquiera en fingir que reflexionaba sobre la pregunta.

–¿Qué paquete?

Ella se esperaba la pregunta y estaba ya representando abiertamente su aversión por él, creyendo que eso era lo que José quería.

–Una especie de pequeña trastada. Un tipo me mandó un paquete al teatro. Por correo certificado.

–¿Cuándo fue eso?

–El sábado. El mismo día que viniste a la matiné y te quedaste.

–¿Y qué había en el paquete?

–Nada. Era un estuche para joyas, vacío. Certificado y vacío.

–Qué raro. ¿Y la etiqueta? ¿Miraste la etiqueta del paquete?

–Estaba escrita con bolígrafo azul. En mayúsculas.

–Pero si era certificado, seguro que había remite.

–Ilegible. Algo así como Marden. O tal vez Hordern. Un hotel de la ciudad.

–¿Dónde abriste el paquete?

–En mi camerino, entre una función y otra.

–¿A solas?

–Sí.

–¿Y qué pensaste al verlo?

–Creí que alguien me la quería jugar debido a mis ideas políticas. Ha pasado otras veces, sabes. Cartas asquerosas. «Follanegros.» «Rojilla, pacifista.» Una vez me tiraron una bomba fétida por la ventana del camerino. Son ellos, pensé.

–¿No se te ocurrió asociar el estuche vacío con las orquídeas?

–¡Me gustaron mucho las orquídeas, José! ¡Me gustabas

!

Él había parado el coche en una especie de aparcamiento en mitad de un parque industrial. Los camiones pasaban con estrépito. Hubo un momento en que Charlie pensó que iba a ponerlo todo patas arriba y poseerla allí mismo, tan paradójica y caprichosa era la tensión que experimentaba. Pero José no lo hizo. Sí, en cambio, metió la mano en la guantera y le entregó un sobre certificado y acolchado y sellado con lacre y con algo duro en su interior, réplica del sobre que ella había recibido aquel día. Matasellos de Nottingham, 25 de junio. En el anverso, el nombre de Charlie y la dirección del teatro Barrie escritos con bolígrafo azul. En el reverso, el mismo garabato del remitente.

–Vamos ahora con la ficción -anunció calmosamente José mientras ella examinaba el sobre-: A la vieja realidad le imponemos una nueva ficción.

Demasiado próxima a él para confiar en sí misma, Charlie no dijo nada.

–Ha sido un día muy agitado, como lo fue aquél. Estás en tu camerino entre una función y otra. El paquete, aún por abrir, te espera. ¿Cuánto tiempo tienes antes de volver a escena?

–Diez minutos. Puede que menos.

–Muy bien. Ahora abre el sobre.

Charlie le miró a hurtadillas pero él seguía con la vista fija en el horizonte enemigo que tenía en frente. Ella bajó la vista al sobre, volvió a mirarle, metió un dedo bajo la cubierta y lo abrió. El mismo estuche de color rojo, pero más pesado. Un sobrecito blanco, sin cerrar, dentro una sencilla tarjeta. «Para Juana, espíritu de mi libertad -leyó-. Eres fantástica. ¡Te quiero!» La caligrafía, inconfundible. Pero en vez de una «M», la firma «Michel», escrita en grande y con la ele final convertida en una cola para subrayar la importancia del nombre. Charlie sacudió la cajita y notó un agradable y estimulante ruido sordo que venía del interior.

–Mi dentadura -dijo en plan de broma, pero no le sirvió para destruir la tensión que sentía (o que sentían los dos)-. ¿La abro? ¿Qué es?

–¿Cómo voy a saberlo? Haz lo que habrías hecho.

Levantó la tapa de la caja. Una gruesa pulsera de oro, montada con piedras azules, descansaba sobre el relleno de raso.

–Madre mía -musitó Charlie, y cerró la caja de golpe-, ¿Qué he de hacer para ganármelo?

–Muy bien, ésa es tu primera reacción -dijo inmediatamente José-. Echas un vistazo, mascullas una exclamación y cierras la tapa. Recuérdalo. Con exactitud. Ésa fue, y será de ahora en adelante, tu reacción.

Charlie abrió de nuevo la caja, extrajo con cuidado la pulsera y la sopesó en la palma de la mano. Pero, aparte de las piedras falsas que llevaba a veces en escena, no sabía nada de alhajas.

–¿Es auténtica? -preguntó.

–Por desgracia no hay expertos presentes que puedan darte su parecer. Decide tú misma.

–Es antigua -pronunció ella al fin.

–Bien; decides que es antigua.

–Y pesa.

–Es antigua y pesa. No sale de ningún paquete sorpresa de esos de Navidad, sino que es un artículo de joyería con todas las de la ley. ¿Qué haces luego?

La impaciencia de él los distanció: ella tan pensativa y turbada, él tan práctico. Charlie examinó los ajustes y las marcas de contraste, pero tampoco entendía nada de marcas. Arañó ligeramente el metal con una uña. Le pareció blando y resbaladizo al tacto.

–Tienes muy poco tiempo, Charlie. Has de volver a escena dentro de un minuto y treinta segundos. ¿Qué haces? ¿Dejas la pulsera en el camerino?

–No, por Dios.

–Te están llamando. Vamos, Charlie. Debes tomar una decisión.

–¡Deja de meterme prisa! Se la doy a Millie para que se cuide de ella. Millie es mi sustituía. Hace de apuntadora.

La sugerencia no le gusta nada a él.

–No te fías de ella.

Charlie estaba al borde de la desesperación:

–La meto en el váter, detrás de la cisterna -dijo.

–Demasiado evidente.

–En la papelera. Tapada.

–Podría venir alguien y vaciarla. Piensa.

–Oye, José, no me fastidies… ¡La meto detrás de las pinturas! Eso es. Encima de un estante. Hace años que nadie les quita el polvo.

–Excelente. La dejas en un estante detrás de las pinturas, corres a ocupar tu puesto. Llegas tarde. Charlie, Charlie, ¿dónde te habías metido? Se alza el telón. ¿Sí?

–Exacto -dijo ella, y suspiró largamente.

–¿Qué piensas? Ahora mismo. De la pulsera, de quien te la regala…

–Bueno, pues estoy pasmada, ¿no?

–¿Por qué habrías de estar pasmada?

–Es que no puedo aceptarla, verás, es mucho dinero. Es muy valiosa.

–Pero si ya la has aceptado… Aceptas el paquete certificado y luego escondes la pulsera.

–Sólo hasta que termine la función.

–Y después ¿qué?

–Pues, la devuelvo.

José, tras relajarse un poco, lanzó también un suspiro de alivio, como si ella, por fin, hubiera demostrado sus teorías.

–¿Y cómo te sientes, entretanto?

–Asombrada. Hecha polvo. ¿Cómo quieres que me sienta?

–Está a unos metros de ti. Te mira apasionadamente. Va a asistir a tu tercera actuación consecutiva. Te ha mandado orquídeas y joyas, te ha dicho por dos veces que te ama. Una normalmente, otra ilimitadamente. Es guapo. Mucho más guapo que yo.

Llevada por su irritación, Charlie pasó momentáneamente por alto la reafirmación de su autoridad mientras José le describía a su pretendiente.

–Y yo represento mi papel con toda mi alma -dijo ella, sintiéndose acorralada a la vez que estúpida-. Pero eso no significa que él haya ganado la partida -le espetó.

Con cuidado, como si tratara de no trastornarla, José puso de nuevo el coche en marcha. La luz se había extinguido, la circulación se había reducido a una intermitente hilera de vehículos rezagados. Estaban bordeando el golfo de Corinto. Surcando un agua plomiza, una serie de gastados petroleros se dirigían hacia el oeste como atraídos magnéticamente por el fulgor de un sol desvanecido. Encima de ellos tomaba forma en el crepúsculo una cadena montañosa. La carretera se bifurcaba y empezaron una larga ascensión, curva tras curva, hacia un cielo que se vaciaba.

–¿Recuerdas cómo te aplaudí? -dijo José-. ¿Recuerdas cómo me puse en pie mientras se sucedían tus salidas para recibir la ovación?

Sí, claro que se acordaba. Pero no se fiaba de lo que pudiera pasar si lo decía.

–Pues bien, recuerda también la pulsera.

Eso hizo ella. Un esfuerzo de imaginación dedicado a él… un regalo para su guapo y desconocido benefactor. Terminado el epílogo de la obra, Charlie acudió a sus salidas, y en cuanto estuvo libre corrió a su camerino, recuperó la pulsera, se quitó el maquillaje en un tiempo récord y se vistió pensando en ir a verle enseguida.

Pero el haber consentido hasta ahora en la versión que José daba de los hechos no impidió que de repente Charlie se echara atrás, cuando un tardío sentimiento de las convenciones vino en su defensa.

–Oye, un momento, espera: ¿y por qué no viene él? Es él el que ha tomado la iniciativa. ¿Por qué no me quedo en mi camerino y espero a que se presente, en vez de salir yo a buscarlo?

–A lo mejor no se atreve. Te tiene un temor reverencial. Podría ser, ¿no? Le has dejado fuera de combate.

–Bien, ¿y por qué no me quedo a ver qué pasa? Sólo un rato.

–¿Qué es lo que intentas, Charlie? Dime, por favor,
¿qué
es lo que tienes pensado decirle?

–Pues esto: «Ten, te lo devuelvo, no puedo aceptar la pulsera» -replicó ella virtuosamente.

–Muy bien. Entonces ¿te arriesgarás realmente a que se escabulla en la noche para no volver más, dejándote con ese valioso regalo que tú sinceramente no quieres aceptar?

De mal talante, Charlie accedió a ir a buscarle.

–Pero ¿cómo? ¿Dónde le buscarás? ¿Dónde mirarás primero? -dijo José.

La carretera estaba desierta, pero él conducía despacio a fin de que el presente se inmiscuyera lo menos posible en el pasado reconstruido.

–Iría por la parte de atrás -dijo ella antes de pensarlo seriamente-. Saldría a la calle por la entrada posterior y daría la vuelta para ir al vestíbulo del teatro. Así le alcanzaría al salir a la acera.

–¿Por qué no por dentro del teatro?

–Tendría que abrirme paso entre el tropel de gente, por eso. Él se habría ido antes de que yo llegara.

José reflexionó un momento y dijo:

–Entonces te hará falta tu impermeable.

Una vez más, tenía razón. Ella había olvidado que aquella noche en Nottingham llovió un chaparrón tras otro. Empezó de nuevo. Tras cambiarse a toda velocidad, se puso su impermeable nuevo -uno francés, largo, comprado en las rebajas de Liberty’s-, se abrochó el cinturón, salió a toda prisa a la fecunda lluvia, calle abajo, y dobló la esquina delante del teatro…

–Pero te encuentras a la mitad del público refugiado bajo la marquesina esperando a que despeje -le interrumpió José-. ¿Por qué sonríes?

–Necesito mi foulard amarillo para la cabeza. ¿Te acuerdas? Ese de Jaeger que me dieron cuando hice el anuncio para televisión.

–Así pues, notamos también que pese a las prisas por librarte de él no te olvidas del pañuelo amarillo. Bien. Con su impermeable y su pañuelo en la cabeza, Charlie corre bajo la lluvia en busca de su rendido adorador. Llega al vestíbulo atestado… ¿quizá gritando «Michel, Michel»? ¿Sí? Fantástico. Sus llamadas, sin embargo, son en vano. Michel no está. ¿Qué haces entonces?

–¿Esto lo has
escrito
tú, José?

–Da lo mismo.

–¿Vuelvo a mi camerino?

–¿No se te ocurre mirar en la sala?

–Vale, sí; se me ocurre.

–¿Por dónde entras?

–Por el patio de butacas. Es donde estabas sentado.

–Yo no: Michel. Vas por la entrada al patio de butacas, empujas la puerta. ¡Hurra!, la puerta cede. Mr. Lemon no la ha cerrado aún. Entras en la sala desierta y caminas lentamente por el pasillo.

–Y allí está él -dijo ella quedamente-. Jo, menuda cursilada.

–Pero funciona.

–Vaya, o sea que funciona.

–Porque él sigue ahí, en el mismo asiento, en mitad de la primera fila. Con la mirada fija en el telón como si contemplándolo pudiera hacer que se alzara de nuevo y que apareciese su Juana de Arco, el espíritu de su libertad, a quien ama ilimitadamente.

–El argumento es malísimo -murmuró Charlie, pero él no le hizo caso.

–La misma butaca en que ha estado sentado durante las últimas siete horas.

Quiero irme a casa, pensó ella. Dormir sola durante varias horas en el Astral Commercial. ¿A cuántos destinos puede una enfrentarse en un solo día? Ella ya no podía dejar de notar aquel tono de seguridad en las palabras de él, aquel acercamiento progresivo, a medida que le describía a su nuevo admirador.

–Primero dudas y luego exclamas su nombre: «¡Michel!» Para ti no es más que un nombre. Él se vuelve a mirarte pero no se mueve. Ni siquiera sonríe o saluda, ni siquiera demuestra su notable atractivo.

–Entonces ¿qué hace, el muy presumido?

–Nada. Te mira con sus profundos y apasionados ojos, retándote a que hables. Puedes pensar que es arrogante, que es romántico, pero no tiene nada de corriente y, desde luego, no es tímido ni dado a pedir disculpas. Ha venido para reclamarte. Es joven, cosmopolita, elegante. Un hombre de acción y adinerado, de maneras desenvueltas. Bien. -Pasó a la primera persona-: Tú te acercas andando por el pasillo. Ya te has dado cuenta de que las cosas no van como tú esperabas. Al parecer, eres tú y no yo quien debe dar las explicaciones. Sacas la pulsera del bolsillo. Me la ofreces. Yo no hago ningún movimiento. Como es lógico, estás empapada.

La carretera les conducía monte arriba zigzagueando. La voz de él, autoritaria y acoplada al hipnotizante ritmo de las sucesivas curvas, la forzaba cada vez más a meterse en el laberinto de la historia que él le inventaba.

–Tú dices algo. ¿Qué dices? -Al no obtener respuesta, José le proporcionó la suya propia-. «No te conozco. Pero gracias, Michel, esto me halaga mucho. Pero no puedo aceptar este regalo porque no te conozco.» ¿Le dirías algo así? Sí, claro. Aunque seguramente lo harías mucho mejor.

Ella apenas le oyó. Ahora se hallaba en la sala delante de él, sosteniendo la caja que le ofrecía, mirando sus ojos oscuros. Y con mis botas nuevas, pensó; las altas de color marrón que me compré por Navidad. Las lluvias las están echando a perder, pero qué importa.

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